Solemnidad de la Santísima Trinidad

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La Familia y la Trinidad

Jesús confió a sus apóstoles: “Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”… Mi abrazo cordial va dirigido sobre todo a vosotras, queridas familias. El apóstol Pablo nos ha recordado que en el bautismo hemos recibido el Espíritu Santo, que nos une a Cristo como hermanos y como hijos nos relaciona con el Padre, de tal manera que podemos gritar: “¡Abba, Padre!” En aquel momento se nos dio un germen de vida nueva, divina, que hay que desarrollar hasta su cumplimiento definitivo en la gloria celestial; hemos sido hechos miembros de la Iglesia, la familia de Dios. La solemnidad litúrgica de la Santísima Trinidad, que celebramos hoy, nos invita a contemplar ese misterio, pero nos impulsa también al compromiso de vivir la comunión con Dios y entre nosotros según el modelo de la Trinidad. Estamos llamados a acoger y transmitir de modo concorde las verdades de la fe; a vivir el amor recíproco y hacia todos, compartiendo gozos y sufrimientos, aprendiendo a pedir y conceder el perdón, valorando los diferentes carismas bajo la guía de los pastores. En una palabra, se nos ha confiado la tarea de edificar comunidades eclesiales que sean cada vez más una familia, capaces de reflejar la belleza de la Trinidad y de evangelizar no sólo con la palabra. Más bien diría por “irradiación”, con la fuerza del amor vivido. La familia, fundada sobre el matrimonio entre el hombre y la mujer, está también llamada al igual que la Iglesia a ser imagen del Dios Único en Tres Personas… El amor es lo que hace de la persona humana la auténtica imagen de la Trinidad, imagen de Dios. Queridos esposos, viviendo el matrimonio no os dais cualquier cosa o actividad, sino la vida entera. Y vuestro amor es fecundo, en primer lugar, para vosotros mismos, porque deseáis y realizáis el bien el uno al otro, experimentando la alegría del recibir y del dar. Es fecundo también en la procreación, generosa y responsable, de los hijos, en el cuidado esmerado de ellos y en la educación metódica y sabia. Es fecundo, en fin, para la sociedad, porque la vida familiar es la primera e insustituible escuela de virtudes sociales, como el respeto de las personas, la gratuidad, la confianza, la responsabilidad, la solidaridad, la cooperación. Queridos esposos, cuidad a vuestros hijos y, en un mundo dominado por la técnica, transmitidles, con serenidad y confianza, razones para vivir, la fuerza de la fe, planteándoles metas altas y sosteniéndolos en la debilidad. Pero también vosotros, hijos, procurad mantener siempre una relación de afecto profundo y de cuidado diligente hacia vuestros padres, y también que las relaciones entre hermanos y hermanas sean una oportunidad para crecer en el amor.

BENEDICTO XVI

ORACIÓN COLECTA: Dios Padre, que revelaste a los hombres tu misterio admirable al enviar al mundo la Palabra de verdad y el Espíritu santificador; te pedimos que, en la profesión de la fe verdadera, podamos conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar al único Dios todopoderoso. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

 

Del libro del Deuteronomio 4,32-34.39-40

Moisés habló al pueblo diciendo: Pregúntale al tiempo pasado, a los días que te han precedido desde que el Señor creó al hombre sobre la tierra, si de un extremo al otro del cielo sucedió alguna vez algo tan admirable o se oyó una cosa semejante. ¿Qué pueblo oyó la voz de Dios que hablaba desde el fuego, como la oíste tú, y pudo sobrevivir? ¿O qué dios intentó venir a tomar para sí una nación de en medio de otra, con milagros, signos y prodigios, combatiendo con mano poderosa y brazo fuerte, y realizando tremendas hazañas, como el Señor, tu Dios, lo hizo por ti en Egipto, ante tus mismos ojos? Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios –allá arriba, en el cielo, y aquí abajo, en la tierra– y no hay otro. Observa los preceptos y los mandamientos que hoy te prescribo. Así serás feliz, tú y tus hijos después de ti, y vivirás mucho tiempo en la tierra que el Señor, tu Dios, te da para siempre. 

De la carta a los Romanos 8,14-17

Hermanos: Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios “¡Abbá!”, es decir, “¡Padre!” El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con Él para ser glorificados con Él.

Evangelio según san Mateo 28,16-20

Después de la Resurrección del Señor, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de Él; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que Yo les he mandado. Y Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.

 

Misericordia: es la palabra que revela el misterio

de la Santísima Trinidad.

Misericordia: es el acto último y supremo

por el cual Dios viene a nuestro encuentro…

Desde el corazón de la Trinidad, desde la intimidad

más profunda del misterio de Dios, brota

y corre sin parar el río de la misericordia.

