XXIII Domingo del Tiempo durante el año, ciclo C

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El encuentro con Cristo cambia radicalmente la vida de una persona,

la impulsa a la conversión profunda de la mente y del corazón,

y establece una comunión de vida que se transforma en seguimiento.

JUAN PABLO II

 

Oración Colecta: Señor Dios, que nos has para hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de Padre, para que cuantos hemos creído en Cristo alcancemos la verdadera libertad y la herencia eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

 

Del libro de la Sabiduría 9, 13-18

Qué hombre puede conocer los designios de Dios o hacerse una idea de lo que quiere el Señor? Los pensamientos de los mortales son indecisos y sus reflexiones, precarias, porque un cuerpo corruptible pesa sobre el alma y esta morada de arcilla oprime a la mente con muchas preocupaciones. Nos cuesta conjeturar lo que hay sobre la tierra, y lo que está a nuestro alcance lo descubrimos con esfuerzo; pero ¿quién ha explorado lo que está en el cielo? ¿Y quién habría conocido tu voluntad si Tú mismo no hubieras dado la Sabiduría y enviado desde lo alto tu santo espíritu? Así se enderezaron los caminos de los que están sobre la tierra, así aprendieron los hombres lo que te agrada y, por la Sabiduría, fueron salvados.

 

Salmo responsorial: Sal 89,3-6.12-14.17

R/ Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

 

Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: “Retornad, hijos de Adán”. Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó, una vela nocturna. R/

Los siembras año por año, como hierba que se renueva: que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca. R/

Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos. Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. R/

Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. R/

 

De la carta a Filemón 9b-10. 12-17

Querido hermano: Yo, Pablo, ya anciano y ahora prisionero a causa de Cristo Jesús, te suplico en favor de mi hijo Onésimo, al que engendré en la prisión. Te lo envío como si fuera una parte de mi mismo ser. Con gusto lo hubiera retenido a mi lado, para que me sirviera en tu nombre mientras estoy prisionero a causa del Evangelio. Pero no he querido realizar nada sin tu consentimiento, para que el beneficio que me haces no sea forzado, sino voluntario. Tal vez, él se apartó de ti por un instante, a fin de que lo recuperes para siempre, no ya como un esclavo, sino como algo mucho mejor, como un hermano querido. Si es tan querido para mí, cuánto más lo será para ti, que estás unido a él por lazos humanos y en el Señor. Por eso, si me consideras un amigo, recíbelo como a mí mismo.

 

Evangelio según san Lucas 14, 25-33

Junto con Jesús iba un gran gentío, y Él, dándose vuelta, les dijo: Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: “Este comenzó a edificar y no pudo terminar”. ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.

 

¡Oh San Benito! Tú que no enseñaste de manera distinta a como viviste (cf. Gregorio, Diál. II, 36), haznos sentir a todos la actualidad perenne de tu enseñanza, para que continúes siendo inspirador de bien para el hombre contemporáneo.

Tú nos has enseñado que Dios, Creador y Padre, debe ser el “primer servido”, mediante la fe viva, el culto digno, la adoración devota, la plegaria asidua, la obediencia alegre a su santísima voluntad.

Tú nos has enseñado que la vida del hombre es digna de ser vivida, sin superficial optimismo utópico ni pesimismo desesperado, porque es don del amor de Dios y debe ser una continua, perenne, constante búsqueda de Dios, el único verdadero y auténtico valor absoluto.

Tú nos has enseñado que el cristiano, para ser realmente tal, debe “servir en la milicia de Cristo Señor, verdadero rey” (Regla, pról.), haciendo de Cristo el centro de la propia vida y de los propios intereses.

Juan Pablo II – 20 de septiembre de 1980

 

En los evangelios el seguimiento se expresa con dos actitudes:  la primera consiste en “acompañar” a Cristo (akoloutheîn); la segunda, en “caminar detrás” de él, que guía, siguiendo sus huellas y su dirección (érchesthai opíso). Así, nace la figura del discípulo, que se realiza de modos diferentes. Hay quien sigue de manera aún genérica y a menudo superficial, como la muchedumbre (cf. Mc 3, 7; 5, 24; Mt 8, 1. 10; 14, 13; 19, 2; 20, 29). Están los pecadores (cf. Mc 2, 14-15); muchas veces se menciona a las mujeres que, con su servicio concreto, sostienen la misión de Jesús (cf. Lc 8, 2-3; Mc 15, 41). Algunos reciben una llamada específica por parte de Cristo y, entre ellos, una posición particular ocupan los Doce.

