Primer Domingo de Adviento, ciclo B
Orar no es una actividad entre otras, una parte de mi tiempo. Orar es la respuesta al imperativo que está al inicio del Canon en la celebración eucarística: Sursum corda: levantemos el corazón. Se trata de elevar mi existencia hacia la altura de Dios. En san Gregorio Magno se encuentra una hermosa palabra al respecto. Recuerda que Jesús llama a Juan el Bautista una “lámpara que ardía y brillaba” (Jn 5, 35) y sigue: “ardiente por el deseo celestial, brillante por la palabra. Por tanto, a fin de que se conserve la veracidad del anuncio, se debe conservar la altura de la vida” (Hom. en Ez. 1, 11: 7 ccl 142, 134). La altura, la medida alta de la vida, que precisamente hoy es tan esencial para el testimonio en favor de Jesucristo, sólo la podemos encontrar si en la oración nos dejamos atraer continuamente por él hacia su altura.
El “sursum corda”, antiquísima fórmula de la liturgia, ya debería ser el “camino” de nuestro hablar y pensar. Debemos elevar nuestro corazón al Señor no sólo como una respuesta ritual, sino como expresión de lo que sucede en este corazón que se eleva y arrastra hacia arriba a los demás.
BENEDICTO XVI
Oración Colecta: Dios todopoderoso y eterno, te rogamos que la práctica de las buenas obras nos permita salir al encuentro de tu Hijo que viene hacia nosotros, para que merezcamos estar en el Reino de los cielos junto a Él. Que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
Del libro de Isaías 63,16b-17.19b;64,2-7
Tú, Señor, eres nuestro padre, “nuestro Redentor” es tu Nombre desde siempre! Por qué, Señor, nos desvías de tus caminos y endureces nuestros corazones para que dejen de temerte? ¡Vuelve, por amor a tus servidores y a las tribus de tu herencia! ¡Si rasgaras el cielo y descendieras, las montañas se disolverían delante de ti! Cuando hiciste portentos inesperados, que nadie había escuchado jamás, ningún oído oyó, ningún ojo vio a otro Dios, fuera de ti, que hiciera tales cosas por los que esperan en Él. Tú vas al encuentro de los que practican la justicia y se acuerdan de tus caminos. Tú estás irritado, y nosotros hemos pecado, desde siempre fuimos rebeldes contra ti. Nos hemos convertido en una cosa impura, toda nuestra justicia es como un trapo sucio. Nos hemos marchitado como el follaje y nuestras culpas nos arrastran como el viento. No hay nadie que invoque tu Nombre, nadie que despierte para aferrarse a ti, porque Tú nos ocultaste tu rostro y nos pusiste a merced de nuestras culpas. Pero Tú, Señor, eres nuestro padre; nosotros somos la arcilla, y Tú, nuestro alfarero: ¡todos somos la obra de tus manos!
Salmo responsorial: Sal 79,2ac.3b.15-16.18-19
R/ Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Pastor de Israel, escucha, tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos. R/
Dios de los Ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó y que tú hiciste vigorosa. R/
Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tú fortaleciste. No nos alejaremos de ti; danos vida, para que invoquemos tu nombre. R/
De la 1a carta a los Corintios 1,3-9
Hermanos: Llegue a ustedes la gracia y la paz que proceden de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo. No dejo de dar gracias a Dios por ustedes, por la gracia que Él les ha concedido en Cristo Jesús. En efecto, ustedes han sido colmados en Él con toda clase de riquezas, las de la palabra y las del conocimiento, en la medida que el testimonio de Cristo se arraigó en ustedes. Por eso, mientras esperan la Revelación de nuestro Señor Jesucristo, no les falta ningún don de la gracia. Él los mantendrá firmes hasta el fin, para que sean irreprochables en el día de la Venida de nuestro Señor Jesucristo. Porque Dios es fiel, y Él los llamó a vivir en comunión con su Hijo Jesucristo, nuestro Señor.
Evangelio según san Marcos 13,33-37
Jesús dijo a sus discípulos: Tengan cuidado y estén prevenidos, porque no saben cuándo llegará el momento. Será como un hombre que se va de viaje, deja su casa al cuidado de sus servidores, asigna a cada uno su tarea, y recomienda al portero que permanezca en vela. Estén prevenidos, entonces, porque no saben cuándo llegará el dueño de casa: si al atardecer, a medianoche, al canto del gallo o por la mañana. No sea que llegue de improviso y los encuentre dormidos. Y esto que les digo a ustedes, lo digo a todos: ¡Estén prevenidos!
