Santa María, Madre de Dios

¿Cuál es la raíz de la paz? ¿Cómo podemos sentir la paz en nosotros, a pesar de los problemas, las oscuridades, las angustias? La respuesta la tenemos en las lecturas de la liturgia de hoy, que nos proponen con-templar la paz interior de María, la Madre de Jesús. A ella, durante los días en los que “dio a luz a su hijo primogénito” (Lc 2,7), le sucedieron muchos acontecimientos imprevistos: no solo el nacimiento del Hijo, sino que antes un extenuante viaje desde Nazaret a Belén, el no encontrar sitio en la posada, la búsqueda de un refugio para la no-che; y después el canto de los ángeles, la visita inesperada de los pastores. En todo esto, sin embargo, María no pierde la calma, no se inquieta, no se siente aturdida por los sucesos que la superan; simplemente considera en silencio cuanto sucede, lo custodia en su memoria y en su corazón, reflexionando sobre eso con calma y serenidad. Es esta la paz interior que nos gustaría tener en medio de los acontecimientos a veces turbulentos y confusos de la historia, acontecimientos cuyo sentido no captamos con frecuencia y nos desconciertan.

No hay nada que pueda quitar a los creyentes esta paz, ni siquiera las dificultades y sufrimientos de la vida. En efecto, los sufrimientos, las pruebas y las oscuridades no debilitan sino que fortalecen nuestra esperanza, una esperanza que no defrauda porque “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5).

Que la Virgen María, a la que hoy veneramos con el título de Madre de Dios, nos ayude a contemplar el rostro de Jesús, Príncipe de la Paz. Que nos sostenga y acompañe en este año nuevo; que obtenga para nosotros y el mundo entero el don de la paz.

BENEDICTO XVI

 

Oración Colecta: Dios nuestro, que por la fecunda virginidad de María otorgaste a los hombres la salvación eterna, concédenos experimentar la intercesión de aquella por quien recibimos al Autor de la vida, Jesucristo, tu Hijo. Que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

 

Del libro de los Números 6,22-27

El Señor dijo a Moisés: “Habla en estos términos a Aarón y a sus hijos: Así bendecirán a los israelitas. Ustedes les dirán: ‘Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz’. Que ellos invoquen mi Nombre sobre los israelitas, y Yo los bendeciré”.

La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las enseñara a Aarón y a sus hijos: “Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz”. Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos espera. Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco de una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente. El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura. Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen María. Es una cualidad, un cometido, que la fe del pueblo cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre celestial. Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica de Santa María “la Mayor”, primer santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios —la Theotokos con el título de Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los Obispos, gritando: “¡Madre de Dios!”. Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la divina maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura. Pero es algo más: es el sensus fidei del santo pueblo fiel de Dios, que nunca, en su unidad, nunca se equivoca.

FRANCISCO

 

Salmo responsorial: Sal 66,2-3.5-6.8

R/ El Señor tenga piedad y nos bendiga.

 El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación. R/

Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud, y gobiernas las naciones de la tierra. R/

Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe. R/

 

De la carta a los Gálatas 4,4-7

Hermanos: Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos. Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: “¡Abbá!”, es decir, “¡Padre!” Así, ya no eres más esclavo, sino hijo, y por lo tanto, heredero por la gracia de Dios.

 

Evangelio según san Lucas 2,16-21

Los pastores fueron rápidamente adonde les había dicho el Ángel del Señor, y encontraron a María, a José y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.

 

Con el corazón desbordando de profunda emoción, tomo la palabra en esta solemne liturgia, que nos ve reunidos en torno a la mesa eucarística para celebrar, en la luz de Cristo Redentor, la memoria gloriosa de su santísima Madre. El espíritu está dominado por el pensamiento de que, precisamente en esta ciudad, la Iglesia reunida en Concilio –el III Concilio Ecuménico–, reconoció oficialmente a la Virgen María el título de «Theotokos», que ya le tributaba el pueblo cristiano, pero contestado desde hacía algún tiempo en algunos ambientes influidos sobre todo por Nestorio. El júbilo con que el pueblo de Éfeso acogió, en aquel lejano 431, a los padres que salían de la sala del Concilio donde se había reafirmado la verdadera fe de la Iglesia, se propagó rápidamente por todas las partes del mundo y no ha cesado de resonar en las generaciones sucesivas, que en el transcurso de los siglos han continuado dirigiéndose con confianza a María como a aquella que ha dado la vida al Hijo de Dios.

También nosotros, hoy, con el mismo impulso filial y con la misma confianza profunda, recurrimos a la Virgen santa, saludando en ella a la «Madre de Dios», y encomendándole los destinos de la Iglesia, sometida en nuestro tiempo a pruebas singularmente duras e insidiosas, pero empujada también por la acción del Espíritu Santo en los caminos abiertos a las esperanzas más prometedoras.

«Madre de Dios». Al repetir hoy esta expresión cargada de misterio, volvemos con el recuerdo al momento inefable de la encarnación y afirmamos con toda la Iglesia que la Virgen se convirtió en Madre de Dios por haber engendrado según la carne a un Hijo, que era personalmente el Verbo de Dios. ¡Qué abismo de condescendencia se abre ante nosotros!

Se plantea espontáneamente una pregunta al espíritu: ¿Por qué el Verbo ha preferido nacer de una mujer antes que descender del cielo con un cuerpo ya adulto, plasmado por la mano de Dios? ¿No habría sido este un camino más digno de él, más adecuado a su misión de Maestro y Salvador de la humanidad? Sabemos que, en los primeros siglos, sobre todo, no pocos cristianos (los docetas, los gnósticos, etc.) habrían preferido que las cosas hubieran sido de esta manera. En cambio, el Verbo eligió el otro camino. ¿Por qué?

La respuesta nos llega con la límpida y convincente sencillez de las obras de Dios. Cristo quería ser un vástago auténtico de la estirpe que venía a salvar. Quería que la redención brotase como del interior de la humanidad, como algo suyo. Cristo quería socorrer al hombre no como un extraño, sino como un hermano, haciéndose en todo semejante a él, menos en el pecado. Por esto quiso una madre, y la encontró en la persona de María. La misión fundamental de la doncella de Nazaret fue, pues, la de ser el medio de unión del Salvador con el género humano.

En la historia de la salvación, sin embargo, la acción de Dios no se desarrolla sin acudir a la colaboración de los hombres: Dios no impone la salvación. Ni siquiera se la impuso a María. En el acontecimiento de la anunciación no se dirige a ella de manera impersonal; interpeló su voluntad y esperó una respuesta que brotase de su fe. Los Padres han captado perfectamente este aspecto, poniendo de relieve que «la Santísima Virgen María, que dio a luz creyendo, había concebido creyendo»; y esto ha subrayado también el reciente Concilio Vaticano II, afirmando que la Virgen, «al anuncio del ángel, recibió en el corazón y en el cuerpo al Verbo de Dios».

SAN JUAN PABLO II

 

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