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¡Señor mío y Dios mío!

Textos comentados en la cuarta charla del Tiempo Pascual

¡Señor mío y Dios mío!

 

El bautismo es el sacramento de la fe. La fe que se requiere para el bautismo no es una fe perfecta y madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse. Al catecúmeno o a su padrino se le pregunta: ‘¿Qué pides a la Iglesia de Dios?’ Y él responde: ‘¡La fe!’ (Catecismo de la Iglesia, Nº 1253).

 

En todos los bautizados, la fe debe crecer después del bautismo. Por eso la Iglesia celebra cada año en la noche pascual la renovación de las promesas bautismales. La preparación al bautismo sólo conduce al umbral de la vida nueva. El bautismo es la fuente de la nueva vida en Cristo, de la cual brota la vida cristiana. (ídem, Nº 1254)

 

En el bautismo, la Santísima Trinidad da al bautizado la gracia santificante (la gracia que nos hace santos) que:

  • la hace capaz de creer en Dios , de esperar en Él y de amarlo
  • le concede poder vivir y obrar bajo la moción del Espíritu Santo
  • le permite crecer en el bien (ídem, Nº 1266)

 

Si algo puedes, ayúdanos, compadécete de nosotros. Y Jesús le dijo: ¡qué es eso de ‘si puedes’! ¡Todo es posible para quien cree! Y el padre del muchacho gritó: ¡Creo, ayuda a mi poca fe! (Mc 9,22-24).

 

Señor, no sabemos a dónde vas ¿cómo vamos a saber el camino?  Le dice Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,5-6).

 

Misericordia, Dios mío, que me hostigan, me atacan y me acosan todo el día; todo el día me hostigan mis enemigos, me atacan en masa. Levántame en el día terrible, yo confío en ti. Que retrocedan mis enemigos cuando te invoco, y así sabré que eres mi Dios (salmo 55).

 

Señor, escucha mi oración, tú que eres fiel, atiende a mi súplica; tú que eres justo, escúchame. El enemigo me persigue a muerte, empuja mi vida al sepulcro, me confina a las tinieblas como a los muertos ya olvidados. Mi aliento desfallece, mi corazón dentro de mi está yerto. Recuerdo los tiempos antiguos, medito todas tus acciones, considero las obras de tus manos y extiendo mis brazos hacia ti: tengo sed de ti como tierra reseca. Escúchame enseguida, Señor, que me falta el aliento. No me escondas tu rostro, igual que los que bajan a la fosa. En la mañana hazme escuchar tu gracia, ya que confío en ti. Indícame el camino que he de seguir pues levanto mi alma a ti. Líbrame del enemigo, Señor, que me refugio en ti. Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios. Tú espíritu que es bueno me guíe por tierra llana. Por tu nombre, Señor, consérvame vivo, por tu clemencia, sácame de la angustia; por tu gracia, destruye a mis enemigos, aniquila a todos los que me acosan, que siervo tuyo soy (salmo 142).

 

Redescubrir el camino de la fe para avivar cada vez más la alegría y el entusiasmo por Jesucristo (Benedicto XVI).

 

Es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida (Papa Francisco).

 

Deseo hablarles de la luz de la fe para que crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse en estrella que muestra el horizonte de nuestro camino en un tiempo en el que el hombre tiene especialmente necesidad de luz (Papa Francisco).

 

Simón, he rogado por ti para que tu fe no se apague, no muera (Lc 22,32).

 

Yahve dijo a Abram: sal de tu tierra y tu patria, la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. Marchó, pues, Abram, como se lo había dicho Dios (Gn 12).

 

Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió sin saber a dónde iba.

 

La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre (Papa Francisco).

 

La fe ve en la medida en que camina (ídem).

 

No temas, Abraham, yo soy para ti un escudo. Tu premio será muy grande. Y Abraham le dijo: Mi Señor Yahve, ¿qué me vas a dar si me voy sin hijos? No me has dado descendencia y un criado de mi casa me va a heredar. Mas he aquí que la palabra de Yahve le dijo: No te heredará ese, sino que te heredará uno que saldrá de tus entrañas. Y sacándolo fuera  (otra vez fuera, como la primera vez: sal fuera), le dijo: Mira el cielo y cuenta las estrellas, si puedes contarlas. Así será tu descendencia. Y Abraham creyó en Yahve (Gn 15).

 

Abraham se echó a reír y diciendo en su interior: ¿a un hombre de 100 años va a nacerle un hijo? ¿y Sara, a sus 90 años, va a dar a luz? (Gn 17).

 

Abraham no vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor – tenía unos cien años – y el seno de Sara, igualmente estéril. Por el contrario, ante la promesa divina, no cedió a la duda con incredulidad; mas bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido (Rom 4,19-21).

 

Señor, yo creo. Quiero creer en Ti.

Señor, haz que mi fe sea plena, sin reservas y que penetre en mi pensamiento, en mi modo de juzgar las realidades divinas y las cosas humanas.

Señor, haz que mi fe sea libre, es decir, que cuente con el auxilio personal de mi adhesión, que acepte las renuncias y obligaciones que trae aparejadas. Señor, yo creo en Ti.

Señor, haz que mi fe sea segura. Segura por la coherencia exterior en las pruebas y por el testimonio interior del Espíritu Santo. segura por la luz que conforta, por su consecuencia que da paz.

Señor, haz que mi fe sea fuerte. Que no tema las contrariedades de los problemas de los que está llena nuestra vida ansiosa de luz. Que resista al cansancio de la crítica.

Señor, haz que mi fe sea alegre, para que infunda paz y gozo a mi espíritu y lo haga capaz de rezar a Dios y de conversar con los hombres.

Señor, haz que mi fe sea humilde. Que no pretenda apoyarse en la experiencia de mis ideas y sentimientos (San Pablo VI).

 

Glorioso apóstol Tomás, a ti se dirigen ahora las almas de los fieles, a fin de que los acerques a Cristo. Tenemos necesidad ante todo de una luz que nos conduzca hasta él. Esta luz es la fe. Implora para nosotros esta fe. Ruega para que el Señor se digne sostener nuestra debilidad. Oh santo apóstol, no es la clara visión lo que pedimos, sino la fe simple y dócil, pues Aquel que viene también para nosotros te ha dicho: felices los que no han visto y sin embargo han creído. Queremos ser contados entre ellos. Obtén para nosotros esta fe que pertenece al corazón y a la voluntad, a fin de que en su presencia, también nosotros podamos exclamar: Señor mío y Dios mío (himno de la liturgia griega dedicado a Santo Tomás).

 

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