 Papa Francisco

 

Tenemos que meditar ahora en la «Iglesia de la Trinidad». ¡Hermosísimo tema! Pareciera un poco abstracto y como lejano. Sin embargo, la Trinidad santísima es la realidad más concreta, la más cercana y más íntima a nuestra vida. Cuando San Pablo grita: «No soy yo el que vive, sino que es Cristo el que vive en mí» (Gál 2,20), está manifestando una experiencia muy elemental y muy honda de la vida trinitaria en nosotros: el Espíritu nos configura profundamente con Cristo y nos introduce en la vida del Padre.

Formamos una comunidad que tiene su principio y tendrá su término en la Trinidad. Santo Tomás nos dice: «La Trinidad es el principio y el fin de toda la vida cristiana». Podemos aplicarlo a la Iglesia: «La Trinidad es el principio y el fin de toda la vida de la Iglesia». La Iglesia nace del amor fontal del Padre, de la misión redentora del Hijo y de la actividad incesantemente santificadora del Espíritu Santo. La Iglesia termina en la visión, mejor aún, en la comunión con la vida trinitaria.

Tomamos como texto básico para nuestra reflexión de hoy el famoso himno de San Pablo a los efesios:

«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en el Amado. En él tenemos, por medio de su sangre, la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra. A él, por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad, para ser nosotros alabanza de su gloria, los que ya antes esperábamos en Cristo. En él también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, la Buena Nueva de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión» (Ef 1,3–14).

Es todo el plan de la salvación el que nos describe San Pablo y el sublime misterio de la Iglesia. Por eso se apoya en este texto la Lumen gentiumen sus primeros números (2–4) cuando desea revelarnos la «luz de Cristo» reflejada en el rostro de la Iglesia.

Texto básico para entender el Misterio de la Iglesia —para descubrirlo desde la fe y amarlo— como Iglesia de la Trinidad. Se describe aquí el designio salvífico del Padre (3–6), la obra redentora del Hijo (7–12) y la acción santificadora del Espíritu (13–14). Cada una de las tres partes termina con una invitación a la alabanza de la Trinidad: «in laudem gloriae gratiae suae».

Tal vez no hayamos experimentado suficientemente todavía en nuestra vida la eficacia del amor del Padre, que nos llama a la santidad; la eficacia de la acción redentora del Hijo, que nos libera del pecado y recapitula en sí todas las cosas; la acción incesantemente recreadora del Espíritu Santo, que nos marca interiormente con su sello y nos prepara para la redención definitiva. Tal vez no hayamos pensado más hondamente que la Iglesia es imagen y comunicación de la Trinidad, expresión del Dios único, que nos creó y redimió y en cuya visión directa seremos consumadamente felices. El cielo será eso: «gaudium de Trinitate». La Iglesia es definida en el concilio con palabras de San Cipriano: «El pueblo congregado desde la unidad del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (LG 4).

La Iglesia es, en definitiva, «sacramento universal de salvación», porque es «la Iglesia de la Trinidad». Son bellísimas también las palabras con las que la Lumen gentiumtermina de subrayar el carácter misionero de la Iglesia: «Así, la Iglesia une oración y trabajo, hasta que un día todos los hombres entren en un solo Pueblo de Dios, un solo Cuerpo  del Señor, un solo Templo del Espíritu Santo» (LG 17).

La Iglesia camina hacia su consumación en la Trinidad santísima. La salvación definitiva llegará cuando la humanidad entre en la comunión plena con la Trinidad en la segunda venida de Jesús.

Toda la eclesiología del Vaticano II es esencialmente trinitaria. Lo es todo el concilio, profundamente animado por el dinamismo del Espíritu Santo, Espíritu de Cristo  y del Padre. Habría que profundizar todavía (se está haciendo en parte, gracias a Dios) en la teología y espiritualidad del Espíritu Santo. Pablo VI lo quiso como fruto especial del Año Santo.

Todo el capítulo 2 de la Lumen gentiumse mueve en clima trinitario: es el Pueblo de Dios —familia de la Trinidad—, que nace marcado por el sello de la Trinidad en el bautismo y marcha hacia la unidad consumada de la gloria.

La naturaleza y actividad misionera de la Iglesia tienen sus raíces en la Trinidad. «La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que procede de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo según el designio de Dios Padre» (AG 2).

Recordemos un hermosísimo texto de San Clemente Romano: «¡Oh maravilla mística! Uno es el Padre del universo, uno también es el Logos del universo y uno es también, en todas partes, el mismo Pneuma santo; una sola también es la madre Virgen; mi gozo es llamarla Ecclesia». ¡Iglesia de la Trinidad! ¡Cómo nos entusiasma y llena de gozo su visión!

Cardenal Pironio

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