Pentecostés
Pentecostés —plenitud del Misterio pascual— señala el momento de «la manifestación» de la Iglesia «por la efusión del Espíritu Santo» y el comienzo de «la misión» de la Iglesia como «sacramento universal de salvación». Con hermosísima frase, Pablo VI lo define como «la Navidad histórica de la Iglesia». El concilio nos describe estas cinco etapas de la Iglesia: «fue ya prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza, constituida en los últimos tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu Santo y se perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos» (LG 2).
El «acontecimiento» de Pentecostés es incesantemente nuevo en la Iglesia. Cristo, glorificado a la derecha del Padre, sigue enviando a su Espíritu vivificador sobre la Iglesia y el mundo. Pero hay momentos especiales en la historia de una particular efusión del Espíritu; tales, por ejemplo, un concilio, un año santo, un sínodo. El Año Santo —renovación interior y reconciliación— está puesto bajo el signo del Espíritu; Espíritu de novedad pascual y de comunión, de gracia y de fraternidad, de santidad y de paz.
El momento privilegiado que nos toca vivir —momento lleno de cruces y sufrimientos, pero también de posibilidades y esperanzas— es, además, un momento particular del Espíritu Santo. Esto nos exige, más que nunca, una plena y humilde disponibilidad a la acción del Espíritu Santo: a su luz, a su fuerza, a su comunión, a su fuego. Me gusta subrayar el simbolismo con que el Espíritu se manifiesta en Pentecostés: el viento, el fuego, las lenguas. Es todo un simbolismo misionero: interiormente quemados y transformados por el fuego del Espíritu, los apóstoles serán impulsados por el viento del mismo Espíritu a llevar a todo el mundo la Alegre Noticia de Jesús, proclamando en las diferentes lenguas de los hombres las invariables e incesantes maravillas de Dios.
También nosotros hemos sido elegidos, consagrados y enviados para anunciar a Jesús en este momento privilegiado de una Iglesia misionera, profética, evangelizadora. Nos toca hablar a los hombres de hoy de las invariables maravillas de Dios. Nos toca ser testigos del Resucitado, presencia del Invisible. Esto nos exige «llenarnos del Espíritu Santo», que nos dará una doble fidelidad: a la totalidad de la Palabra de Dios (sin recortarla, sin disminuirla) y a las expectativas crecientes y justas de los hombres de hoy (capacidad para comprenderlos, para entender su mentalidad y sus problemas, para asumir evangélicamente sus diferentes culturas). La Palabra de Cristo es una sola, inmutable y divina: «Mi doctrina no es mía, sino del Padre que me envió». Pero tiene que ser expresada en el lenguaje nuevo y diverso de los hombres.