Celebración con la comunidad de San Benito

Homilía del 2 de junio de 2016. Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús

Mons. Martín de Elizalde, obispo emérito de la diócesis de Nueve de Julio, Abadía de Santa Escolástica

 

Queridas hermanas, queridos hermanos:

El elogio que Jesús hace de este fiel maestro de la Ley es para nosotros, para todos los bautizados, una invitación a sumarnos a esa comprensión de los mandamientos, que conduce a ponerlos sinceramente en práctica. Y la enseñanza de N. P. san Benito, al principio del capítulo 4 de la Regla, retomando el enunciado evangélico que resume los Diez mandamientos en estos dos, nos compromete a los monjes y monjas a adherirnos a él con firme constancia, para escuchar, nosotros también, ese mismo elogio, y recibir la recompensa prometida: “Ni ojo vio, ni oído oyó las cosas que Dios ha preparado para los que lo aman” (RB 4, 77; cfr I Cor 2, 9). En el comienzo de la Santa Regla, entre los capítulos dedicados al arte espiritual, encabeza los instrumentos de las buenas obras la síntesis de los mandamientos que afirma el primado del amor, amor de Dios y amor de los hermanos.

Las palabras de Jesús expresan a Quien debemos amar, a Dios, el único Señor, que vela con solicitud sobre su pueblo. Y con un énfasis muy particular dice que ese amor debe ser abundante y profundo, “con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas”. El amor da sentido a la perseverancia en la práctica de los mandamientos, que son los instrumentos a emplear en el taller espiritual, el monasterio. Su valor y eficacia no proceden de una simple fidelidad exterior o de una adecuada utilización formal, sino del ardor que motiva al discípulo, de ese amor intenso, que el mismo Benito describe, y que nos presenta para suscitar el deseo, abrir el corazón a su calidez, prepararnos a gustar su sabor en el alma, con la esperanza de la vida eterna y el anticipo de la felicidad alcanzada ya aquí en la tierra.

Así, aquello que había empezado no sin temor y esfuerzo, “como naturalmente comenzará a observarlo por la costumbre, ya no por temor del infierno sino con el amor de Cristo y la buena costumbre y el deleite de las virtudes” (RB 7, 68 – 69). El amor es el que da sentido y entidad al propósito de vida, y transforma las acciones temporales en medios – grados, escalones – para llegar a Dios. Podemos ver el episodio evangélico del encuentro de Jesús con el maestro de la Ley, con el acento puesto en el amor, como el fundamento para la interpretación del camino vocacional, la razón y término de la llamada dirigida al discípulo. El “obsculta, fili” (RB Prol., 1) encuentra así su verdadera expresión: el amor ilumina el carisma benedictino de una escucha que se vuelve obediencia, y concluye en la preferencia decidida e indivisa por Cristo, “el cual nos conceda alcanzar todos juntos la vida eterna” (RB 72, 11-12). Para llegar a la “patria celestial”, hacia la que nos dirigimos “con la ayuda de Cristo”, contamos con esta “mínima regla de iniciación”, y con ella podremos escalar “las cimas más elevadas de doctrina y virtudes”, que la tradición de los Padres, recomendados por san Benito como maestros, nos ha hecho conocer (cfr. RB 73, 8 -9).

Y el amor establece una intensidad de comunión, de tal modo que la acción del discípulo se identifica y se vuelve continuidad del mandato del Maestro, como lo expresa con fuerza la misma Regla, “con la prontitud de la obediencia acatan la voz del que les manda, y como en un mismo momento, ambas cosas, la orden del maestro y la acción perfecta del discípulo, se ejecutan con la presteza del temor de Dios” (RB 5, 9). Escucha, obediencia, comunión, reverencia, están vinculados con el lazo del amor de Dios, “con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas”, como en el evangelio de hoy.

El segundo mandamiento es semejante al primero: amar “al prójimo como a uno mismo” (RB 4, 2). Y el edificio de la comunidad se sostiene con la caridad: el “padre piadoso” (RB Prol., 1) es representado por el abad, quien hace “las veces de Cristo en el monasterio” (RB 2, 2), y debe “procurar ser más amado que temido” (RB 64, 15); y este mandamiento del amor se refleja en múltiples instancias en la vida de la comunidad: el cuidado de los enfermos, la moderación en la disciplina, la acogida a los huéspedes, en especial a los pobres y peregrinos, la responsabilidad de los oficiales que deben tratar con delicadeza a los hermanos. De modo, podríamos decir, que el recinto del monasterio, este taller del arte espiritual (cfr. RB 4, 75 – 78), esta escuela del servicio divino (RB Prol., 45), es el ámbito de la caridad, de la práctica de amor fraterno, imagen del amor de Dios. Debemos agregar a esto cuanto san Benito nos dice sobre la obediencia recíproca en el c. 71: así como la obediencia de Cristo es expresión de su amor al Padre, la obediencia que los hermanos se prestarán los unos a los otros, “con toda caridad y diligencia” (ib., 4), justamente porque la obediencia es un bien y es imitación del mismo Jesucristo, constituye la aplicación del segundo mandamiento.

El monasterio como “schola dominici servitii”, no lo es tanto como lugar de aprendizaje y de ejercitación, sino que se refiere a la raíz contemplativa, que atiende al modelo divino, en una estabilidad que, sin dejar de ser laboriosa con el impulso de la caridad, mira hacia lo definitivo en Dios, el reino de los cielos (Mc 12, 34), del que estaba ya cerca el maestro de la Ley. El evangelio que hoy hemos proclamado, y nos habla de este reino que se alcanza por la caridad, lo queremos vivir en nuestra vocación. De esta orientación, dominante pero serena, es santa Escolástica el ejemplo, desde su mismo nombre, que encierra un símbolo tan elocuente. El monasterio, por este primado del amor, es por eso porta caeli, atrio de la casa del Señor, que anticipa lo definitivo, pues es imagen de la eternidad; visión de paz, que se construye armoniosamente con piedras vivas, animadas por el fuego de la caridad.

En la celebración de los 75 años de vida monástica de la abadía de Santa Escolástica damos gracias a Dios por lo que Él mismo ha querido mostrar en la historia, en su liturgia, en la difusión de la Palabra de Dios y de la Tradición, en la conversatio, ciertamente ejemplar, de sus monjas, y en los frutos, ofrecidos con generosidad, a la Iglesia y a los fieles. Los hermanos monjes de la abadía de San Benito nos unimos en esta acción de gracias, con una súplica ferviente por la continuidad siempre renovada de tan precioso legado, y manifestamos nuestra gratitud a Dios Nuestro Señor por haber sido nuestros padres en la vida monástica instrumento para esta siembra. Y con afecto de hermanos y humilde confianza me atrevo a decir que sentimos que sus obras y méritos son también, en parte nuestros, y por eso en ellos y en sus oraciones nos apoyamos para seguir prestando el servicio de la caridad que es la vida monástica.

Share the Post