XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo A

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“Los santos no pasan”. ¿Qué es lo que los convierte en una figura que, en cierto sentido, no pasa? ¿Cuál es el nombre de esa fuerza que resiste a la ley inexorable del “todo pasa”? El nombre de esa fuerza es el amor. El evangelio de hoy, que nos presenta el pasaje de las vírgenes prudentes, habla precisamente del amor. Los santos como ellas salen al encuentro del Esposo divino. Como ellas velan con la lámpara del amor encendida, para no perder el momento de la venida del Esposo. Como ellas, se encuentran con Él mientras estaba llegando y fueron invitados a participar en el banquete de bodas. Es precisamente ese amor el que hace que el paso del tiempo, al que está sujeto todo hombre en la tierra, no borre su memoria.

SAN JUAN PABLO II 

Oración Colecta: Dios todopoderoso y rico en misericordia, aleja de nosotros todos los males, para que, sin impedimentos en el alma y en el cuerpo, cumplamos tu voluntad con libertad de espíritu. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Del libro de la Sabiduría 6,12-16

La Sabiduría es luminosa y nunca pierde su brillo: se deja contemplar fácilmente por los que la aman y encontrar por los que la buscan. Ella se anticipa a darse a conocer a los que la desean. El que madruga para buscarla no se fatigará, porque la encontrará sentada a su puerta. Meditar en ella es la perfección de la prudencia, y el que se desvela por su causa pronto quedará libre de inquietudes. La Sabiduría busca por todas partes a los que son dignos de ella, se les aparece con benevolencia en los caminos y les sale al encuentro en todos sus pensamientos.

Salmo responsorial: Sal 62,2-8

R/ Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.

Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agotada sin agua. R/

Cómo te contemplaba en el santuario, viendo tu fuerza y tu gloria, tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios. R/

Toda mi vida te bendeciré, y alzaré las manos invocándote, me saciaré como de enjundia y de manteca y mis labios te alabarán jubilosos. R/

En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti, porque fuiste mi auxilio y a la sombra de tus alas canto con júbilo. R/

De la 1ª Carta a los Tesalonisenses 4,13-18

No queremos, hermanos, que vivan en la ignorancia acerca de los que ya han muerto, para que no estén tristes como los otros, que no tienen esperanza. Porque nosotros creemos que Jesús murió y resucitó: de la misma manera, Dios llevará con Jesús a los que murieron con él. Queremos decirles algo, fundados en la Palabra del Señor: los que vivamos, los que quedemos cuando venga el Señor, no precederemos a los que hayan muerto. Porque a la señal dada por la voz del Arcángel y al toque de la trompeta de Dios, el mismo Señor descenderá del cielo. Entonces, primero resucitarán los que murieron en Cristo. Después nosotros, los que aún vivamos, los que quedemos, serenos llevados con ellos al cielo, sobre las nubes, al encuentro de Cristo, y así permaneceremos con el Señor para siempre. Consuélense mutuamente con estos pensamientos.

Evangelio según san Mateo 25,1-13

Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: El Reino de los Cielos será semejante a diez jóvenes que fueron con sus lámparas al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes. Las necias tomaron sus lámparas, pero sin proveerse de aceite, mientras que las prudentes tomaron sus lámparas y también llenaron de aceite sus frascos. Como el esposo se hacía esperar, les entró sueño a todas y se quedaron dormidas. Pero a medianoche se oyó un grito: “¡Ya viene el esposo, salgan a su encuentro!”. Entonces las jóvenes se despertaron y prepararon sus lámparas. Las necias dijeron a las prudentes: “¿Podrían darnos un poco de aceite, porque nuestras lámparas se apagan?”. Pero estas les respondieron: “No va a alcanzar para todas. Es mejor que vayan a comprarlo al mercado”. Mientras tanto, llegó el esposo: las que estaban preparadas entraron con él en la sala nupcial y se cerró la puerta. Después llegaron las otras jóvenes y dijeron: “Señor, Señor, ábrenos”, pero él respondió: “Les aseguro que no las conozco”. Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora.

