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Si conocieras el don de Dios

 

SI CONOCIERAS EL DON DE DIOS

 

«Con María, la Madre de Jesús» (Hch 1,14)
«Si tú conocieras el don de Dios» (Jn 4,10).
Cfr.: Jn 4,5-15 y Hch 1,12-14; 2,1-8

 

Quisiera introducir estos trabajos con una invitación a la serenidad, a la responsabilidad, a la profecía personal, comunitaria, eclesial.

A todos dirijo mi más cordial saludo de bienvenida. Al rezar juntos, ya nos acogemos mutuamente, invocando a Aquel que nos ha llamado a prestar a la Iglesia y a la sociedad civil este servicio. También quiero agradecer la generosidad y prontitud con la que habéis respondido a nuestra invitación. La disponibilidad que manifestáis para colaborar en este trabajo preparatorio de la IV Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Mujer muestra una profunda conciencia de responsabilidad como cristianos y cristianas, como auténticos discípulos del Señor.

Acabamos de oír la narración de San Juan sobre el encuentro de Jesús con la Samaritana. Un texto que sin duda es uno de los más hermosos y conmovedores del Evangelio. Al Santo Padre le gusta citarlo para recordar «el don de Dios» revelado por Jesús a la Samaritana y, en ella, a cada mujer, como don de verdad sobre su vocación. Nos hemos reunido para acoger de forma nueva y más profunda esta verdad. Para reflexionar juntos sobre nuestra respuesta cristiana al desafío de esta hora «dramática y magnífica» (Ch.L. 3) de la historia.

Hace unos días hemos celebrado la fiesta de Pentecostés. Hemos recordado la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos que, reunidos en Jerusalén –«con algunas mujeres y con María, la Madre de Jesús» (Hch 1,14)- esperaban el cumplimiento de la promesa del Señor. Este primer grupo de discípulos que había recibido el mensaje de Jesús era pequeño. A la fe que habían profesado, el Señor respondió enviándolos a anunciar «al mundo entero» la Salvación. Para dar a conocer a cada hombre y a cada mujer el «don de Dios» que la Samaritana ya conocía y había anunciado, contando a todos que había encontrado al Mesías (cfr. Jn 4,28).

1.- Espíritu de Verdad

Para que los discípulos pudiesen anunciar fue necesario que descendiese sobre ellos el Espíritu prometido. El Viento impetuoso que los despierta del estupor y los impulsa a la misión. El Consolador que hace superar el miedo e infunde la fortaleza y la alegría. El Fuego que purifica los corazones y los abre a la profecía. También nosotros necesitamos la fuerza y la luz del Paráclito. Para realizar el trabajo que tenemos entre manos necesitamos __sobre todo y en primer lugar__ acoger al Espíritu de Verdad, para que El nos introduzca en aquella «verdad del principio» que revela los designios de Dios sobre la mujer.

Nuestro aporte como cristianos en la humanización de la historia, que en este momento pasa concretamente por el intento de contribuir a la preparación de la próxima Conferencia de las Naciones Unidas sobre la mujer en Pekín, no puede ser otra sino el testimonio eficaz y el anuncio claro y profético de la verdad que Cristo revela sobre el hombre en general y, específicamente sobre la mujer.

El Santo Padre afirma continuamente la importancia de un «auténtico feminismo cristiano», basado sobre aquellos valores, en conformidad con los cuales «puede ser defendido y promovido el bien de toda la humanidad». A la luz del don de Dios revelado por Jesús a la Samaritana.

Redescubrir y recoger este don significa dejarnos conducir por el Espíritu hacia el mismo Dios, hacia su designio de amor, del cual deriva toda la historia humana que se transforma en historia de Salvación. En ella, la mujer ocupa un lugar privilegiado: desde Eva, madre de los vivientes, hasta la Mujer apocalíptica, vestida de sol, con la luna debajo de sus pies y con una corona de estrellas sobre la cabeza (cfr. Apc 12,1). Pasando por María de Nazareth, la humilde «servidora del Señor» (Lc 1,38), la mujer nueva que nos da a Jesús, el Hombre Nuevo. Es en Cristo __ y sólo en El __ en Quien, a la luz del Espíritu de la Verdad, podemos encontrar la revelación plena de la vocación y dignidad de la mujer. Vocación y dignidad que sólo en Cristo encontrarán su plena realización.

