IV Domingo del Tiempo durante el Año. Ciclo C
¿Cómo es la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios es Jesús, Jesús mismo.
¿Cuál es la actitud necesaria para recibir esta Palabra?
Se debe recibir como se recibe a Jesús,
es decir, con el corazón abierto, con el corazón humilde,
con el espíritu de las bienaventuranzas.
Papa Francisco
Oración Colecta: Señor y Dios nuestro, concédenos honrarte con todo el corazón y amar a todos con amor verdadero. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos.
Del Profeta Jeremías 1,4-5.17-19
En tiempos del rey Josías, la palabra del Señor llegó a mí en estos términos: “Antes de formarte en el vientre materno, Yo te conocía; antes de que salieras del vientre, Yo te había consagrado, te había constituido profeta para las naciones”. En cuanto a ti, cíñete la cintura, levántate y diles todo lo que Yo te ordene. No te dejes intimidar por ellos, no sea que te intimide Yo delante de ellos. Mira que hoy hago de ti una plaza fuerte, una columna de hierro, una muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes de Judá y a sus jefes, a sus sacerdotes y al pueblo del país. Ellos combatirán contra ti, pero no te derrotarán, porque Yo estoy contigo para librarte.
Reflexionemos sobre la vocación del profeta Jeremías.
– La seguridad de que es Dios quien llama, consagra y envía: Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía (Jr 1,5). Se trata del ‘conocer’ en sentido bíblico, de la experiencia del amor de Dios. Te conocía, es decir, te amaba. Te conocía, es decir, Dios conocía tus límites, tu pobreza, tu miseria. En el comienzo de toda vocación está el amor de Dios: Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros (Jn 15,9), por eso como tú me has enviado al mundo yo también los he enviado al mundo (Jn 17,18). Estas dos experiencias –ser amados y enviados por Dios– están íntimamente conectadas. En la Escritura encontramos otros profetas consagrados antes de que nacieran. Uno de ellos es Juan el Precursor, el más grande de los profetas (cf. Lc 7,26), aquel que saltó de alegría y fue lleno del Espíritu cuando María hizo presente al Salvador (cf. Lc 1,41). Y luego san Pablo –nos lo cuenta él mismo en la carta a los Gálatas–: Mas cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo… (Gál 1,15).
Qué bueno es pensar que ya desde el seno materno Dios nos conocía; que desde entonces el conocimiento amoroso de Dios nos consagró y nos reservó para Sí. Nos da gran serenidad saber que en definitiva es el Señor –Aquel que nos conoció y nos amó– quien nos consagra mediante la unción del Espíritu y luego nos envía: Yo profeta de las naciones te constituí (Jr 1,5).
Es importante subrayar la forma directa con la que Yahveh se dirige al profeta: Yo te constituí. Es en definitiva lo mismo que hará Jesús cuando hable a sus discípulos: Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros (Jn 15,9). Como tú me has enviado al mundo yo también los he enviado al mundo (Jn 17,18). No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca (Jn 15,16). Estas palabras también nos dan la seguridad de que el Señor va a guiarnos en nuestro camino de profetas: … pues adondequiera que yo te envíe irás, y todo lo que te mande dirás (Jr 1,7). Nosotros no podemos inventar nuestra profecía; tampoco podemos escoger el lugar donde ejerceremos en nombre del Señor nuestra misión profética. El Señor que nos llama y nos consagra es quien nos envía.
Cardenal Pironio
Salmo responsorial: 70,1-4a.5-6ab.15ab.17
R/ Mi boca anunciará tu salvación, Señor.
A ti Señor, me acojo: no quede yo derrotado para siempre; tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina a mí tu oído y sálvame. R/
Sé tú mi roca de refugio, el alcázar donde me salve, porque mi peña y mi alcázar eres tú. Dios mío líbrame de la mano perversa. R/
Porque tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías. R/
Mi boca contará tu auxilio, y todo el día tu salvación. Dios mío me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas. R/
De la 1º Carta a los Corintios 12,31-13,13
Hermanos: Aspiren a los dones más perfectos. Y ahora voy a mostrarles un camino más perfecto todavía. Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo para hacer alarde, si no tengo amor, no me sirve para nada. El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas. Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo que es imperfecto. Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí. En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor.
En la liturgia de este domingo se lee una de las páginas más hermosas del Nuevo Testamento y de toda la Biblia: el llamado “himno a la caridad” del apóstol san Pablo (1 Co 12,31-13, 13). En su primera carta a los Corintios, después de explicar con la imagen del cuerpo, que los diferentes dones del Espíritu Santo contribuyen al bien de la única Iglesia, san Pablo muestra el “camino” de la perfección. Este camino
-dice- no consiste en tener cualidades excepcionales: hablar lenguas nuevas, conocer todos los misterios, tener una fe prodigiosa o realizar gestos heroicos. Consiste, por el contrario, en la caridad (agape), es decir, en el amor auténtico, el que Dios nos reveló en Jesucristo. La caridad es el don “mayor”, que da valor a todos los demás, y sin embargo “no es jactanciosa, no se engríe”; más aún, “se alegra con la verdad” y con el bien ajeno. Quien ama verdaderamente “no busca su propio interés”, “no toma en cuenta el mal recibido”, “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (cf. 1 Co 13,4-7). Al final, cuando nos encontremos cara a cara con Dios, todos los demás dones desaparecerán; el único que permanecerá para siempre será la caridad, porque Dios es amor y nosotros seremos semejantes a él, en comunión perfecta con él.Benedicto XVI
Evangelio según san Lucas 4, 21-30
Después que Jesús predicó en la sinagoga de Nazaret, todos daban testimonio a favor de Él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: “¿No es este el hijo de José?” Pero Él les respondió: “Sin duda ustedes me citarán el refrán: ‘Médico, sánate a ti mismo’. Realiza también aquí, en tu patria, todo lo que hemos oído que sucedió en Cafarnaúm”. Después agregó: “Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó todo el país. Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue sanado, sino Naamán, el sirio”. Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo. Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.
Jesús comenzó a hablar y la gente lo escuchaba, comentando: “¡Qué interesante!” Pero, Jesús los detiene y les dice: “En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo”. ¿Cómo es la Palabra de Dios? La Palabra de Dios es Jesús, Jesús mismo. Y “Jesucristo es motivo de escándalo”.
Por ello es tan importante preguntarse: ¿Cuál es la actitud necesaria para recibir esta Palabra? Se debe recibir como se recibe a Jesús, es decir, con el corazón abierto, con el corazón humilde, con el espíritu de las bienaventuranzas. Porque Jesús vino así, con humildad: vino pobre, vino con la unción del Espíritu Santo.
Francisco