 

 

Una palabra para quienes consagran su vida a la contemplación y viven en el recogimiento y en la clausura su vida religiosa. Vuestra forma de vida, queridas hijas, os coloca en el corazón del misterio de la Iglesia. Vuestra vida personal se centra en el AMOR ESPONSAL A CRISTO. Por eso, modeladas por su Espíritu, debéis darle todo vuestro ser, haciendo vuestros sus sentimientos, sus proyectos y su misión de caridad y de salvación. Ahora bien; esto no queda confinado dentro de las cuatro paredes de los monasterios, sino que se proyecta hacia la gran historia de los hombres, donde se construye la justicia, donde se crea la comunión y participación de los bienes materiales y espirituales, donde se procura instaurar la civilización del amor, donde, en fin, ha de llegar, con la Buena Nueva del Evangelio, la salvación de Dios.

Por eso, vuestra vida contemplativa es absolutamente vital para la Iglesia y para la humanidad. Con esa certeza, vivid en alegría la radicalidad de vuestra condición absolutamente original: el amor exclusivo del Señor y, en El, el amor de todos vuestros hermanos en humanidad. Aplicando vuestra capacidad de amar en la adoración y en las plegarias, vuestra propia existencia grita silenciosamente el primado de Dios, testimonia la dimensión trascendente de la persona humana y lleva a los hombres, a las mujeres, a los jóvenes a pensar y a interrogarse sobre el sentido de la vida.

Que vuestros monasterios sigan siendo lugares de paz y de vida interior. Y orad, orad mucho por los que también rezan, por los que no pueden rezar, por los que no saben rezar y por los que no quieren rezar. ¡Y tened confianza!

 

SAN JUAN PABLO II

 

De una homilía del Papa Francisco

 

En el Credo profesamos que Jesús «de nuevo vendrá en la gloria para juzgar a vivos y muertos». La historia humana comienza con la creación del hombre y la mujer a imagen y semejanza de Dios y concluye con el juicio final de Cristo. A menudo se olvidan estos dos polos de la historia, y sobre todo la fe en el retorno de Cristo y en el juicio final a veces no es tan clara y firme en el corazón de los cristianos. Jesús, durante la vida pública, se detuvo frecuentemente en la realidad de su última venida.

Ante todo recordemos que, con la Ascensión, el Hijo de Dios llevó junto al Padre nuestra humanidad que Él asumió y quiere atraer a todos hacia sí, llamar a todo el mundo para que sea acogido entre los brazos abiertos de Dios, para que, al final de la historia, toda la realidad sea entregada al Padre. Pero existe este «tiempo inmediato» entre la primera venida de Cristo y la última, que es precisamente el tiempo que estamos viviendo. En este contexto del «tiempo inmediato» se sitúa la parábola de las diez vírgenes (cf. Mt 25, 1-13). Se trata de diez jóvenes que esperan la llegada del Esposo, pero él tarda y ellas se duermen. Ante el anuncio improviso de que el Esposo está llegando todas se preparan a recibirle, pero mientras cinco de ellas, prudentes, tienen aceite para alimentar sus lámparas; las otras, necias, se quedan con las lámparas apagadas porque no tienen aceite; y mientras lo buscan, llega el Esposo y las vírgenes necias encuentran cerrada la puerta que introduce en la fiesta nupcial. Llaman con insistencia, pero ya es demasiado tarde; el Esposo responde: no os conozco. El Esposo es el Señor y el tiempo de espera de su llegada es el tiempo que Él nos da, a todos nosotros, con misericordia y paciencia, antes de su venida final; es un tiempo de vigilancia; tiempo en el que debemos tener encendidas las lámparas de la fe, de la esperanza y de la caridad; tiempo de tener abierto el corazón al bien, a la belleza y a la verdad; tiempo para vivir según Dios, pues no sabemos ni el día ni la hora del retorno de Cristo. Lo que se nos pide es que estemos preparados al encuentro —preparados para un encuentro, un encuentro bello, el encuentro con Jesús—, que significa saber ver los signos de su presencia, tener viva nuestra fe, con la oración, con los Sacramentos, estar vigilantes para no adormecernos, para no olvidarnos de Dios. La vida de los cristianos dormidos es una vida triste, no es una vida feliz. El cristiano debe ser feliz, la alegría de Jesús. ¡No nos durmamos!

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