Los temas que aparecen en la «Plataforma de acción» para la conferencia de Pekín nos imponen la difícil y gozosa tarea de articular la Verdad a la que el Espíritu nos conduce, el «don de Dios» revelado por Jesús a la Samaritana, con la gama de experiencias humanas de las que hoy está tejida la vida de las mujeres.

El primer anuncio de la verdad sobre el hombre lo encontramos en el acto de la creación:

a- Dios lo crea «a su imagen y semejanza». Y lo crea «como hombre y mujer» (Gen 1,27). Hombre y mujer __así enseña el relato del Génesis con innegable evidencia__ son personas, porque son capaces de relación y están destinadas a entrar en ella. Dios quiso dar al hombre la mujer como compañera, porque no era bueno que él estuviese sólo. Al recibir a la mujer como «compañera semejante a él» (Gen 2,18), el hombre reconoce que ella es «carne de su carne» y «hueso de sus huesos» (Gen 2,23).

Dios creó al uno para el otro, al hombre y a la mujer. Pero no los creó «por mitades» o «incompletos». En la comunión personal que están llamados a constituir como «unidad de dos» cada uno está llamado a ser para el otro «una ayuda», un otro «yo» en comunión humana. Iguales en dignidad, tanto el uno como el otro son personas llamadas a realizarse a través de una recíproca donación. El hombre y la mujer, precisamente porque destinados a esta comunión, son __según la lógica del designio de Dios__ necesariamente diferentes (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, N.369-372).

b-        El sentido de la diferencia está en la común vocación a la «unidad de los dos», en el amor que es «imagen de Dios».

El «ser hombre» o «ser mujer» significa, entonces, «no ser para sí mismo». Expresa un destino al «don de sí», característica del «ser persona» según el designio de Dios.

La «unión de los dos» en el matrimonio es ápice y paradigma de la recíproca complementariedad entre el hombre y la mujer, que, juntos, reflejan la riqueza de Dios como su imagen. El matrimonio, y la familia que nace de él, son, por excelencia, camino y espacio de realización humana. Lejos de constituir una limitación para la realización sobre todo de la mujer, la dinámica del don recíproco es proceso de liberación interior, que se transforma en crecimiento personal. La maternidad representa para la mujer una dimensión esencial de este proceso: esta forma específica del «don de sí» que es la transmisión de la propia vida, así como la única e insuperable relación de amor que establece con el ser que lleva consigo, constituyen la más plena realización personal femenina.

La vocación del hombre y de la mujer al mutuo don en la reciprocidad, no se reducen al ámbito del matrimonio y de la familia. Estas constituyen la célula base de todo el tejido social. Como tal, son modelo de toda la gama de relaciones humanas: en todos los niveles y en cada ambiente de convivencia humana, la justa complementariedad entre hombres y mujeres en el respeto mutuo y en la promoción de la dignidad de cada uno, constituyen una condición imprescindible para la humanización y salvaguardia de lo humano en nuestra sociedad.

c- Según los designios de Dios, la historia de la familia humana es camino para un encuentro de plena realización del hombre y de la mujer, llamados a reflejar juntos su imagen.

Imagen que hoy, sin embargo, en muchas situaciones concretas se nos presenta irreconocible. Son más visibles la violencia, la opresión, la injusticia, el egoísmo y el odio que la capacidad de donación, la edificación de la comunión de amor, la unidad complementaria entre el hombre y la mujer que realiza el sentido de diferencia entre los dos.

Es el Espíritu de la Verdad quien nos puede dar la única clave de lectura para que, por una parte, no ignoremos y así podamos identificar las fuerzas del mal en nuestro mundo; y por otra, mantengamos viva la esperanza que nace de la certeza de la fe: tiene un sentido la historia dramática que vivimos. Las dificultades que atravesamos son camino de salvación. Esta es la difícil y confortadora misión de la esperanza. La esperanza no es virtud de los débiles ni para los tiempos fáciles; es virtud de los fuertes y para los tiempos difíciles. Las dificultades son una invitación a una constante conversión a la luminosa «verdad del principio» que orienta el uno hacia el otro, el «ser hombre» y el «ser mujer», indicando a los dos el camino de la donación de sí en la libertad del amor. Tenemos que aceptar la innegable realidad de esta historia de pecado en la que todos nos sentimos sumergidos, pero que todos debemos iluminar con la esperanza.

