Con perseverancia y sin desfallecer.
CON PERSEVERANCIA y SIN DESFALLECER:
“¡Pedid y se os dará”
El título de la charla de hoy nos dice que debemos orar con perseverancia y sin desfallecer. Invocar a Dios, suplicarle que venga. Y esto nos lo enseñan especialmente los salmos.
Las monjas y todos los consagrados – y hoy también algunos laicos – que todos los días rezamos el Oficio Divino, lo primero que hacemos es pedirle a Dios que venga, con palabras tomadas del salmo 69: “Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme”.
San Juan Casiano, un Padre monástico, reflexionando sobre este versículo escribía: “Si desean que el recuerdo deDios permanezca sin cesar en ustedes, deben proponer continuamente a su pensamiento esta fórmula de piedad: Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme. Este corto versículo expresa todos los sentimienos que puede experimentar la naturaleza humana. Contiene la invocación dirigida a Dios en todos los peligros; contiene la consideración de nuestra fragilidad, la seguridad de ser atendidos y la confianza en una defensa siempre pronta a socorrernos. Pues quien invoca sin cesar a su protector, está seguro de que él está siempre presente. Es la voz del amor y de la caridad ferviente, es el grito del alma que percibe las acechanzas que la rodean, y temiendo a los enemigos que la asedian día y noche, confiesa que no puede librarse de ellos sin auxilio de Aquel a quien invoca. Estas palabras son un remedio saludable, ya que nos muestran que aquel a quien invocamos está siempre atento a nuestros combates y no se aleja nunca de quienes le suplican. Este versículo es útil en cualquier circunstancia y necesario para todos y cada uno de nosotros. Porque el que desea ser ayudado siempe y en toda circunstancia manifiesta que necesita el auxilio de Dios no sólo en las cosas duras y tristes, sino también de igual manera en las prósperas y alegres, pues el mismo Dios que nos libera en la adversidad nos hace permanecer en las alegrías. Sea pues este versículo nuestra constante oración: en la adversidad, para vernos libres de ella; en la prosperidad, para mantenernos firmes y precavidos contra la soberbia. Sí, que esta sea la ocupación constante de tu corazón: en el trabjao, en los quehaceres o de camino no dejes de repetirlo. Este pensamiento se convertirá para ti en una fórmula de salvación, que no sólo te guardará de todos los ataques de los demonios, sino que te purificará de todos los vicios. Que el sueño cierre tus ojos pronunciando estas palabras”.
Jesús nos dice en el evangelio: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez, le de una víbora? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (Mt 7, 7-11).
¿Cómo Dios no nos va a escuchar cuando lo que pedimos es que venga él mismo? Pedimos al mismo Dios que venga, pues sabemos que si él viene, junto con él nos vienen todos los bienes.
Los salmos son maestros para enseñarnos a pedir y para enseñarnos cómo estar en la presencia de Dios.
Salmos 68:“Dios mío sálvame, que me llega el agua al cuello; me estoy hundiendo en un cieno profundo y no puedo hacer pie; he entrado en la hondura del agua, me arrastra la corriente. Estoy agotado de gritar, tengo ronca la garganta; se me nublan los ojos de tanto aguardar a mi Dios. Respóndeme con la bondad de tu gracia. Por tu gran compasión vuévete hacia mí; no escondas tu rostro a tu siervo; estoy en peligro, respóndeme enseguida”.
Salmo 24: “A ti, Señor, levanto mi alma. Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado, que no triunfen de mi mis enemigos. Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador. Y todo el día te estoy esperando”.
Salmo 26: “Escúchame, Señor, que te llamo, ten piedad, respóndeme. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro”.
Salmo 27: “A ti, Señor, te invoco, no seas sordo a mi voz”.
Salmo 30: “A ti me acojo; no quede yo nunca defraudado. Inclina tu oído hacia mi. Ven a prisa a librarme, ponme a salvo. Señor, que no me avergüence de haberte invocado. Y termina diciendo: Tú escuchaste mi voz suplicante cuando yo te gritaba”.
