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Con los magos: adorando en silencio el misterio.

¿CÓMO REZAR EN NAVIDAD? CON LOS MAGOS: ADORANDO EN SILENCIO.

(Textos comentados en la charla)

Evangelio según san Mateo: 2, 1-12

Nos parece que debemos dirigirles una invitación, casi una llamada, un grito: ¡Venid! ¡Vengan porque los esperan! ¡Vengan, porque algo estupendamente bueno está preparado para ustedes¡ ¡Vengan! Repetiremos el celestial mensaje: ¡Les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy en la ciudad de Davis un Salvador, que es Cristo, Señor! (Lc 2,10) Por eso, acérquense fieles. Nuestra invitación se dirige especialmente a los jóvenes, a los niños, porque ustedes están ávidos de alegría y de vida. Cristo es el verdadero héroe que sueñan; Cristo es el verdadero amigo que ustedes buscan. Vengan y conózcanlo, luego ámenlo y síganlo. Pero nuestra invitación se extiende a todos los hombres: “Todos los que están sedientos, venid a la fuente” (Is 55,1) y después a aquellos que trabajan y sufren: “Venid a mí todos los que estáis afligidos y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). ¡Venid, Cristo está ahí por vosotros hombres de nuestro siglo! (…) Es la invitación de Cristo! ¡Es la invitación de la paz! ¡Cristo es la paz! ¿Comprenderá el mundo algún día la profunda y única relación entre Cristo y la Paz? Cristo ES nuestra Paz. San Pablo VI

Jesús está en el vértice de las aspiraciones humanas, es el término de nuestras esperanzas y de nuestras plegarias, es el punto focal de los deseos de la historia y de la civilización; es decir, es el Mesías, el centro de la humanidad. Aquel que da un sentido a los acontecimientos humanos, Aquel que da valor a las acciones humanas, Aquel que constituye la alegría y la plenitud de todos los deseos de todos los corazones, el verdadero hombre, el tipo de perfección, de belleza, de santidad puesto por Dios para personificar el verdadero modelo, el verdadero concepto de hombre, de hermano de todos, de amigo insustituible, el único digno de toda confianza y de todo amor: es el Cristo-hombre. Y al mismo tiempo Jesús es el manantial de toda fortuna nuestra; es la luz por la que el ámbito del mundo adquiere proporciones, forma, belleza y sombras; es la palabra que todo lo define, todo lo explica, todo lo clarifica, todo lo redime; es el principio de nuestra vida espiritual y moral; dice lo que se debe hacer y da la fuerza, la gracia, para hacerlo; refleja su imagen, más bien su presencia, en toda alma que se hace espejo para acoger su rayo de verdad y de vida, es decir que cree en Él y acoge sus sacramentos; es el Cristo Dios, el Maestro, el Salvador, la Vida. Jesús es para todos, para cada alma individual, para cada uno de nosotros, para todo el pueblo: toda estirpe, toda nación, toda civilización lo puede alcanzar, lo puede tener; más bien lo debe alcanzar, lo debe tener. Jesús es para todos. (…) Es más Cristo nos es necesario, sin Él no se puede hacer, sin Él no se puede vivir; además: Cristo es suficiente, Él basta a nuestra guía suprema, a nuestra sabiduría última, a nuestra salvación eterna. Cristo es la verdadera y única religión, Cristo es la segura revelación de Dios, Cristo es el único puente entre nosotros y el océano de vida que es la Divinidad, la Santísima Trinidad, por la que, queramos o no, hemos sido creados y a la que estamos destinados. Es decir: la meditación sobre Jesús, el Niño de Belén, el obrero de Nazaret, el Maestro de Palestina, el Crucificado del Calvario, el Resucitado de Pascua, se abre ante nosotros como un infinito panorama de verdades vitales y estupendas. San Pablo VI

No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. Benedicto XVI

Quisiera decir a todos insistentemente:  Abrid vuestro corazón a Dios. Dejaos sorprender por Cristo. Dadle el “derecho a hablaros” durante estos días. Abrid las puertas de vuestra libertad a su amor misericordioso. Presentad vuestras alegrías y vuestras penas a Cristo, dejando que él ilumine con su luz vuestra mente y toque con su gracia vuestro corazón. En estos días bendecidos con la alegría y el deseo de compartir, haced la experiencia liberadora de la Iglesia como lugar de la misericordia y de la ternura de Dios para con los hombres. En la Iglesia y mediante la Iglesia llegaréis a Cristo, que os espera.

