SANTA ROSA DE LIMA
Se celebra el 30 de agosto
De las Homilías de Joseph Ratzinger, cardenal
(Homilía en el Santuario de santa Rosa de Lima, 19 de julio de 1986)
Rosa de Lima, cuyo nombre de bautismo era Isabel, fue llamada Rosa primero por una india que trabajaba en casa de sus padres. Aquella mujer sencilla condensó en este apelativo su conocimiento y su experiencia de Isabel. Entre las flores, la rosa es considerada como la reina, y por ello como la síntesis de todas las bellezas de la creación divina.
Seguramente, aquella mujer india, cuyo nombre nos es desconocido, cambió el de Isabel por el de Rosa impresionada por la belleza de la niña, y ciertamente no solo por la belleza exterior y corporal. A semejanza de la rosa, que a su apariencia de hermosura añade con su aroma la irradiación de una belleza interior, la niña debió dejar trascender en su belleza exterior lo hermoso que había dentro de ella. Podemos suponer que la mujer no habría decidido aplicarle aquel nombre, por cariño y como señal de deferencia, si la niña no hubiera exhalado un algo de cálido y amable, un aroma de bondad.
Entre Isabel y la india existió, sin duda alguna, un afecto permanente, que habría de comprobarse cuando la primera, al recibir su Confirmación de manos del obispo santo Toribio de Mogrovejo, adoptó de allí en adelante el nombre de Rosa. Y este nombre va a ser el que la Iglesia, al pronunciar la fórmula de su canonización, consagre para siempre como un signo profético, al que asocia las hermosas palabras de san Pablo cuando dice de sí mismo que es el cauce por el que Dios difunde por doquier, como un aroma, el conocimiento de Jesucristo: por nosotros –afirma textualmente– manifiesta en todas partes el buen olor de Cristo entre los que se salvan. Aquello que el Apóstol de los gentiles decía de sus labores, aparece nuevamente en esa pequeña rosa de un país de Sudamérica: Isabel de Flores. En efecto, como Rosa de Lima, extenderá ella por doquier el perfume del conocimiento de Jesucristo.
Aquel amable sobrenombre, que una niña recibiera de una mujer desconocida, fue como una profecía; y por ello esa mujer, cuyo nombre ignoramos, habría de quedar unida a Rosa para siempre. Formarían entre las dos una señal de la singularidad y la misión de su país: la conjunción entre la herencia de los indios y la europea como nuevo fenómeno de la fe. En esta síntesis radica el buen olor de Cristo que emanaría de Rosa.
Es admirable que se haya tributado a esta mujer, que nunca salió de Lima, el mismo encomio merecido por el Apóstol de los gentiles, que tan infatigablemente recorriera todo el mundo conocido en su tiempo. Si el Apóstol difundió el aroma de Jesucristo con su predicación y su incesante actividad, haciendo cosas y sufriendo, santa Rosa de Lima haría lo mismo, y sin interrupción hasta hoy, simplemente por el hecho de existir. De su figura límpida y modesta se ha esparcido en el curso de los siglos, sin palabras, el buen olor de Cristo con una fuerza superior a la de los escritos y los grabados. Por ello es una maestra consumada de la vida espiritual, cuyas palabras están repletas de palpitante intimidad con Jesucristo crucificado, a quien se ha unido en sus propios padecimientos.