La Fiesta de la Resurrección
Textos Charla I Tiempo Pascual 2023
La Fiesta de la Resurrección
“La Pascua es la principal fiesta de nuestro culto, de nuestras relaciones con Dios; debe caracterizar toda nuestra vida espiritual, debe difundir una tonalidad, un estilo, un modo de pensar y de vivir que marque toda nuestra vida. La consecuencia de la Pascua, la de mayor relieve, es la alegría. El cristiano debe tener siempre en su alma una gran riqueza de alegría; debe tener tal reserva de alegría en su alma que nada debe agotarla. Un cristiano nunca debe estar completamente triste. ¿Puede un cristiano estar desesperado? No puede ni debe estarlo, porque significaría que ha perdido el contacto con Cristo, el contacto con Dios. Si estamos en esta vida atribulados, oprimidos por el dolor, la tristeza y las dificultades de nuestra miserable existencia, si somos verdaderamente fieles, si estamos verdaderamente unidos al Señor, debemos tener siempre un refugio interior, un abrigo dentro de nuestra conciencia, donde podamos consolarnos, donde podamos reencontrarnos a nosotros mismos. Esto debe llegar a ser tan habitual, tan frecuente para nosotros, debe llegar a ser espontáneo, que muestre que es algo verdaderamente arraigado en el alma. Esto es propio de la Pascua.
Somos y debemos estar felices precisamente porque la Pascua nos dice que hemos reencontrado al Señor vivo. Es la vida de Dios la que nos hace felices. Esto es suficiente para hacernos saltar de alegría y regocijo y decir: “el Señor es bueno, el Señor está cerca, el Señor me ha hablado, el Señor cumple sus promesas”.
En este Tiempo, no sólo se permite estar alegre, alegre con un gozo y una felicidad interiores, no sólo se permite, sino que se ordena; sería una falta de fe si no estuviéramos verdaderamente alegres en lo más profundo de nuestros corazones, cometeríamos una falta contra el Señor si no tuviéramos confianza en Él; es un signo de que nuestra fe todavía sería débil, como fue débil la de los dos peregrinos que dejaron Jerusalén y volvieron a Emaús, exactamente como se recuerda en la Misa este tercer domingo de Pascua.
“Me gustaría preguntarles: ¿han conocido alguna vez a un santo? Y si lo han conocido, díganme: ¿qué nota característica han encontrado en esa alma? ¿No es acaso una alegría, una felicidad profunda, simple, verdadera? Y es esta transparencia de la alegría lo que nos hace decir: aquella es realmente un alma buena, porque tiene alegría en su corazón”.
Pablo VI
“Señor, que tu pueblo rejuvenecido por la gracia tenga una permanente alegría, para que, gozándose ahora por haber recobrado la gloria de la adopción filial, aguarde con alegre y segura esperanza el día de la resurrección”.
Oración del domingo 3º de Pascua
La oración nos habla también de la esperanza. La alegría y la esperanza van juntas. La esperanza engendra la alegría. Lo veremos en el evangelio de este domingo, el de los discípulos de Emaús. Pero antes de entrar en él, quiero detenerme en un pasaje del Antiguo Testamento en el que se describe maravillosamente la esperanza. Es el episodio de los huesos secos, narrado en Ezequiel 37. Ustedes dirán que es una lectura un poco rara de la esperanza. Dice así:
La mano de Yahveh fue sobre mí, y por su Espíritu Yahveh me sacó y me puso en medio de la vega, la cual estaba llena de huesos. Me hizo pasar por entre ellos en todas las direcciones. Los huesos eran muy numerosos por el suelo de la vega, y estaban completamente secos. Me dijo: ‘Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos?’ Yo dije: ‘Señor, tú lo sabes’. Entonces me dijo: ‘Profetiza sobre estos huesos’. Les dirás: ‘Huesos secos, escuchad la Palabra de Yahveh. Así dice el Señor Yahveh a estos huesos: ‘He aquí que yo voy a hacer entrar el Espíritu en vosotros, y viviréis’. ‘Os cubriré de nervios; haré crecer sobre vosotros la carne; os cubriré de piel; os infundiré espíritu, y viviréis. Y sabréis que yo soy Yahveh’. Yo profeticé como se me había ordenado, y mientras yo profetizaba, se produjo un ruido. Hubo un estremecimiento y los huesos se juntaron unos con otros. Miré, y ví que estaban recubiertos de nervios, la carne salía y la piel se extendía por encima; pero no había espíritu en ellos. Él me dijo: ‘Profetiza al espíritu, profetiza Hijo de hombre. Dirás al espíritu: ‘Así dice el Señor Yahveh: Ven espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan’. Yo profeticé como se me había ordenado, y el espíritu entró en ellos. Revivieron y se incorporaron sobre sus pies. Era un enorme, inmenso ejército. Entonces me dijo: ‘Hijo de hombre: estos huesos son toda la casa de Israel. Ellos andan diciendo: se ha secado nuestros huesos; se ha desvanecido nuestra esperanza; todo ha acabado para nosotros’. (Ez 37, 1-11)
Lc 24, 13-35. Es interesante, Lucas -en cuya Fiesta leemos este texto de esperanza- Lucas nos habla veladamente de la cruz, de la tristeza, de la alegría y del contagio de esa alegría. No basta una comunidad renovada persona a persona, tiene que ser un contagio de esperanza.