 

También nosotros hemos venido a Colonia porque hemos sentido en el corazón, si bien de forma diversa, la misma pregunta que inducía a los hombres de Oriente a ponerse en camino. Es cierto que hoy ya no buscamos a un rey; pero estamos preocupados por la situación del mundo y preguntamos:  ¿Dónde encuentro los criterios para mi vida, los criterios para colaborar de modo responsable en la edificación del presente y del futuro de nuestro mundo? ¿De quién puedo fiarme? ¿A quién confiarme? ¿Dónde está el que puede darme la respuesta satisfactoria a los anhelos del corazón?

Plantearse dichas cuestiones significa reconocer, ante todo, que el camino no termina hasta que se ha encontrado a Aquel que tiene el poder de instaurar el Reino universal de justicia y paz, al que los hombres aspiran, aunque no lo sepan construir por sí solos. Hacerse estas preguntas significa además buscar a Alguien que ni se engaña ni puede engañar, y que por eso es capaz de ofrecer una certidumbre tan firme, que merece la pena vivir por ella y, si fuera preciso, también morir por ella.

Hay que saber tomar las decisiones necesarias. Cuando se perfila en el horizonte de la existencia una respuesta como esta, hay que saber tomar las decisiones necesarias. Es como alguien que se encuentra en una bifurcación:  ¿Qué camino tomar? ¿El que sugieren las pasiones o el que indica la estrella que brilla en la conciencia? Los Magos, una vez que oyeron la respuesta “en Belén de Judá, porque así lo ha escrito el profeta” (Mt 2, 5), decidieron continuar el camino y llegar hasta el final, iluminados por esta palabra. Desde Jerusalén fueron a Belén, es decir, desde la palabra que les había indicado dónde estaba el Rey de los judíos que buscaban, hasta el encuentro con aquel Rey, que es al mismo tiempo el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. También a nosotros se nos dice aquella palabra.

Podemos imaginar el asombro de los Magos ante el Niño en pañales. Sólo la fe les permitió reconocer en la figura de aquel niño al Rey que buscaban, al Dios al que la estrella los había guiado. En él, cubriendo el abismo entre lo finito y lo infinito, entre lo visible y lo invisible, el Eterno ha entrado en el tiempo, el Misterio se ha dado a conocer, mostrándose ante nosotros en los frágiles miembros de un niño recién nacido. “Los Magos están asombrados ante lo que allí contemplan:  el cielo en la tierra y la tierra en el cielo; el hombre en Dios y Dios en el hombre; ven encerrado en un pequeñísimo cuerpo aquello que no puede ser contenido en todo el mundo” (san Pedro Crisólogo, Sermón 160, 2). Durante estas jornadas, en este “Año de la Eucaristía”, contemplaremos con el mismo asombro a Cristo presente en el Tabernáculo de la misericordia, en el Sacramento del altar.

Queridos jóvenes, la felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis derecho de saborear, tiene un nombre, un rostro:  el de Jesús de Nazaret, oculto en la Eucaristía. Sólo él da plenitud de vida a la humanidad. Decid, con María, vuestro “sí” al Dios que quiere entregarse a vosotros. Os repito hoy lo que dije al principio de mi pontificado:  “Quien deja entrar a Cristo (en la propia vida) no pierde nada, nada, absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren de par en par las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera”. Estad plenamente convencidos:  Cristo no quita nada de lo que hay de hermoso y grande en vosotros, sino que lleva todo a la perfección para la gloria de Dios, la felicidad de los hombres y la salvación del mundo. Benedicto XVI

Adorar. Son innumerables las invitaciones de san Vicente a cultivar la vida interior y a dedicarse a la oración que purifica y abre el corazón. La oración es esencial para él. Es la brújula de cada día, es como un manual de la vida, es —escribía— «el gran libro del predicador»: Solamente rezando se consigue de Dios el amor que hay que derramar sobre el mundo; solamente rezando se tocan los corazones de la gente cuando se anuncia el Evangelio. (cf. Carta a A. Durand, 1658). Pero para san Vicente la oración no es solo un deber, y mucho menos, un conjunto de fórmulas. La oración es detenerse ante Dios para estar con Él, para dedicarse simplemente a Él. Esta es la oración más pura, la que da espacio al Señor y a su alabanza, y nada más: la adoración.

Una vez descubierta, la adoración se vuelve indispensable, porque es pura intimidad con el Señor, que da paz y alegría, y disuelve las penas de la vida. Por eso, a alguien que estuviera sometido a una presión particular, san Vicente le aconsejaba que estuviera en oración «sin tensión, arrojándose en Dios con miradas simples, sin tratar de tener su presencia con un esfuerzo considerable, sino abandonándose a Él» (Carta a G. Pesnelle, 1659).

