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4. Los frutos de la Misa: Anunciamos tu Muerte, proclamamos tu Resurrección

LA BELLEZA DE CONTEMPLAR, AMAR Y SEGUIR A CRISTO

APRENDIENDO A REZAR CON LAS PALABRAS DE LA LITURGIA

La Eucaristía, el misterio central de nuestra fe

CUARTA CHARLA

Los frutos de la Misa:
Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección

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La Iglesia, siguiendo el ejemplo de Cristo, ha usado siempre, para celebrar el Banquete del Señor, el pan y el vino mezclado con agua. La naturaleza misma del signo exige que la materia de la celebración eucarística aparezca verdaderamente como alimento.

IGMR 282-283

 

El pan es alimento. Integro, nutre efectivamente. Sustancioso, uno nunca se harta de él. El pan es verdadero y es bueno. Debes tornar esta frase en su sentido profundo. Nuevamente en la figura del pan el Dios viviente se hace alimento para nosotros los hombres. San Ignacio de Antioquia escribe a los fieles de Éfeso: “Nosotros partimos un pan que es prenda de inmortalidad”, un alimento que nutre a todo nuestro ser con el Dios vivo y hace que noso­tros estemos en El y El en nosotros.

El vino es bebida. Si, lo digo correctamente: no solamente bebida que calma la sed, ya que esto lo hace el agua. Del vino dice el Salmo de la creación que “alegra el corazón del hombre” (103, 15). El evangelio de Juan relata que el Señor en Caná lo ha donado en abundancia mediante un milagro a los reunidos en la celebración de la boda (Jn 2, 1-11). Y en la visión apocalíptica de la apertura de los siete sellos, visión que habla de la desgracia que se aproxima, dice la voz: “Pero no causes daño al aceite y al vi­no” (Ap 6, 6). Entendemos que no se habla aquí de exceso sino que el vino es una imagen de la vida abundante, del aroma y de la fuerza que todo lo ensancha y transfigura. En la figura del vino Cris­to nos da su sangre divina, no como bebida excelente y prudente sino como exceso de magnificencia di­vina.

Sanguis Christi, inebria me —”Sangre de Cristo, embriágame”— rezaba Ignacio de Loyola, el hombre con el corazón caballerosamente ardiente. Santa Inés habla de la Sangre de Cristo como de un misterio del amor y de la belleza: “su sangre ha hecho hermosas mis mejillas”, se afirma en las plegarias de su fiesta. Cristo se ha convertido para nosotros en pan y vino, alimento y bebida. Nosotros podemos comerlo y beberlo. “Pan” significa fidelidad y firmeza perseverantes. “Vino” significa amplitud y generosidad sin límites, alegría por sobre toda medida terrenal.

Romano Guardini

 

Toda la vida de los auténticos cristianos consiste en “levantar el corazón”. ¿Qué significa levantar el corazón? Significa poner la esperanza en Dios, no en ti, ya que tú estás abajo, mientras que Él está arriba. Si depositas tu esperanza en ti mismo, tu corazón está abajo, no en lo alto. Por eso, cuando escucháis al sacerdote decir: ¡levantemos el corazón!, responded: ¡Lo tenemos levantado hacia el Señor! Empeñaos en que vuestra respuesta sea sincera.

San Agustín

 

La meditación serena de los 71 prefacios, apreciados en su conjunto, constituyen un tesoro de doctrina y de oración capaz de enriquecer los contenidos de nuestra acción de gracias. De esa meditación nacerán para el lector los vientos en los que desplegar las alas de su acción de gracias con el estilo y el aire propio de la Iglesia. No en vano la liturgia es la escuela donde aprender la genuina espiritualidad de la Iglesia.

Félix M. Arocena

 

Convendría que fuéramos conscientes de que al escuchar el Prefacio y cantar el Sanctus estamos dando gracias a Dios por sus maravillas –la Creación, la Redención, la santificación- y esa modalidad de la oración es tan genuinamente cristiana que, cuando la Iglesia canta así, se está expresando a sí misma.

Félix M. Arocena

 

Cuando el celebrante declara que este pan y este vino son el Cuerpo y la Sangre de Cristo, revela que ellos han llegado a ser tales por el contacto con el Espíritu Santo. Teodoro de Mopsuestia

La ofrenda de la Iglesia no puede ser santificada si el Espíritu Santo no se hace presente.

San Cipriano

 

Es Cristo en sus sacerdotes quien habla cada día.

Floro el diácono

 

Es imposible explicar con palabras la esencia del acto interior que acamparía a este gesto de partir el pan. A nosotros nos parece un acto duro, cruel, y, en cambio, es el acto supremo del amor y de la ternura que nunca antes se había realizado o podrá realizarse algún día sobre la tierra. Cuando en la consagración sostengo entre las manos la frágil hostia y repito las palabras “partió el pan…”, me parece intuir algo de los sentimientos que, en aquel momento, albergaba el corazón de Jesús: como su voluntad humana se entregaba al Padre y repetía para sí las bien conocidas palabras de la Escritura: “Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron, pero me has preparado un cuerpo”. Lo que Jesús da de comer a sus discípulos es el pan de su obediencia y de su amor al Padre. Entonces comprendo que para “hacer” también yo lo que hizo Jesús en aquella noche, debo ante todo “partirme” a mí mismo, es decir, deponer todo tipo de resistencia ante Dios, toda rebelión hacia Él o hacia los hermanos. Debo someter mi orgullo, doblegarme y decir “sí” hasta el final, sí a todo aquello que Dios me pide. Debo repetir también yo aquellas palabras del salmo: “¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!”. Tú no quieres muchas cosas de mí; me quieres a mí y yo digo “sí”. Ser eucaristía como Jesús significa estar totalmente abandonado a la voluntad del Padre.

Raniero Cantalamessa

 

 

 

 

 

 

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