Quien está más afectada y perjudicada por la actuación del mal, por la no realización del proyecto originario de Dios, es la mujer. Son precisamente su capacidad de relación y su extraordinaria capacidad de donación las que la hacen más vulnerable frente a la inversión de valores que permite al odio ocupar el lugar del amor y al egoísmo el lugar de la donación.

Reducida, tantas veces, a objeto de consumo y placer, transformada en esclava de deshumanas tiranías, a menudo discriminada a niveles escolásticos y laborales, manipulada muchas veces en sus reivindicaciones por programas y estrategias neo-maltusianas, abrumada por la soledad y el peso moral y material y la ausencia de la figura paterna en el hogar, la mujer sufre profundamente por su falta de realización. Son fuertes las palabras del Santo Padre sobre esto, cuando dice: «la mujer no puede convertirse en “objeto” de “dominio” y de “posesión” masculina». Refiriéndose a todas «aquellas situaciones en las que la mujer se encuentra en desventaja o discriminada por el hecho de ser mujer», añade: «… en todos los casos en los que el hombre es responsable de lo que ofende la dignidad personal y la vocación de la mujer, actúa contra su propia dignidad personal y su propia vocación» (Mulieris Dignitatem, 10).

Es justa, legítima y necesaria, la lucha de las mujeres contra toda ofensa de su dignidad y las formas de opresión que la hacen prisionera. Lucha que nace del legítimo deseo de poder expresar en plenitud su feminidad y dignidad. De querer encontrar y ver respetados aquellos espacios de libertad en los que puede realizar su vocación y la donación de sí. En definitiva, su donación a Dios.

Sí, es justa, legítima y necesaria esta lucha, pero sólo en la medida en que reconquista el designio de Dios y tiene como criterio la fidelidad a él. Como la fidelidad de María al plan de Dios para la salvación del mundo. La lucha de la mujer por su liberación, no podrá por tanto llevarla «a apropiarse de las “características masculinas”, en contra de su propia “originalidad” femenina». Porque en este caso, en lugar de realizar su vocación y dignidad, la mujer llegaría a «deformar y perder lo que constituye su riqueza esencial» (Ibíd.).

Nos hemos reunido precisamente para contribuir a reconquistar y a hacer reaparecer a la luz del Espíritu de la Verdad esta riqueza -«el don de Dios» revelado a la samaritana-. Para trabajar, estudiar y comprometernos en la lucha en favor de la promoción de la mujer y del reconocimiento de sus derechos.

Sabemos -y el Santo Padre no se cansa de repetirlo- que el bien de la humanidad depende de la fidelidad de la mujer a su vocación, de la realización de su dignidad, de esta dignidad que «es medida en razón del amor, que es esencialmente orden de justicia y caridad» (Mulieris Dignitatem, 29).

La vocación de la mujer para dar amor -la fuerza humanizadora de su «profetismo»- constituye, en efecto, un factor irrenunciable de promoción del verdadero desarrollo, así como de paz y de equilibrio en las relaciones humanas, que son fruto de la justa concepción de la igualdad y diferencia entre el hombre y la mujer.

Anunciar esta verdad a un mundo que parece que la ha obscurecido totalmente, luchar por su reconocimiento y por su realización contra ideologías y sistemas que la derrumban y que quieren invertirla en nombre del progreso y de presuntos derechos humanos, es deber de todos nosotros, es parte esencial de la misión de la Iglesia.

La mujer cristiana tiene en esto una responsabilidad especial. La credibilidad del anuncio sobre la «verdad del principio» y la vocación y dignidad de la mujer recibe la fuerza de la autenticidad del testimonio de cada una de ustedes aquí presentes y de tantas mujeres que profesan la fe cristiana.

