Varón de dolores – Beato Angelico






8. Canto de misericordia

Sábado Santo

Pregón Pascual

Alégrense los coros de los ángeles;
Alégrense los ministros del Señor
y por la victoria de tan gran Rey,
resuene la trompeta de la salvación.
Alégrese también la tierra inundada de tanta luz
e iluminada con el esplendor del Rey eterno,
sienta que se ha disipado la oscuridad que tenía encubierto el universo.
Alégrese también nuestra madre la Iglesia,
adornada con el esplendor de tanta luz
y resuene este recinto con las festivas aclamaciones de todo el pueblo.
Por eso, hermanos queridos,
que asistís a la maravillosa claridad de tan santa luz,
unidos conmigo, os ruego que invoquéis
la misericordia del Dios todopoderoso
a fin de que aquel Dios que, no por mis méritos,
se dignó agregarme al número de los levitas,
difundiendo la claridad de su luz,
me conceda pregonar las alabanzas a este Cirio.

Por nuestro Señor Jesucristo, su hijo,
quien vive con Él y reina en la unidad del Espíritu Santo,
Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

El Señor esté con ustedes.
Y con tu espíritu.
Levantemos el corazón.
Lo tenemos levantado hacia el Señor.
Demos gracias al Señor, nuestro Dios.
Es justo y necesario.

En verdad es justo y necesario
aclamar con nuestras voces
y con todo el afecto del corazón
a Dios invisible, el Padre todopoderoso,
y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Porque él ha pagado por nosotros al eterno Padre
la deuda de Adán
y, ha borrado con su sangre inmaculada,
la condena del antiguo pecado.

Porque éstas son las fiestas de Pascua
en las que se inmola el verdadero Cordero,
cuya sangre consagra las puertas de los fieles.

Esta es la noche en que sacaste de Egipto,
a los israelitas, nuestros padres,
y los hiciste pasar a pie el mar Rojo.

Esta es la noche en que la columna de fuego
esclareció las tinieblas del pecado.

Esta es la noche
que a todos los que creen en Cristo, por toda la tierra
los arranca de los vicios del mundo
son arrancados de los vicios del mundo
y de la oscuridad del pecado,
los restituye a la gracia
y los agrega a los santos.

Esta es la noche en que,
rotas las cadenas de la muerte,
Cristo asciende victorioso del abismo.
¿De qué nos serviría haber nacido
si no hubiéramos sido rescatados?

¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!
¡Qué incomparable ternura y caridad!
Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!

Necesario fue el pecado de Adán,
que ha sido borrado por la muerte de Cristo.
¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!

¡Qué noche tan dichosa!
Sólo ella conoció el momento
en que Cristo resucitó del abismo.

Esta es la noche de que estaba escrito:
«Será la noche clara como el día,
la noche iluminada por mi gozo.»
Y así, esta noche santa
ahuyenta los pecados,
lava las culpas,
devuelve la inocencia a los caídos,
la alegría a los tristes,
expulsa el odio,
trae la concordia,
doblega a los potentes.

En esta noche de gracia,
acepta, Padre Santo,
el sacrificio vespertino de esta llama,
que la santa Iglesia te ofrece
en la solemne ofrenda de este cirio,
obra de las abejas.

Sabemos ya lo que anuncia esta columna de fuego,
ardiendo en llama viva para gloria de Dios.
Y aunque distribuye su luz,
no mengua al repartirla,
porque se alimenta de cera fundida,
que elaboró la abeja fecunda
para hacer esta lámpara preciosa.

¡Qué noche tan dichosa
en que se une el cielo con la tierra,
lo humano con lo divino!

Te rogamos, Señor, que este cirio,
consagrado a tu nombre,
para destruir la oscuridad de esta noche,
arda sin apagarse
y, aceptado como perfume,
se asocie a las lumbreras del cielo.
Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo,
ese lucero que no conoce ocaso
Jesucristo, tu Hijo,
que, volviendo del abismo,
resplandece sereno para el linaje humano,
y vive y reina por los siglos de los siglos.

Amén.

 

 

En la oración de la Iglesia, la liturgia de los tres días santos ha sido estudiada con gran cuidado: la Iglesia quiere introducirnos con su oración en la realidad de la pasión del Señor y conducirnos a través de las palabras al centro espiritual del acontecimiento. Cuando intentamos sintetizar las oraciones litúrgicas del Sábado Santo nos impresiona, ante todo, la profunda paz que respiran. Cristo se ha ocultado, pero a través de estas tinieblas impenetrables se ha convertido también en nuestra salvación; ahora se realizan las escuetas palabras del salmista: “Aunque bajase hasta los infiernos, allí estás Tú”. En esta liturgia ocurre que, cuanto más avanza, comienzan a lucir en ella, como en la alborada, las primeras luces de la mañana de pascua. Si el Viernes Santo nos ponía ante los ojos la imagen desfigurada del traspasado, la liturgia del Sábado Santo nos recuerda, más bien, a los crucifijos de la antigua Iglesia: la cruz rodeada de rayos luminosos, que es una señal tanto de la muerte como de la resurrección. De este modo, el Sábado Santo puede mostrarnos un aspecto de la piedad cristiana que, al correr de los siglos, quizás haya ido perdiendo fuerza. Cuando oramos mirando al crucifijo vemos en él la mayoría de las veces una referencia a la pasión histórica del Señor sobre el Gólgota. Pero el origen de la devoción a la cruz es distinto; los cristianos oraban vueltos hacia oriente, indicando su esperanza de que Cristo, sol verdadero, aparecería sobre la historia; es decir: expresando su fe en la vuelta del Señor. La cruz está estrechamente ligada, al principio, con esta orientación de la oración, representa la insignia que será entregada al rey cuando llegue; en el crucifijo alcanza su punto culminante la oración. Así pues, para la cristiandad primitiva la cruz era, ante todo, signo de la esperanza, no tanto vuelta al pasado cuanto proyección hacia el Señor que viene.

El espíritu de esperanza que respiran las oraciones del Sábado Santo deberían penetrar de nuevo todo nuestro cristianismo. El cristianismo no es una mera religión del pasado, sino también del futuro; su fe es, al mismo tiempo, esperanza, porque Cristo no es solamente el muerto y resucitado, sino también el que ha de venir.

Señor, haz que este misterio de esperanza brille en nuestros corazones, haznos conocer la luz que brota de tu cruz, haz que como cristianos marchemos hacia el futuro, al encuentro del día en que aparezcas.

Joseph Ratzinger

 

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