III Domingo de Cuaresma, ciclo A

También nosotros tenemos muchas preguntas que hacer,
¡pero no encontramos el valor de dirigirlas a Jesús!
La cuaresma, es el tiempo oportuno para mirarnos dentro,
para hacer emerger nuestras necesidades espirituales más auténticas,
y pedir la ayuda del Señor en la oración.
El ejemplo de la samaritana nos invita a expresarnos así:
“Jesús, dame de esa agua que saciará mi sed eternamente”.

FRANCISCO

 

Oración colecta: Dios de misericordia y origen de todo bien, que en el ayuno, la oración y la limosna nos muestras el remedio del pecado, mira con agrado el reconocimiento de nuestra pequeñez, para que seamos aliviados por tu misericordia quienes nos humillamos interiormente. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos.

 

Del libro del Éxodo 17,1-7

Toda la comunidad de los israelitas partió del desierto de Sin y siguió avanzando por etapas, conforme a la orden del Señor. Cuando acamparon en Refidim, el pueblo no tenía agua para beber. Entonces acusaron a Moisés y le dijeron: “Danos agua para que podamos beber”. Moisés les respondió: “¿Por qué me acusan? ¿Por qué provocan al Señor?” El pueblo, torturado por la sed, protestó contra Moisés diciendo: “¿Para qué nos hiciste salir de Egipto? ¿Sólo para hacernos morir de sed, junto con nuestros hijos y nuestro ganado?” Moisés pidió auxilio al Señor, diciendo: “¿Cómo tengo que comportarme con este pueblo, si falta poco para que me maten a pedradas?” El Señor respondió a Moisés: “Pasa delante del pueblo, acompañado de algunos ancianos de Israel, y lleva en tu mano el bastón con que golpeaste las aguas del Nilo. Ve, porque Yo estaré delante de ti, allá sobre la roca, en Horeb. Tú golpearás la roca, y de ella brotará agua para que beba el pueblo”. Así lo hizo Moisés, a la vista de los ancianos de Israel. Aquel lugar recibió el nombre de Masá –que significa “Provocación”– y de Meribá –que significa “Querella”– a causa de la acusación de los israelitas, y porque ellos provocaron al Señor, diciendo: “¿El Señor está realmente entre nosotros, o no?”

 

Salmo Responsorial: 94,1-2.6-9

R/ Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón.

 

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, vitoreándolo al son de instrumentos. R/

Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. R/

Ojalá escuchéis hoy su voz: No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras. R/

 

De la carta a los romanos 5, 1-2. 5-8

Hermanos: Justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por Él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por Él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado. En efecto, cuando todavía éramos débiles, Cristo, en el tiempo señalado, murió por los pecadores. Difícilmente se encuentra alguien que dé su vida por un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor. Pero la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores.

 

Evangelio según san Juan 4, 5-42

Jesús llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de las tierras que Jacob había dado a su hijo José. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: “Dame de beber”. Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos. La samaritana le respondió: “¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos. Jesús le respondió: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva”. “Señor, le dijo ella, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos ha dado este pozo, donde él bebió, lo mismo que sus hijos y sus animales?” Jesús le respondió: “El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna”. “Señor, le dijo la mujer, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla”. Jesús le respondió: “Ve, llama a tu marido y vuelve aquí”. La mujer respondió: “No tengo marido”. Jesús continuó: “Tienes razón al decir que no tienes marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido; en eso has dicho la verdad”. La mujer le dijo: “Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en esta montaña, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar”. Jesús le respondió: «Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad”. La mujer le dijo: “Yo sé que el Mesías, llamado Cristo, debe venir. Cuando él venga, nos anunciará todo”. Jesús le respondió: “Soy yo, el que habla contigo”. En ese momento llegaron sus discípulos y quedaron sorprendidos al verlo hablar con una mujer. Sin embargo, ninguno le preguntó: “¿Qué quieres de ella?” o “¿Por qué hablas con ella?” La mujer, dejando allí su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hice. ¿No será el Mesías?” Salieron entonces de al ciudad y fueron a su encuentro. Mientras tanto, los discípulos le insistían a Jesús, diciendo: “Come, Maestro”. Pero él les dijo: “Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen”. Los discípulos se preguntaban entre sí: “¿Alguien le habrá traído de comer?” Jesús les respondió: «Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra. Ustedes dicen que aún faltan cuatro meses para la cosecha. Pero yo les digo: Levanten los ojos y miren los campos: ya están madurando para la siega. Ya el segador recibe su salario y recoge el grano para la Vida eterna; así el que siembra y el que cosecha comparten una misma alegría. Porque en esto se cumple el proverbio: «Uno siembra y otro cosecha”. Y o los envié a cosechar adonde ustedes no han trabajado; otros han trabajado, y ustedes recogen el fruto de sus esfuerzos”. Muchos samaritanos de esta ciudad habían creído en él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: “Me ha dicho todo lo que hice”. Por eso, cuando los samaritanos se acercaron a Jesús, le rogaban que se quedara con ellos, y él permaneció allí dos días. Muchos más creyeron en él, a causa de su palabra. Y decían a la mujer: “Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo”.