Aquel mismo día -es decir el mismo día de la Pascua, de la Resurrección- iban dos de ellos, de los discípulos, a un pueblo llamado Emaús que distaba sesenta estadios de Jerusalén (más o menos dos leguas, 10 km.) y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Era lógico que conversaran entre sí; pero al mismo tiempo se iban contagiando mutuamente el cansancio, la desilusión y la desesperanza: estaban tristes, dirá el texto ahora. Conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Había un misterio de desilusión en ellos, que lo expresan cuando se acerca el amigo misterioso que es Jesús.
Mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos. No mandó a alguien a decirles: tengan valor, tengan coraje, es verdad. No, él mismo se acercó. Y eso es lo que pasa en nuestra vida cuando asoma en nosotros una leve tentación de cansancio, de desaliento. El mismo Jesús se acercó.
El mismo Jesús se acerca a través de la Palabra; se acerca a través de la Eucaristía; se acerca a través de un hermano; se acerca a través de un sacerdote que pasa.
El mismo Jesús se acercó, y siguió con ellos. Pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. O sea, estaban demasiado metidos en sí mismos ¿cómo iban a advertir la presencia de nadie? Porque estaban demasiado cerrados. Y eso puede pasar también en nosotros: que el desaliento, el cansancio, la desesperanza etc., nos cierre en nosotros mismos, y es lo peor.
“Este es el punto de inflexión: dejar de orbitar alrededor de uno mismo, de las decepciones del pasado, de los ideales no realizados, de las muchas cosas malas que han sucedido en la vida de uno. Tantas veces nos dejamos llevar por ese dar vueltas y vueltas. Déjalo y sigue adelante con la mirada puesta en la realidad más grande y verdadera de la vida: Jesús está vivo. Jesús me ama. Esta es la mayor realidad. Y puedo hacer algo por los demás. Es una hermosa realidad, positiva, bella”.
Papa Francisco
“También hoy el Resucitado entra en nuestras casas y en nuestros corazones, aunque a veces las puertas están cerradas. Entra donando alegría y paz, vida y esperanza, dones que necesitamos para nuestro renacimiento humano y espiritual. Sólo él puede correr aquellas piedras sepulcrales que el hombre a menudo pone sobre sus propios sentimientos, sobre sus propias relaciones, sobre sus propios comportamientos; piedras que sellan la muerte: divisiones, enemistades, rencores, envidias, desconfianzas, indiferencias. Sólo él, el Viviente, puede dar sentido a la existencia y hacer que reemprenda su camino el que está cansado y triste, el desconfiado y el que no tiene esperanza. Es lo que experimentaron los dos discípulos que el día de Pascua iban de camino desde Jerusalén hacia Emaús. Hablan de Jesús, pero su «rostro triste» expresa sus esperanzas defraudadas, su incertidumbre y su melancolía. Habían dejado su aldea para seguir a Jesús con sus amigos, y habían descubierto una nueva realidad, en la que el perdón y el amor ya no eran sólo palabras, sino que tocaban concretamente la existencia. Jesús de Nazaret lo había hecho todo nuevo, había transformado su vida. Pero ahora estaba muerto y parecía que todo había acabado”.
Benedicto XVI
“Este estupendo texto evangélico contiene ya la estructura de la santa misa: en la primera parte, la escucha de la Palabra a través de las sagradas Escrituras; en la segunda, la liturgia eucarística y la comunión con Cristo presente en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La Iglesia, alimentándose en esta doble mesa, se edifica incesantemente y se renueva día tras día en la fe, en la esperanza y en la caridad. Por intercesión de María santísima, oremos para que todo cristiano y toda comunidad, reviviendo la experiencia de los discípulos de Emaús, redescubra la gracia del encuentro transformador con el Señor resucitado”.
Benedicto XVI