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3. La Palabra del hombre: Señor mío y Dios mío

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LA BELLEZA DE CONTEMPLAR, AMAR Y SEGUIR A CRISTO

APRENDIENDO A REZAR CON LAS PALABRAS DE LA LITURGIA

EL GOZO DE LA PASCUA

TERCERA CHARLA

La Palabra del hombre: Señor mío y Dios mío

 

Te suplico, Jesús, que no recibas como importuna mi importunidad, sino que mires oportuna y misericordiosamente mi necesidad. Pues tú eres mi esperanza, mi refugio, mi misericordia. Ten piedad entonces, ten piedad de mí, y enséñame cómo debo adorarte y cómo puedo amarte. Aunque a causa de los pecados que he cometido no sé cómo debo adorarte y amarte, sin embargo mi deseo es adorarte y amarte.

San Anselmo

¡Oh, qué veloz es la palabra de la sabiduría, y cuando el maestro es Dios, qué pronto se aprende lo que es enseñado!

San León Magno

 

Jesús es un maestro paciente, que se adapta a nuestro lento caminar, a nuestro gradual aprendizaje. En el evangelio encontramos un Jesús maestro “progresivo”, que paulatinamente lleva la luz al discípulo, pasando a través de la oscuridad de las resistencias humanas.

Gianfranco Ravasi

Este discípulo, Tomás, fue el único ausente. A su llegada, él presintió lo que había ocurrido, pero no quiso creer lo que escuchó. El Señor regresa y muestra el costado al discípulo incrédulo para que lo toque, le muestra sus manos y haciéndole ver las cicatrices de sus heridas, sana la herida de su infidelidad. Cosa notable, hermanos carísimos, que el discípulo estuviera ausente para que al regresar dudase, y al dudar, tocase, y al tocar creyese. La divina clemencia admirablemente estableció que el discípulo incrédulo mientras tocaba la herida de la carne de su Maestro, sanase para nosotros la herida de la infidelidad.

El Señor permite que el discípulo dude después de su Resurrección y no lo abandona en su duda, así, el discípulo, después de dudar y de tocar con su mano, deviene testigo verdadero de la Resurrección.

Señor mío y Dios mío. Habla claramente porque la fe es la prueba de las realidades que no se ven. De un hombre mortal afirmó la divinidad que no puede ser vista. Veía a un hombre y confesó que era Dios. Confesando a Jesús como verdadero hombre confesó la divinidad que no podía ver.

Se nos indica que debemos acompañar con nuestras obras nuestra fe. Cree verdaderamente aquél que practica con las obras aquello que cree.

San Gregorio Magno

 

El Evangelio de Juan nos refiere que Jesús se apareció dos veces a los Apóstoles, encerrados en el Cenáculo: la primera, la tarde misma de la Resurrección, y en aquella ocasión no estaba Tomás, quien dijo: si no veo y no toco, no creo. La segunda vez, ocho días después, estaba también Tomás. Y Jesús se dirigió precisamente a él, le invitó a mirar las heridas, a tocarlas; y Tomás exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Entonces Jesús dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto» (v. 29). ¿Y quiénes eran los que habían creído sin ver? Otros discípulos, otros hombres y mujeres de Jerusalén que, aún no habiendo encontrado a Jesús Resucitado, creyeron por el testimonio de los Apóstoles y de las mujeres. Esta es una palabra muy importante sobre la fe; podemos llamarla la bienaventuranza de la fe. Bienaventurados los que no han visto y han creído: ¡ésta es la bienaventuranza de la fe! En todo tiempo y en todo lugar son bienaventurados aquellos que, a través de la Palabra de Dios, proclamada en la Iglesia y testimoniada por los cristianos, creen que Jesucristo es el amor de Dios encarnado, la Misericordia encarnada. ¡Y esto vale para cada uno de nosotros! Francisco, 7 de abril de 2013

 

Tomás fue pronto para la confesión, él, que poco antes, había sido tardo en creer, y en un instante fue curado de su incredulidad. El que acepta lo que no ve y cree que es verdadero lo que el maestro le comunica, este honra con gran fe lo que le es predicado.

San Cirilo de Alejandría

 

Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Tienes al que buscas, ¿y lo ignoras? Posees el verdadero y eterno gozo, ¿y lloras? Tienes dentro de ti a quien buscas afuera. Estás allí fuera, llorando junto al sepulcro. Tu alma es mi sepulcro. No estoy muerto allí, sino que descanso vivo para siempre. Tu alma es mi jardín. Tenías razón cuando creíste que yo era el jardinero. Yo soy el nuevo Adán, yo trabajo y cuido mi paraíso. Tu llanto, tu amor, tu deseo, todo eso es obra mía. Me tienes dentro de ti y lo ignoras, por eso me buscas afuera. He aquí que me apareceré a ti afuera, para conducirte dentro de ti, y para que encuentres dentro de ti al que buscas afuera. María, te conozco por tu nombre, aprende a conocerme por la fe.

Rabbuní, es decir, Maestro. Que es como decir: enséñame a buscarte, enséñame a tocarte y a ungirte.

Tratado Anónimo, siglo XII.

 

Cuando oyes al Señor que dice: «Pedro, ¿me amas?», considera esta pregunta como un espejo y mírate allí.

San Agustín

 

Dejemos que nuestro ánimo medite las palabras del Evangelio y que nuestro espíritu se abra para captar un aspecto que pueda sernos de alimento espiritual. Jesús nos conoce. Piénsese en el prodigio que esto significa. Somos conocidos, llamados uno por uno, por nuestro nombre, por Cristo, y en modo total, es decir, con nuestro ser, nuestra persona, con los dones que Él nos prodiga, nuestros deseos y nuestros destinos. Todo esto está dentro de este libro que contiene las páginas de su bondad infinita. Todos estamos inscritos en la lista de los suyos; cada uno puede encontrarse a sí mismo en el Corazón de Cristo. Deberíamos sentirnos todos llamados por nuestro nombre, es necesario ver en Jesús la guía de nuestros destinos, de nuestra vida entera. Todos debemos decirle: ¡Gracias!

Esto quiere decir una respuesta: amor por amor, y lo que nosotros que pertenecemos a la Iglesia debemos ser: los protegidos por la bondad de Dios, de Cristo. Además indica nuestra capacidad para superar y vencer timideces, ignorancias, dudas, para establecer con Él relaciones directas de íntima conversación y de amor secreto, indisoluble.

Esta, queridos hijos, es la meditación para hoy, para siempre. Nunca deberá tener fin. Pensad en las palabras del Señor que dice de sí: Yo soy el Buen Pastor. ¡Con que caridad infinita las repite a cada uno de nosotros y las confirma con estas otras: Mira que el Buen Pastor ha dado su vida por ti! ¿Y tú? Hijos, a vosotros corresponde la respuesta.

PABLO VI, 28 de abril de 1968.

 

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