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Salmo del atardecer: Señor, no abandones la obra de tus manos (Sal 137)

LOS SALMOS QUE ACOMPAÑANA LAS HORAS DEL DÍA

Salmo del atardecer:

Señor, no abandones la obra de tus manos (sal 137)

Abordaremos hoy uno de los salmos del atardecer, de la Hora de Vísperas; hora por excelencia de acción de gracias. Al llegar al final de la jornada, al término de nuestros quehaceres diarios, hacemos un alto para poner todo el día transcurrido en las manos de Dios y darle gracias porque nunca abandona la obra de sus manos. Esta súplica que elegimos como título de la charla está tomada del salmo 137, uno de los salmos de acción de gracias más preciosos que integran el repertorio de Vísperas.

El salmista comienza su oración dando gracias a Dios: “Te doy gracias, Señor, de todo corazón”. Estas primeras palabras, que aquí traducimos por “Te doy gracias”, abarcan mucho más que un simple agradecimiento. La palabra que está detrás de esta traducción es “Confitebor”, que significa: confesar, declarar, reconocer, manifestar, demostrar. Y “de todo corazón” es una expresión muy bíblica, que no se refiere a un mero sentimiento, al afecto. Su sentido más profundo y real lo encontramos en el libro del Deuteronomio cuando Moisés dice al pueblo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas” (Deut 6,4). Es como si después de “corazón” hubiera dos puntos o “es decir”, y el sentido sería: “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, es decir: con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu ser”. Aquí en nuestro salmo es lo mismo. Decir: Te doy gracias de todo corazón, equivaldría a decir: Te doy gracias, Señor, con toda el alma, con todas las fuerzas, con todo el ser, con toda la vida; confieso, muestro con la vida, la grandeza de tu don.

El salmista se detiene después en la causa de su acción de gracias diciendo: “por tu misericordia y tu lealtad, por tu promesa, porque cuando te invoqué me escuchaste y aumentaste la fuerza de mi alma”. La acción de gracias brota del obrar de Dios en la vida, se desprende de una existencia no centrada en sí misma sino abierta a la contemplación del actuar de Dios. Lo que cuenta es lo que Dios hace, en mi, en la historia, en el otro, en el mundo. Detengámonos en cada uno de los motivos expuestos por el salmista: misericordia, lealtad, promesa, escucha.

Misericordia. La palabra misericordia está compuesta por dos palabras: miser y corde; miser significa miseria; cor: corazón. La traducción exacta sería: poner el corazón en la miseria. Cada vez que Dios tiene misericordia con el hombre, pone su corazón en su miseria, en aquello en que ningún hombre sería capaz de ponerlo. El salmista canta de alegría porque su miseria, su falta, su debilidad, su pecado, fue tocado y sanado por el Señor. Llegar al atardecer así, con esta experiencia y esta certeza, llena de paz el alma y lo único que brota es un canto de agradecimiento, una necesidad de responder con la vida a tanto don recibido.

Lealtad. En latín dice: “veritatem”, verdad. Nuestras Biblias suelen traducir por lealtad. Y está bien así, porque lo propio de la verdad es permanecer siempre en sí misma. En el lenguaje bíblico, la verdad es sinónimo de solidez, seguridad; es la cualidad propia de lo que es estable, probado, algo en lo que uno se puede apoyar. Cuando se aplica a Dios o a seres humanos, se traduce por lealtad o fidelidad. Los salmos apelan constantemente a esta lealtad de Dios: “Tú, el Dios leal, me librarás” (sal 30,6); “Dios clemente y leal, mírame, ten compasión de mi” (sal 85); En el salmo 88 es Dios mismo quien dice: “Si abandonan mi ley y no cumplen mis mandamientos los corregiré… pero no les retiraré mi amor, en mi lealtad no fallaré”.

Promesa. El salmo dice: “Tu promesa supera a tu fama”. La promesa de Dios es más grande que su fama. ¿Hay alguien más famoso que Dios? Es el único cuyo nombre existe desde antes de la creación del mundo y permanece para siempre. En la Biblia, la fama de Dios es el conjunto de las intervenciones de Dios en favor de su pueblo, su amor grande demostrado a lo largo de los siglos. Los profetas cantan la fama de Dios diciendo: “Oh Dios, he oído tu fama, me ha impresionado tu obra. En medio de los años, hazla revivir, dala a conocer: acuérdate de tener misericordia” (Habacuc 3,2). ¡Cuánto bien nos haría pedirle a Dios con la misma familiaridad del profeta que haga revivir en nuestros días, en nuestra vida, su fama, las obras buenas realizadas en nuestro favor, su amor, su misericordia. Pero el salmista le dice a Dios que su promesa es más grande que su fama. La fama sería lo que el hombre cuenta y recuerda de las acciones de Dios, y la promesa es la misma palabra de Dios. Siempre que en la Biblia aparece “promesa” hace alusión a lo que Dios dice. Todo lo que Dios dice es promesa para nosotros. Desde la primera página de la Biblia, Dios nos prometió, después del pecado, la salvación. Y cumplió su promesa enviando a su Hijo y resucitándolo por nuestra salvación. Dios mantuvo su palabra y la seguirá manteniendo, a pesar de nuestras infidelidades. En uno de los salmos nos dice: “no cambiaré mi promesa” (sal 88).

