Peticiones del Padrenuestro: como también nosotros perdonamos
“No hay mandamiento que el Señor recuerde tan frecuentemente como este, diciendo así: Si perdonareis vosotros a los hombres sus pecados, también a vosotros os perdonará vuestro Padre, que está en los cielos.
Así, pues, en nuestras manos está el principio y de nosotros depende nuestro propio juicio. Para que nadie, por estúpido que sea, pueda reprocharle nada, ni pequeño ni grande, al ser juzgado, a ti que eres el reo, te haces dueño de la sentencia. “Como tú -te dice- te juzgares a ti mismo, así te juzgaré yo. Si tu perdonares a tu compañero, la misma gracia obtendrás tú de mi”, a pesar de que no hay paridad de un caso a otro. Tú perdonas porque necesitas ser perdonado; Dios te perdona sin necesitar de nada. Tu perdonas a un consiervo tuyo; Dios, a un siervo suyo. Tú, reo de mil crímenes; Dios, absolutamente impecable. Y, sin embargo, también aquí te da una prueba de su amor. Podía Él, en efecto, perdonarte sin eso todas tus culpas, pero quiere además hacerte muchos beneficios, ofreciéndote ocasiones mil de mansedumbre y amor a tus hermanos, desterrando de ti toda ferocidad, apagando tu furor y uniéndote por todos los medios con quien es un miembro tuyo. ¿Qué puedes, en efecto, replicar? ¿Que has sufrido una injusticia de parte de tu prójimo? ¡Claro! Eso es precisamente el pecado, pues si se hubiera portado contigo justamente, no habría pecado que perdonar. Mas tú también acudes a Dios para recibir el perdón, y de pecados sin duda mayores. Y aun antes del perdón, se te hace una gracia no pequeña: se te enseña a tener alma humana, se te instruye en la práctica de la mansedumbre. Y, sobre todo eso, se te reserva una gran recompensa en el cielo, y es que no se te pedirá cuenta alguna de tus propios pecados.
¿Qué castigo, pues, no mereceríamos si, teniendo la salvación en nuestras manos, la desechamos? ¿Cómo mereceremos que se nos escuche en nuestros asuntos, cuando en los que dependen de nosotros no tenemos consideración con nosotros mismos?”