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Señor tu tienes palabras de vida eterna. Salmo 18

Vivir el tiempo pascual de la mano de los salmos

Señor tu tienes palabras de vida eterna. Salmo 18

         El salmo 18 que guiará esta etapa de nuestro camino pascual, se puede resumir como un himno a la gloria de Dios en la creación y en la revelación. Estas son las dos grandes partes, estrechamente unidas, en que podemos dividir esta oración del salterio. Estamos entonces en presencia de una plegaria que ensalza la hermosura y la belleza de la creación, como un peldaño que conduce a su Autor y que es capaz de manifestar no sólo el acto de su creación sino también el designio de su corazón que se ha revelado a través de la ley divina.

La primera parte del poema canta la radiante belleza de la creación salida de las manos divinas, que revela la hermosura todavía más espléndida de su Hacedor. Todas las creaturas manifiestan silenciosamente, sin palabras, con su mismo ser, que son un pálido reflejo de esta gloria divina. La gloria de Dios es el resplandor de su presencia, y el autor del salmo la ve reflejada en primer lugar en la cúpula celeste y en los astros, creaturas luminosas salidas de sus manos. El cielo, el firmamento son un anuncio de la gloria de Dios, fuente de luz y por tanto de vida.

El hombre de todos los tiempos, abierto a la belleza de la naturaleza es capaz de percibir en esta obra estupenda una impronta luminosa, que ha dejado su huella para que podamos elevarnos hasta ella.

Para el creyente, entonces, la contemplación de lo creado es también la escucha de un mensaje, oír una voz paradójica y silenciosa, que nos está hablando de su Autor.

El cielo proclama la gloria de Dios,

   el firmamento pregona la obra de sus manos:

el día al día le pasa el mensaje,

   la noche a la noche se lo susurra.

Hay, por tanto, un mensaje que descifrar, una huella que descubrir: ese Alguien que ha plasmado el maravilloso universo en que vivimos y que muchas veces por el ritmo vertiginoso de nuestra vida no alcanzamos a percibir. El escritor G.K. Chesterton decía: En la sociedad contemporánea la gente se hace árida “no por falta de maravillas, sino por falta de maravillarse.El salmista por el contrario es capaz de admirarse, se ha tomado el tiempo de mirar el cielo, de contemplar el día y también la noche; tiene sus ojos habituados a las maravillas que se le presentan, maravillas cotidianas, pequeños milagros diarios, como el alternarse de la luz y la oscuridad, como la presencia del sol, de la luna y de las estrellas.

En este tiempo tan particular que nos toca vivir, en el contexto de esta cincuentena pascual vivida en medio de la pandemia, este salmo puede ayudarnos a descubrir todas las maravillas de las que estamos rodeados, esos pequeños y grandes milagros que pueden traernos la consolación de la presencia siempre viva y operante de Dios Creador y Redentor. Esto es muy significativo en la liturgia pascual, en donde cobran mucha fuerza los signos, la luz, el fuego, por ejemplo. No sin razón, este salmo es uno de los salmos responsoriales de la Vigilia Pascual.

Sin que hablen, sin que pronuncien,

   sin que resuene su voz,

a toda la tierra alcanza su pregón

   y hasta los límites del orbe su lenguaje.

Hoy más que nunca se nos hace necesario aprender este lenguaje callado, silencioso del Señor: el lenguaje de su amor presente. En este tiempo que nos ha invitado de algún modo al silencio, podemos, de la mano del salmista, hacer esta experiencia de callar tantas otras voces para aprender humildemente a escucha la voz de Dios en la creación. Solo el silencio interior, contemplativo, abierto, nos hará capaces de descifrar este mensaje de luz, así como hizo capaces a las mujeres, la mañana de la Resurrección, de abrirse al mensaje que provenía del signo de la piedra corrida del sepulcro de Jesús, que las hizo acercarse y escuchar luego el anuncio del Ángel.

Allí le ha puesto su tienda al sol:

   él sale como el esposo de su alcoba,

   contento como un héroe, a recorrer su camino.

Asoma por un extremo del cielo,

   y su órbita llega al otro extremo:

   nada se libra de su calor.