 

Este tercer domingo de Cuaresma se caracteriza por el célebre diálogo de Jesús con la mujer samaritana. La mujer iba todos los días a sacar agua de un antiguo pozo, que se remontaba a los tiempos del patriarca Jacob, y ese día se encontró con Jesús, sentado, “cansado del camino” (Jn 4, 6). San Agustín comenta: “Hay un motivo en el cansancio de Jesús… La fuerza de Cristo te ha creado, la debilidad de Cristo te ha regenerado… Con la fuerza nos ha creado, con su debilidad vino a buscarnos” (In Ioh. Ev., 15, 2). El cansancio de Jesús, signo de su verdadera humanidad, se puede ver como un preludio de su pasión, con la que realizó la obra de nuestra redención. En particular, en el encuentro con la Samaritana, en el pozo, sale el tema de la «sed» de Cristo, que culmina en el grito en la cruz: “Tengo sed” (Jn 19, 28). Ciertamente esta sed, como el cansancio, tiene una base física. Pero Jesús, como dice también Agustín, “tenía sed de la fe de esa mujer” (In Ioh. Ev., 15, 11), al igual que de la fe de todos nosotros. Dios Padre lo envió para saciar nuestra sed de vida eterna, dándonos su amor, pero para hacernos este don Jesús pide nuestra fe. La omnipotencia del Amor respeta siempre la libertad del hombre; llama a su corazón y espera con paciencia su respuesta.

BENEDICTO XVI

 

 

El Evangelio de hoy nos presenta el encuentro de Jesús con la mujer samaritana, acaecido en Sicar, junto a un antiguo pozo al que la mujer iba cada día a sacar agua. Ese día encontró allí a Jesús, sentado, «fatigado por el viaje» (Jn 4, 6). Y enseguida le dice: «Dame de beber» (v. 7). De este modo supera las barreras de hostilidad que existían entre judíos y samaritanos y rompe los esquemas de prejuicio respecto a las mujeres. La sencilla petición de Jesús es el comienzo de un diálogo franco, mediante el cual Él, con gran delicadeza, entra en el mundo interior de una persona a la cual, según los esquemas sociales, no habría debido ni siquiera dirigirle la palabra. ¡Pero Jesús lo hace! Jesús no tiene miedo. Jesús cuando ve a una persona va adelante porque ama. Nos ama a todos. No se detiene nunca ante una persona por prejuicios. Jesús la pone ante su situación, sin juzgarla, sino haciendo que se sienta considerada, reconocida, y suscitando así en ella el deseo de ir más allá de la rutina cotidiana.

Aquella sed de Jesús no era tanto sed de agua, sino de encontrar un alma endurecida. Jesús tenía necesidad de encontrar a la samaritana para abrirle el corazón: le pide de beber para poner en evidencia la sed que había en ella misma. La mujer queda tocada por este encuentro: dirige a Jesús esos interrogantes profundos que todos tenemos dentro, pero que a menudo ignoramos. También nosotros tenemos muchas preguntas que hacer, ¡pero no encontramos el valor de dirigirlas a Jesús! La cuaresma, queridos hermanos y hermanas, es el tiempo oportuno para mirarnos dentro, para hacer emerger nuestras necesidades espirituales más auténticas, y pedir la ayuda del Señor en la oración. El ejemplo de la samaritana nos invita a expresarnos así: «Jesús, dame de esa agua que saciará mi sed eternamente».

El Evangelio dice que los discípulos quedaron maravillados de que su Maestro hablase con esa mujer. Pero el Señor es más grande que los prejuicios, por eso no tuvo temor de detenerse con la samaritana: la misericordia es más grande que el prejuicio. ¡Esto tenemos que aprenderlo bien! La misericordia es más grande que el prejuicio, y Jesús es muy misericordioso, ¡mucho! El resultado de aquel encuentro junto al pozo fue que la mujer quedó transformada: «dejó su cántaro» (v. 28) con el que iba a coger el agua, y corrió a la ciudad a contar su experiencia extraordinaria. «He encontrado a un hombre que me ha dicho todas las cosas que he hecho. ¿Será el Mesías?» ¡Estaba entusiasmada! Había ido a sacar agua del pozo y encontró otra agua, el agua viva de la misericordia, que salta hasta la vida eterna. ¡Encontró el agua que buscaba desde siempre! Corre al pueblo, aquel pueblo que la juzgaba, la condenaba y la rechazaba, y anuncia que ha encontrado al Mesías: uno que le ha cambiado la vida. Porque todo encuentro con Jesús nos cambia la vida, siempre. Es un paso adelante, un paso más cerca de Dios. Y así, cada encuentro con Jesús nos cambia la vida. Siempre, siempre es así.

En este Evangelio hallamos también nosotros el estímulo para «dejar nuestro cántaro», símbolo de todo lo que aparentemente es importante, pero que pierde valor ante el «amor de Dios». ¡Todos tenemos uno o más de uno! Yo os pregunto a vosotros, también a mí: ¿cuál es tu cántaro interior, ese que te pesa, el que te aleja de Dios? Dejémoslo un poco aparte y con el corazón escuchemos la voz de Jesús, que nos ofrece otra agua, otra agua que nos acerca al Señor. Estamos llamados a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana, iniciada en el bautismo y, como la samaritana, a dar testimonio a nuestros hermanos. ¿De qué? De la alegría. Testimoniar la alegría del encuentro con Jesús, porque he dicho que todo encuentro con Jesús nos cambia la vida, y también todo encuentro con Jesús nos llena de alegría, esa alegría que viene de dentro. Así es el Señor. Y contar cuántas cosas maravillosas sabe hacer el Señor en nuestro corazón, cuando tenemos el valor de dejar aparte nuestro cántaro.

FRANCISCO

 

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