2.- María en el Cenáculo.

La fuerza y la autenticidad del testimonio son, a su vez, fruto del Espíritu de Pentecostés, que introduce en la verdad completa y hace arder en el amor los corazones.

En el Cenáculo de Jerusalén, como en la hora de la Anunciación, María permanece fiel a su vocación de acoger al Espíritu, de dejarse habitar y enviar por El, para abrir espacios al actuar de Dios en la historia, al servicio de la salvación de la humanidad.

Como en los inicios de su historia misionera, también hoy el dinamismo apostólico y la capacidad de anuncio de la Iglesia supone la presencia, a veces silenciosa y sufriente, pero siempre activa de María y de otras mujeres. Es la profética apertura al Espíritu de Verdad que capacita a la mujer para asumir «la lucha a favor del hombre, de su verdadero bien, de su salvación». Lucha paradigmáticamente representada en la Biblia con la imagen de la Mujer vestida de Sol que, al dar a luz, lucha contra el dragón que amenaza la vida de su Hijo (cfr. Apc 12,1-6).

Afirma el Santo Padre que «precisamente en la “mujer”, Eva-María, la historia constata una dramática lucha por cada hombre, la lucha por su fundamental “sí” o “no” a Dios y a su designio eterno sobre el hombre…» (Mulieris Dignitatem, 30). En su Encíclica Veritatis Splendor, el Santo Padre retoma este tema, invitándonos a «tomar conciencia de que la vida está siempre en el centro de una gran lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas». Y muestra la extraordinaria actualidad de la imagen de la Mujer apocalíptica, a quien el dragón quiere devorar a su hijo recién nacido. Este niño «en cierto sentido es también figura de cada hombre, de cada niño, especialmente de cada criatura débil y amenazada» (Veritatis Splendor, 104).

Cada mujer que acoge conscientemente en la fe el «don de Dios» desde su feminidad, asume al mismo tiempo la plenitud de su vocación al servicio de la vida, para la protección y la defensa de la vida, hoy tan amenazada. De esta responsabilidad por la vida, por lo humano y por el amor nace la fuerza moral de la mujer: «la mujer fuerte por la conciencia de esta entrega, es fuerte por el hecho de que Dios “le confía el hombre”, siempre y en cualquier caso, incluso en las condiciones de discriminación social en la que pueda encontrarse» (Ibíd.).

Hoy, esta lucha comienza frente a las condiciones sociales, culturales y políticas que impiden a tantas mujeres alcanzar la plena conciencia de su dignidad. O cuando son víctimas de una mentalidad materialista y hedonista que llega a reducirlas a objetos de un comercio organizado.

«Que las mujeres ayuden a las mujeres», es el desafío que el Santo Padre lanza a las mujeres (Mensaje de Su Santidad Juan Pablo II para la Jornada Mundial de la paz, 1 de enero de 1995).

«Que las mujeres ayuden a las mujeres»! Este envío misionero se dirige a cada mujer consciente de la responsabilidad que le viene del «don de Dios» recibido. La llama a convertirse, como la samaritana, en signo de esperanza. Esta mujer, transformada por el encuentro con Jesús junto al pozo de Jacob, encarna «la cualidad típica del apostolado femenino también en nuestro tiempo: la humilde iniciativa, el respeto por las personas sin la pretensión de imponer un punto de vista, la invitación a repetir la propia experiencia, como camino para alcanzar la convicción personal de fe» (Catequesis durante la audiencia general, 13 de julio de 1994).

Pero no es sólo frente a las situaciones de pobreza y opresión cuando es urgente anunciar la verdad. Son igualmente graves las amenazas contra la dignidad de la mujer y contra el bien de la humanidad que vienen de la idolatría de los éxitos de la técnica y de la ciencia, de la tentación de alcanzar el mayor bienestar material posible, de un individualismo que ignora el respeto hacia los derechos de los otros y las exigencias del bien común. Frente a estas tendencias que conducen inevitablemente a una progresiva pérdida de la «sensibilidad hacia todo aquello que es esencialmente humano», «el momento presente espera la manifestación de aquel “genio” de la mujer, que asegure en toda circunstancia la sensibilidad por el hombre, por el hecho de que es ser humano» (Mulieris Dignitatem, 30).