El poder de la oración: poder llamarlo a Dios a cada instante, poder invocar su nombre:
“El hombre que habla con Dios y sabe dialogar con él, llega a ser como un ángel sobre la tierra; su pensamiento está en las alturas, se eleva de la tierra al cielo y desprecia las cosas de aquí abajo. Un hombre así se acerca al trono mismo de Dios, aunque sea pobre, esclavo, de condición humilde o ignorante. Dios no busca la elocuencia del lenguaje ni la armonía de los discursos, sino la belleza del alma; y si esta le habla con palabras que le agradan, obtiene el pleno cumplimiento de sus deseos. ¿Ves, por tanto, cómo la oración es algo fácil? Cuando se quiere obtener algún favor de los hombres es necesario estar dotado de la elocuencia del discurso, halagar a quienes están alrededor del príncipe y recurrir a otros muchos medios para hacerse agradable. Cuando Dios parece lejano, somos nosotros la causa de esta lejanía, pues él está siempre cerca. Aquí no hay nadie que te diga: ‘Ahora no puedes ser recibido en audiencia, regresa más tarde’. En cualquier momento que te acerques, Dios está dispuesto a escucharte. Sea la hora de la comida o de la cena, sea incluso medianoche, en la plaza, por los caminos, en tu lecho, invoca a Dios como conviene y obtendrás infaliblemente cuanto le pidas” (san Juan Crisóstomo).
Es verdad que a veces tenemos la sensación de que Dios no nos escucha o que nos hace esperar demasiado. Sufrimos por la paciencia de Dios. sufrimos de que Dios demore tanto:
“¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro? ¿Hasta cuándo he de estar preocupado, con el corazón apenado todo el día? ¿Hasta cuándo va a triunfar mi enemigo? Atiende y respóndeme, Señor Dios mío, da luz a mis ojos, para que no me duerma en la muerte, para que mi enemigo no diga: ‘Lo he podido’, ni mi adversario se alegre de mi fracaso” (sal 12).
“Mi alma está totalmente desmoronada, y tú, Señor ¿hasta cuándo?” (sal 6,4).
“¿Es que el Señor nos rechaza para siempre y ya no volverá a favorecernos? ¿Se ha agotado ya su misericordia, se ha terminado para siempre su promesa? ¿Es que Dios se ha olvidado de su bondad?” (sal 76,8 ss).
“¿Hasta cuándo, Señor, estarás escondido? ¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia?”(sal 88,47).
Dios demora la respuesta para que crezca el deseo y la súplica se vuelva más intensa:
“En primer momento Jesús pareció diferir la gracia que le imploraba, pero en realidad él deseaba coronar su perseverancia de una manera más admirable y hacer que su súplica fuera más intensa” (San Juan Crisóstomo).
Todo el evangelio es una escuela de oración donde en la que se aprende a pedir. De ello nos dan cuenta los milagros:
Mc 5,21 ss: la curación de la hemorroísa y la hija de Jairo
Mc 9,14 ss: la curación del endemoniado epiléptico con la oración de su padre: “Señor, creo, pero ayuda a mi poca fe”.
Mc 10,46 ss: la curación del ciego de Jericó.
“Dispongámonos cuidadosamente a orar a Dios y aprendamos cómo dirigirle nuestra plegaria. No es necesario acudir a escuelas especiales, emplear grande sumas, contratar maestros, oradores o filósofos. Tampoco es necesario ocupar mucho tiempo en aprender las reglas de este arte; por el contrario, basta tan solo desearlo y lo conseguirás. Acércate a Dios con una mente sobria, con un corazón contrito y con los ojos bañados en lágrimas; no implores nada mundano, no anheles sino las realidades de la vida futura. Que los bienes espirituales sean el único objeto de tu oración; no pidas a Dios venganza contra tus enemigos, olvida las injurias con que te han ofendido. Que no salgan de tu boca palabras inconvenientes, no tengas ningún trato con el enemigo común del género humanos, es decir, con el diablo. Así serás escuchado” (San Juan Crisóstomo).
Sin la oración diaria vivida con fidelidad, nuestra actividad se vacía, pierde el alma profunda, se reduce a un simple activismo que, al final, deja insatisfechos. Hay una hermosa invocación de la tradición cristiana que se reza antes de cualquier actividad y dice así: «Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que todo nuestro hablar y actuar tenga en ti su inicio y su fin». Cada paso de nuestra vida, cada acción, también de la Iglesia, se debe hacer ante Dios, a la luz de su Palabra ( Benedicto XVI).
“Si los pulmones de la oración y de la Palabra de Dios no alimentan la respiración de nuestra vida espiritual, corremos el peligro de asfixiarnos en medio de los mil afanes de cada día: la oración es la respiración del alma y de la vida” ( Benedicto XVI).