El salmista describe aquí su experiencia, su descubrimiento: el sol, por excelencia el astro de la luz, es imagen del Astro más radiante todavía, la Estrella de la mañana, Cristo Resucitado. Y así como el sol cada mañana sale a recorrer su camino, el Señor Resucitado no deja nada fuera de su rayo luminoso de amor y de paz. Por eso este salmo se ha llamado también Salmo del Sol.

La segunda parte del salmo es una gran alabanza de la ley divina. Luego de contemplar la huella de Dios en la creación, el salmista hace un elogio del otro modo principal por el cual Dios se ha dado a conocer: en este caso su revelación, la ley, como la manifestación de la voluntad divina revelada a los hombres por medio de la Palabra. A través de esta revelación el hombre ha entrado en una relación más estrecha, concreta y personal con Dios, ha podido conocer lo que le agrada, cuál es su plan de salvación, su aventura con el Dios que ha hecho alianza con él. Por eso, esta revelación es objeto de su alabanza, ella refleja una relación personal establecida entre Dios y los hombres, una promesa de felicidad, un camino de luz que conduce al descanso y a la alegría, y que tiene el poder de sustentar y sostener la vida. Y así, con términos que implican perfección y consumación, el orante se entrega a la alabanza de esta ley que descubre primeramente como un don, que es dulce como la miel, valioso como el oro, con los atributos propios de Aquél que la ha promulgado: fidelidad, rectitud, pureza, limpidez, estabilidad, verdad, justicia.

Entonces, así como en la naturaleza el salmista podía contemplar la mano creadora, así en la ley puede descubrir el corazón del Dios que ha salido de sí para entrar en relación con él.

La ley del Señor es perfecta

   y es descanso del alma;

el precepto del Señor es fiel

   e instruye al ignorante;

los mandatos del Señor son rectos

   y alegran el corazón;

la norma del Señor es límpida

   y da luz a los ojos;

la voluntad del Señor es pura

   y eternamente estable;

los mandamientos del Señor son verdaderos

   y enteramente justos;

más preciosos que el oro,

   más que el oro fino;

más dulces que la miel

   de un panal que destila.

Después del elogio de la ley, el orante presenta ante Dios su condición frágil, su pobreza, delante de la solidez de la voluntad divina. Y en un humilde reconocimiento de su condición de servidor (dos veces se llama a sí mismo siervo), se abre a la petición, rogando a Dios le conceda la capacidad de adherir a esta ley, de guardarla y custodiarla,  pidiendo incluso perdón de aquello en lo cual tal vez no haya reparado, y sobre todo de la arrogancia, del orgullo que lo hace incapaz de recibir de otro, y que reconoce como la raíz de todos los males.

Aunque tu siervo vigila

   para guardarlos con cuidado,

¿quién conoce sus faltas?

   Absuélveme de lo que se me oculta,

preserva a tu siervo de la arrogancia,

   para que no me domine:

así quedaré libre e inocente

   del gran pecado.

Por último, en una sincera y piadosa plegaria, el orante pide a Dios que sus palabras (exterior) y el meditar de su corazón (interior) sean agradables en presencia de Dios, a quien confiesa su Roca y su Redentor. Lo exterior, es decir las palabras que remontan a la creación, y lo interior, es decir la meditación del corazón que tiene por objeto la ley, describe tanto la totalidad de Dios (su manifestación externa e interna) como la totalidad del hombre (sus palabras y su corazón). Esto nos muestra cómo en el transfondo del salmo está la relación del salmista con su Dios, cómo a la revelación de Dios, corresponde la revelación del ser del hombre:

Que te agraden las palabras de mi boca,

   y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón,

   Señor, roca mía, redentor mío.

Que el Señor nos conceda participar de esta relación, descubrirlo en la creación y en la revelación y responder con todo nuestro ser a su manifestación que ha tenido su culmen en la Pascua de Cristo que estamos celebrando. Penetremos en este misterio: En Dios se descubren nuevos mares cuanto más se navega, dice fray Luis de León. Naveguemos pues en la inmensidad de este misterio hacia la luz de su presencia revelada magníficamente en los acontecimientos pascuales. Es una presencia que se dilata durante los cincuenta días de la Pascua.

 

 

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