Esto es la adoración: ponerse ante el Señor, con respeto, con calma y en silencio, dándole a Él el primer lugar, abandonándose confiados. Para pedirle después que su Espíritu venga a nosotros y dejar que nuestras cosas vayan a Él. Así, también las personas necesitadas, los problemas urgentes, las situaciones difíciles y pesadas entran en la adoración, tanto es así que san Vicente pedía «adorar a Dios» incluso en las razones que son difíciles de comprender y aceptar (cf Carta a F. Get, 1659). El que adora, el que va a la fuente viva del amor solo puede permanecer, por así decirlo «contaminado». Y empieza a comportarse con los demás como el Señor hace con él: se vuelve más misericordioso, más comprensivo, más disponible, supera su rigidez y se abre a los demás. Papa Francisco

El camino exterior de aquellos hombres terminó. Llegaron a la meta. Pero en este punto comienza un nuevo camino para ellos, una peregrinación interior que cambia toda su vida. Porque seguramente se habían imaginado de modo diferente a este Rey recién nacido. Se habían detenido precisamente en Jerusalén para obtener del rey local información sobre el Rey prometido que había nacido. Sabían que el mundo estaba desordenado y por eso estaban inquietos. Estaban convencidos de que Dios existía, y que era un Dios justo y bondadoso. Tal vez habían oído hablar también de las grandes profecías en las que los profetas de Israel habían anunciado un Rey que estaría en íntima armonía con Dios y que, en su nombre y de parte suya, restablecería el orden en el mundo. Se habían puesto en camino para encontrar a este Rey; en lo más hondo de su ser buscaban el derecho, la justicia que debía venir de Dios, y querían servir a ese Rey, postrarse a sus pies, y así servir también ellos a la renovación del mundo. Eran de esas personas que “tienen hambre y sed de justicia” (Mt 5, 6). Un hambre y sed que les llevó a emprender el camino; se hicieron peregrinos para alcanzar la justicia que esperaban de Dios y para ponerse a su servicio.

Aprenden que deben entregarse a sí mismos:  un don menor que este es poco para este Rey. Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia. Ya no se preguntarán:  ¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien:  ¿Cómo puedo contribuir a que Dios esté presente en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse. Al salir de Jerusalén, han de permanecer tras las huellas del verdadero Rey, en el seguimiento de Jesús.

Los Magos que vienen de Oriente son sólo los primeros de una larga lista de hombres y mujeres que en su vida han buscado constantemente con los ojos la estrella de Dios, que han buscado al Dios que está cerca de nosotros, seres humanos, y que nos indica el camino. Es la muchedumbre de los santos -conocidos o desconocidos- mediante los cuales el Señor nos ha abierto a lo largo de la historia el Evangelio, hojeando sus páginas; y lo está haciendo todavía. En sus vidas se revela la riqueza del Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son la estela luminosa que Dios ha dejado en el transcurso de la historia, y sigue dejando aún. Mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, que está aquí con nosotros en este momento, beatificó y canonizó a un gran número de personas, tanto de tiempos recientes como lejanos. Con estos ejemplos quiso demostrarnos cómo se consigue ser cristianos; cómo se logra llevar una vida del modo justo, cómo se vive a la manera de Dios. Los beatos y los santos han sido personas que no han buscado obstinadamente su propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo.

De este modo, nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas. En las vicisitudes de la historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la palabra de Dios al terminar la obra de la creación:  “Y era muy bueno”. Basta pensar en figuras como san Benito, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Carlos Borromeo; en los fundadores de las órdenes religiosas del siglo XIX, que animaron y orientaron el movimiento social; o en los santos de nuestro tiempo:  Maximiliano Kolbe, Edith Stein, madre Teresa, padre Pío. Contemplando estas figuras comprendemos lo que significa “adorar” y lo que quiere decir vivir a medida del Niño de Belén, a medida de Jesucristo y de Dios mismo.

Los santos, como hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora quisiera expresarlo de manera más radical aún:  sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?

“Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron” (Mt 2, 11). Queridos amigos, esta no es una historia lejana, de hace mucho tiempo. Es una presencia. Aquí, en la Hostia consagrada, él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se oculta misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cf. Jn 12, 24). Está presente, como entonces en Belén. Y nos invita a la peregrinación interior que se llama adoración. Pongámonos ahora en camino para esta peregrinación, y pidámosle a él que nos guíe. Benedicto XVI

 

 

 

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