Homilía del Papa Benedicto
Adventus es palabra latina que podría traducirse por “llegada”, “venida”, “presencia”. En el lenguaje del mundo antiguo era un término técnico que indicaba la llegada de un funcionario, en particular la visita de reyes o emperadores a las provincias, pero también podía utilizarse para la aparición de una divinidad, que salía de su morada oculta y así manifestaba su poder divino: su presencia se celebraba solemnemente en el culto.
Los cristianos, al adoptar el término “Adviento”, quisieron expresar la relación especial que los unía a Cristo crucificado y resucitado. Él es el Rey que, al entrar en esta pobre provincia llamada tierra, nos ha hecho el don de su visita y, después de su resurrección y ascensión al cielo, ha querido permanecer siempre con nosotros: percibimos su misteriosa presencia en la asamblea litúrgica.
En efecto, al celebrar la Eucaristía, proclamamos que él no se ha retirado del mundo y no nos ha dejado solos, y, aunque no lo podamos ver y tocar como sucede con las realidades materiales y sensibles, siempre está con nosotros y entre nosotros; más aún, está en nosotros, porque puede atraer a sí y comunicar su vida a todo creyente que le abra el corazón. Por tanto, Adviento significa hacer memoria de la primera venida del Señor en la carne, pensando ya en su vuelta definitiva; y, al mismo tiempo, significa reconocer que Cristo presente en medio de nosotros se hace nuestro compañero de viaje en la vida de la Iglesia, que celebra su misterio.
Esta certeza, alimentada por la escucha de la Palabra de Dios, debería ayudarnos a ver el mundo de una manera diversa, a interpretar cada uno de los acontecimientos de la vida y de la historia como palabras que Dios nos dirige, como signos de su amor que nos garantizan su cercanía en todas las situaciones; en particular, esta certeza debería prepararnos para acogerlo cuando “de nuevo venga con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin”. En esta perspectiva, el Adviento es para todos los cristianos un tiempo de espera y de esperanza, un tiempo privilegiado de escucha y de reflexión, con tal de que se dejen guiar por la liturgia, que invita a salir al encuentro del Señor que viene.
“¡Ven, Señor Jesús!”: esta ferviente invocación de la comunidad cristiana de los orígenes debe ser también, nuestra aspiración constante, la aspiración de la Iglesia de todas las épocas, que anhela y se prepara para el encuentro con su Señor. “¡Ven hoy, Señor!”; ilumínanos, danos la paz, ayúdanos a vencer la violencia. ¡Ven, Señor! rezamos precisamente en estas semanas. “Señor, ¡que brille tu rostro y nos salve!”: hemos rezado así, hace unos instantes, con las palabras del salmo responsorial. Y el profeta Isaías, en la primera lectura, nos ha revelado que el rostro de nuestro Salvador es el de un padre tierno y misericordioso, que cuida de nosotros en todas las circunstancias, porque somos obra de sus manos: “Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es “Nuestro redentor”” (Is 63,16).
Nuestro Dios es un padre dispuesto a perdonar a los pecadores arrepentidos y a acoger a los que confían en su misericordia (cf. Is 64, 4). Nos habíamos alejado de él a causa del pecado, cayendo bajo el dominio de la muerte, pero él ha tenido piedad de nosotros y por su iniciativa, sin ningún mérito de nuestra parte, decidió salir a nuestro encuentro, enviando a su Hijo único como nuestro Redentor. Ante un misterio de amor tan grande brota espontáneamente nuestro agradecimiento, y nuestra invocación se hace más confiada: “Muéstranos, Señor, hoy, en nuestro tiempo, en todas las partes del mundo, tu misericordia; haz que sintamos tu presencia y danos tu salvación” (cf. Aleluya).
Prepararnos para la venida de Cristo es también la exhortación que nos dirige el evangelio de hoy: “¡Velad!”, nos dice Jesús en la breve parábola del dueño de casa que se va de viaje y no se sabe cuándo volverá (cf. Mc 13, 33-37). Velar significa seguir al Señor, elegir lo que Cristo eligió, amar lo que él amó, conformar la propia vida a la suya. Velar implica pasar cada instante de nuestro tiempo en el horizonte de su amor, sin dejarse abatir por las dificultades inevitables y los problemas diarios.
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