Escucha. “Cuando te invoqué me escuchaste”. Dios ya lo había prometido por medio del profeta: “Clamarás y el Señor te responderá, pedirás socorro y dirá: Aquí estoy”  y también: “Antes que me llamen, yo responderé y los escucharé” (Isaías 58,9 y 65,24). Si tuviéramos esto más presente a lo largo del día, qué distinta sería la jornada. En la oración está nuestra fuerza. Por eso dice: “cuando te invoqué aumentaste la fuerza de mi alma”. No nos cansemos de invocar al Señor para poder reconocer al final día sus beneficios. Un autor antiguo, anónimo, que conocía los salmos y sabía descubrir en ellos la importancia de la oración decía: Oh hombre, aquel que te ha redimir, aquel que quiso crearte, no quiere que ceses de orar, no quiere que desistas a veces de suplicar. Quiere que tú adquieras sus beneficios mientras pides. Quiere que orando recibas lo que su bondad desea otorgarte. El Señor busca ocasiones de dar, busca los medios de hacer llegar dones a los hombres que ama. Orar es conversar con Dios. Conversar con Dios porque aun si él calla en cuanto a sus palabras, responde por sus beneficios. Mientras tú estás triste, él se alegra. Mientras tú sufres, él se regocija. Escucha con agrado lo que le expones con tristeza, y en su clemencia realiza lo que le pides con lágrimas. No desprecia tus pedidos. Solo tu silencio le resulta gravoso. Se regocija, en efecto, por tus lágrimas, porque así encuentra en ti algo que merece recompensa. La oración hace presente a Dios, porque, cuando oramos, no es posible que nos falte aquel que nos enseñó a orar. ¿Ha de negar su auxilio a nuestras oraciones, él que nos ha inspirado el deseo de orar?

La oración es propia del humilde, por eso el salmista continúa diciendo: El Señor se fija en el humilde y de lejos conoce al soberbio”. Da gracias a Dios porque se fija en el humilde. El que reza reconoce que debe recurrir a un Dios que es grande, que tiene poder para cambiar mi situación, para transformar el mal en bien, para perdonar y derramar su misericordia. San Agustín pensando en esta humildad, decía: “Feliz aquel a quien Dios le muestra su misericordia. Aquel a quien Dios muestra su misericordia no puede ensoberbecerse. Pues mostrándole su misericordia, lo persuade de que todo lo bueno que tiene el hombre, no lo tiene sino por aquel que es nuestro sumo bien. Y cuando el hombre ve que todo el bien que tiene no lo tiene por sí mismo, sino por su Dios, advierte que todo lo que en él es alabado procede de la misericordia de Dios, no de sus propios méritos; y viendo estas cosas, no se ensoberbece; al no ensoberbecerse, no se jacta; al no jactarse, no cae; al no caer, se mantiene firme; manteniéndose firme, se adhiere; adhiriéndose, permanece; permaneciendo, goza y se alegra en el Señor su Dios”.

La oración nos ayuda a reconocer el paso de Dios en nuestro día; nos hace más sensibles a su presencia; nos ayuda a ver su mano poderosa. El salmista lo expresa claramente al decir: “Cuando camino en medio de angustias, cuando camino entre peligros, me conservas la vida; extiendes tu mano y ella me salva”. Por eso da gracias. Porque supo reconocer la mano de Dios en las angustias, en los peligros. Tenía dentro de su alma la palabra que el Señor había pronunciado por boca de Isaías: “Yo habito en lo excelso y sagrado, y estoy también con el humillado y abatido, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados” (Is 57,15). En otro salmo, el salmista dice: “alabemos a nuestro Dios, démosle gracias porque él nos ha devuelto la vida, y no dejó que tropezaran nuestros pies… Vengan a escuchar, les contaré lo que Dios hizo conmigo: a él gritó mi boca y él atendió a mi voz suplicante.” (salmo 65). ¡Si nuestra vida fuera esto, si nuestro día fuera un contar que Dios escucha siempre la voz suplicante!

El salmista acaba plenamente pacificado en las manos de Dios. Todo el día queda envuelto en esta atmósfera de paz, la paz de saber que Dios se ocupará, que él completará lo que nuestra debilidad y nuestros mismos pecados no pudieron alcanzar. Dios lo hará. El verbo que utiliza es “perfeccionar”, Dios perfeccionará su obra en mi, la llevará hasta el fin. Y por eso termina con esta invocación humilde y confiada: “Señor, no abandones la obra de tus manos”. San Agustín, comentando este versículo final dice: “No digo: Señor, no abandones las obras de mis manos; no me glorío de mis obras, pues temo que al examinarlas encuentres más pecados que méritos. Sólo digo esto, sólo deseo pedir esto: No abandones la obra de tus manos. Ve en mí tu obra, no la mía; porque si atiendes a la mía, me condenarás; pero, si ves la tuya, la coronarás. Cualquiera obra buena que tenga, la tengo por ti, por eso es más bien tuya que mía. ¡Oh Señor, no abandones la obra de tus manos!”.

Y para concluir, estas bellísimas palabras de Benedicto XVI que al rezar este este versículo, “Señor no abandones la obra de tus manos, decía:  “También nosotros debemos vivir siempre con esta confianza, con esta certeza en la bondad de Dios. debemos tener la seguridad de que, por más pesadas y tempestuosas que sean las pruebas que debamos afrontar, nunca estaremos abandonados a nosotros mismos, nunca caeremos fuera de las manos del Señor, las manos que nos han creado y que ahora nos siguen en el camino de la vida”.

 

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