3.- Don de hablar otras lenguas

¿Cuál va a ser nuestra respuesta concreta al mundo que espera la manifestación de lo genuino de la mujer, del «don de Dios» acogido ya por la samaritana?

Cuando los apóstoles dejaron el Cenáculo para anunciar el Evangelio, por obra del Espíritu hablaban todas las lenguas. Cada uno de los presentes «llegados de todas las naciones» los oía hablar y escuchaban la Buena Noticia en su propia lengua (cfr. Hch 2,5.8).

El Espíritu Santo también nos tiene que dar hoy a nosotros una capacidad de comunicación nueva, para que podamos transmitir nuestro mensaje y dar testimonio de nuestra convicción a aquellos hermanos y hermanas que vienen de «otras naciones», con experiencias y posturas distintas de las nuestras, que tantas veces son víctimas de la manipulación ideológica, de las presiones ejercidas por los medios de comunicación, por las campañas de publicidad determinadas por la especulación político-económica.

Intuimos que, detrás de estas «otras lenguas» que hoy se hacen oír, así como de los abismos que nos separan de ciertas matrices ideológicas, se esconde la búsqueda de la verdad, la lucha por una existencia realizada, la voluntad de afirmar y ver reconocida la propia dignidad.

Ciertamente no serán las palabras las que abrirán el camino de la verdad. Es necesario el testimonio, hay que actuar, yendo al encuentro de aquellas hermanas nuestras y de aquellos hermanos nuestros que esperan un mensaje de esperanza «en su propia lengua», que los saque de la situación concreta que están viviendo. Aquella esperanza que «no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5)

Es urgente hacer que brille la luz de la vida __ de la vida de ustedes y de la vida de tantas mujeres cristianas__, la verdadera visión de la mujer, para ayudar a encontrar respuestas objetivas y efectivas a los problemas que afligen a tantos seres humanos, y en particular a un número tan grande de mujeres.

Es necesario comunicar y anunciar la experiencia espléndida del matrimonio, de la familia y de la maternidad como un camino de liberación y realización personal. Es necesario __hoy ciertamente más que nunca__ empeñarnos con todos los medios a favor de condiciones sociales que favorezcan la constitución y el crecimiento de las familias, en las cuales los esposos y los padres puedan asumir con responsabilidad su misión.

Es urgente y necesario hacer brillar ante el mundo la luz de la virginidad consagrada y la fecundidad misteriosa de la vida religiosa totalmente entregada a Dios y al servicio de los hermanos. Estupenda manera de acoger, en el corazón y en la carne, “el don de Dios” para la salvación del mundo.

Tenemos que abrir espacios al ejercicio de la responsabilidad de la mujer en lo humano, para la humanización de la sociedad. Como lo recuerda el Santo Padre en el “Mensaje con ocasión de la IV Conferencia Mundial de la ONU sobre la Mujer”, tenemos que reconocer «que la contribución de la mujer al bienestar y al progreso de la sociedad es incalculable; la Iglesia considera que las mujeres pueden hacer mucho más para salvar a la sociedad del vitus mortal de la degradación y la violencia, que hoy registran un aumento dramático». Pero sobre todo tenemos que desarrollar y proponer un trabajo cada vez más capilar y sistemático de formación integral de la mujer que la ayude e impulse a realizar el profetismo de lo que le es «genuino», para saber comunicar mejor a los demás «el don de Dios» que ya la samaritana había acogido. «Si conocieras el don de Dios».

Como los apóstoles, con María, no cesemos de invocar al Espíritu de la Verdad, la fuerza del Consolador, la luz de la Sabiduría. Como los Apóstoles, con María, dejémonos enviar. Pongámonos en camino, como la samaritana, porque el «don de Dios» recibido no es sólo para nosotros. Es para ser anunciado «a todas las naciones». Como María y con María pongámonos enseguida en camino de anuncio de la «Buena Noticia», en actitud positiva y creadora de profecía, de donación y de esperanza.

 

                                                                                                            Eduardo F. Card. Pironio
Roma, 9 de junio de 1995.

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