III Domingo de Adviento, ciclo A

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Este Domingo se nos dice: La alegría existe,

porque Dios existe.

Benedicto XVI

 

Oración Colecta: Dios y Padre nuestro, que acompañas bondadosamente a tu pueblo en la fiel espera del nacimiento de tu Hijo, concédenos festejar con alegría su venida y alcanzar el gozo que nos da su salvación. Por el mismo nuestro Señor Jesucristo tu Hijo que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

 

Del Profeta Isaías 35, 1-6a.10

¡Regocíjense el desierto y la tierra reseca, alégrese y florezca la estepa! ¡Sí, florezca como el narciso, que se alegre y prorrumpa en cantos de júbilo! Le ha sido dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón. Ellos verán la gloria del Señor, el esplendor de nuestro Dios. Fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes; digan a los que están desalentados: “¡Sean fuertes, no teman: ahí está su Dios! Llega la venganza, la represalia de Dios: Él mismo viene a salvarlos”. Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos, entonces el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo. Volverán los rescatados por el Señor; y entrarán en Sión con gritos de júbilo, coronados de una alegría perpetua: los acompañarán el gozo y la alegría, la tristeza y los gemidos se alejarán.

Salmo responsorial: Sal 145,6-10

  1. Señor, ven a salvarnos.

 

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos. R/

El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos. R/

Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente; tu Dios, Sión, de edad en edad. R/

De la carta de Santiago 5,7-10

Tengan paciencia, hermanos, hasta que llegue el Señor. Miren cómo el sembrador espera el fruto precioso de la tierra, aguardando pacientemente hasta que caigan las lluvias del otoño y de la primavera. Tengan paciencia y anímense, porque la Venida del Señor está próxima. Hermanos, no se quejen los unos de los otros, para no ser condenados. Miren que el Juez ya está a la puerta. Tomen como ejemplo de fortaleza y de paciencia a los profetas que hablaron en Nombre del Señor.

La liturgia propone un pasaje de la carta de Santiago, que comienza con esta exhortación: “Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor” (St 5, 7). Me parece muy importante, en nuestros días, subrayar el valor de la constancia y de la paciencia, virtudes que pertenecían al bagaje normal de nuestros padres, pero que hoy son menos populares en un mundo que, más bien, exalta el cambio y la capacidad de adaptarse a situaciones siempre nuevas y distintas.

Sin quitar nada a estos aspectos, que también son cualidades del ser humano, el Adviento nos llama a potenciar la tenacidad interior y la resistencia del alma que nos permiten no desesperar en la espera de un bien que tarda en venir, sino esperarlo, es más, preparar su venida con confianza activa. “Mirad al labrador escribe san Santiago; espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la venida del Señor está cerca” (St 5, 7-8).

La comparación con el campesino es muy expresiva: quien ha sembrado en el campo, tiene ante sí algunos meses de espera paciente y constante, pero sabe que mientras tanto la semilla cumple su ciclo, gracias a las lluvias de otoño y de primavera. El agricultor no es fatalista, sino modelo de una mentalidad que une de modo equilibrado la fe y la razón, porque, por una parte, conoce las leyes de la naturaleza y hace bien su trabajo y, por otra, confía en la Providencia, puesto que algunas cosas fundamentales no están en sus manos, sino en manos de Dios. La paciencia y la constancia son precisamente síntesis entre el empeño humano y la confianza en Dios.

BENEDICTO XVI

Evangelio según san Mateo 11,2-11

Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?” Jesús les respondió: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquél para quien Yo no sea motivo de tropiezo!” Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo: “¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes. ¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. Él es aquél de quien está escrito: ‘Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino’. Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él”.

Hoy es el tercer domingo de Adviento, llamado también domingo de Gaudete, es decir, domingo de la alegría. En la liturgia resuena repetidas veces la invitación a gozar, a alegrarse. ¿Por qué? Porque el Señor está cerca. La Navidad está cercana. El mensaje cristiano se llama «Evangelio», es decir, «buena noticia», un anuncio de alegría para todo el pueblo; la Iglesia no es un refugio para gente triste, la Iglesia es la casa de la alegría. Y quienes están tristes encuentran en ella la alegría, encuentran en ella la verdadera alegría.

Pero la alegría del Evangelio no es una alegría cualquiera. Encuentra su razón de ser en el saberse acogidos y amados por Dios. Como nos recuerda hoy el profeta Isaías (cf. 35, 1-6a.8a.10), Dios es Aquél que viene a salvarnos, y socorre especialmente a los extraviados de corazón. Su venida en medio de nosotros fortalece, da firmeza, dona valor, hace exultar y florecer el desierto y la estepa, es decir, nuestra vida, cuando se vuelve árida. ¿Cuándo llega a ser árida nuestra vida? Cuando no tiene el agua de la Palabra de Dios y de su Espíritu de amor. Por más grandes que sean nuestros límites y nuestros extravíos, no se nos permite ser débiles y vacilantes ante las dificultades y ante nuestras debilidades mismas. Al contrario, estamos invitados a robustecer las manos, a fortalecer las rodillas, a tener valor y a no temer, porque nuestro Dios nos muestra siempre la grandeza de su misericordia. Él nos da la fuerza para seguir adelante. Él está siempre con nosotros para ayudarnos a seguir adelante. Es un Dios que nos quiere mucho, nos ama y por ello está con nosotros, para ayudarnos, para robustecernos y seguir adelante. ¡Ánimo! ¡Siempre adelante! Gracias a su ayuda podemos siempre recomenzar de nuevo. ¿Cómo? ¿Recomenzar desde el inicio? Alguien puede decirme: «No, Padre, yo he hecho muchas cosas… Soy un gran pecador, una gran pecadora… No puedo recomenzar desde el inicio». ¡Te equivocas! Tú puedes recomenzar de nuevo. ¿Por qué? Porque Él te espera, Él está cerca de ti, Él te ama, Él es misericordioso, Él te perdona, Él te da la fuerza para recomenzar de nuevo. ¡A todos! Entonces somos capaces de volver a abrir los ojos, de superar tristeza y llanto y entonar un canto nuevo. Esta alegría verdadera permanece también en la prueba, incluso en el sufrimiento, porque no es una alegría superficial, sino que desciende en lo profundo de la persona que se fía de Dios y confía en Él.

La alegría cristiana, al igual que la esperanza, tiene su fundamento en la fidelidad de Dios, en la certeza de que Él mantiene siempre sus promesas. El profeta Isaías exhorta a quienes se equivocaron de camino y están desalentados a confiar en la fidelidad del Señor, porque su salvación no tardará en irrumpir en su vida. Quienes han encontrado a Jesús a lo largo del camino, experimentan en el corazón una serenidad y una alegría de la que nada ni nadie puede privarles. Nuestra alegría es Jesucristo, su amor fiel e inagotable. Por ello, cuando un cristiano llega a estar triste, quiere decir que se ha alejado de Jesús. Entonces, no hay que dejarle solo. Debemos rezar por él, y hacerle sentir el calor de la comunidad.

Que la Virgen María nos ayude a apresurar el paso hacia Belén, para encontrar al Niño que nació por nosotros, por la salvación y la alegría de todos los hombres. A ella le dice el Ángel: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). Que ella nos conceda vivir la alegría del Evangelio en la familia, en el trabajo, en la parroquia y en cada ambiente. Una alegría íntima, hecha de asombro y ternura. La alegría que experimenta la mamá cuando contempla a su niño recién nacido, y siente que es un don de Dios, un milagro por el cual sólo se puede agradecer. 

FRANCISCO

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