Por tanto, la tipología de los llamados es muy variada:  gente dedicada a la pesca y a cobrar impuestos, honrados y pecadores, casados y solteros, pobres y ricos, como José de Arimatea (cf. Jn 19, 38), hombres y mujeres. Figura incluso el zelota Simón (cf. Lc 6, 15), es decir, un miembro de la oposición revolucionaria antirromana. También hay quien rechaza la invitación, como el joven rico, el cual, al  oír  las  palabras exigentes de  Cristo, se  entristeció  y se marchó pesaroso, “porque era muy rico” (Mc 10, 22).

Las condiciones para recorrer el mismo camino de Jesús son pocas pero fundamentales. Es necesario dejar atrás el pasado, cortar con él de modo determinante y realizar una metánoia en el sentido profundo del término:  un cambio de mentalidad y de vida. El camino que propone Cristo es estrecho, exige sacrificio y la entrega total de sí:  “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8, 34). Es un camino que conoce las espinas de las pruebas y de las persecuciones:  “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20). Es un camino que transforma en misioneros y testigos de la palabra de Cristo, pero exige de los apóstoles que “nada tomen para el camino:  (…) ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja” (Mc 6, 8; cf. Mt 10, 9-10).

Así pues, el seguimiento no es un viaje cómodo por un camino llano. También pueden surgir momentos de desaliento, hasta el punto de que, en una circunstancia, “muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él” (Jn 6, 66), es decir, con Jesús, que se vio obligado a formular a los Doce una pregunta decisiva:  “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67). En otra circunstancia, cuando Pedro se rebela a la perspectiva de la cruz, Jesús lo reprende bruscamente con palabras que, según un matiz del texto original, podrían ser una invitación a “retirarse de su vista”, después de haber rechazado la meta de la cruz:  “¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mc 8, 33).

 Aunque Pedro corre siempre el riesgo de traicionar, al final seguirá a su Maestro y Señor con el amor más generoso. En efecto, a orillas del lago de Tiberíades, Pedro hará su profesión de amor:  “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero”. Y Jesús le anunciará “la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios”, repitiendo dos veces:  “Sígueme” (Jn 21, 17. 19. 22).

 El seguimiento se expresa de modo especial en el discípulo amado, que entra en intimidad  con  Cristo, de quien recibe como don a su Madre y a quien reconoce una vez resucitado (cf. Jn 13, 23-26; 18, 15-16; 19, 26-27; 20, 2-8; 21, 2. 7. 20-24).

 La meta última del seguimiento es la gloria. El camino consiste en la “imitación  de Cristo”, que vivió en el amor y murió por amor en la cruz. El discípulo “debe, por decirlo así, entrar en Cristo con todo su ser, debe “apropiarse” y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo” (Redemptor hominis, 10). Cristo debe entrar en su yo para liberarlo del egoísmo y del orgullo, como dice a este propósito san Ambrosio:  “Que Cristo entre en tu alma y Jesús habite en tus pensamientos, para cerrar todos los espacios al pecado en la tienda sagrada de la virtud” (Comentario al Salmo 118, 26).

 Por consiguiente, la cruz, signo de amor y de entrega total, es el emblema del discípulo llamado a configurarse con Cristo glorioso. Un Padre de la Iglesia de Oriente, que es también un poeta inspirado, Romanos el Melódico, interpela al discípulo con estas palabras:  “Tú posees la cruz como bastón; apoya en ella tu juventud. Llévala a tu oración, llévala a la mesa común, llévala a tu cama y por doquier como tu título de gloria. (…) Di a tu esposo que ahora se ha unido a ti:  Me echo a tus pies. Da, en tu gran misericordia, la paz a tu universo; a tus Iglesias, tu ayuda; a los pastores, la solicitud; a la grey, la concordia, para que todos, siempre, cantemos nuestra resurrección” (Himno 52 “A los nuevos bautizados”, estrofas 19 y 22).

 Juan Pablo II

 

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