SEAN FUERTES Y TENGAN CORAJE, SEAN PROFUNDOS Y AMEN LA ORACIÓN.
MENSAJE A LOS JÓVENES ARGENTINOS*
“Siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón
de la esperanza que hay en ustedes” (1 P 3,15).
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Queridos jóvenes, mis amigos:
¡Qué bueno es encontrar en la vida un hombre amigo que nos hable de esperanza! ¡Si el amigo es de veras y la esperanza es verdadera! ¡Y qué bueno es convertirnos nosotros en testigos del amor de Dios, constructores de la paz y profetas de esperanza! En un mundo de miedo y de violencia, de pesimismo y de tristeza, de soledad vacía y de desaliento contagioso. Ser amigo de los hombres, como Jesús, el misterioso peregrino de Emaús: compartiendo el dolor de los hermanos, dando sentido de Pascua al sufrimiento, partiendo el pan de la Eucaristía y la amistad.
El Papa es un amigo (es también padre, maestro y hermano) y nos habla constantemente de esperanza. Sobre todo en este Año Internacional de la Juventud y cuando estamos empezando a celebrar los 500 años de la evangelización de América Latina. Precisamente el 12 de octubre del año pasado, desde Santo Domingo, nos invitaba así a la esperanza: “¡América Latina: desde tu fidelidad a Cristo resiste a quienes quieren ahogar tu vocación de esperanza!”. “¡América Latina, fiel a Cristo, aumenta y realiza tu esperanza!”.
El Papa tiene autoridad para hablarnos de esperanza: porque es un hombre que sufre el entero dolor de los hombres y de la Iglesia. Por eso su esperanza es verdadera; no pretende ilusionarnos con una visión superficialmente optimista de las cosas y los problemas. El Papa es realista: ve, siente y sufre los desafíos de la paz, las amenazas de la violencia y de la guerra destructora, las situaciones de injusticia, del hambre y la miseria, la privación de la libertad y la constante lesión de los derechos humanos, la quiebra de la familia y la autodestrucción de la juventud por la droga, el sexo y el alcohol, la tentación de la violencia o del escapismo. Sin embargo, frente a todos estos males y muchos otros, el Papa nos dice en su Mensaje de primero de año: “No tenemos derecho a perder la esperanza… El tiempo que vivimos no es tiempo de peligro e inquietud. Es una hora de esperanza”. “Las dificultades son un desafío para todos. La esperanza es un imperativo para todos”. Y dirigiéndose concretamente a los jóvenes les dice: “La primera llamada que quiero hacerles, hombres y mujeres jóvenes de hoy, es esta: ¡No tengan miedo! No tengan miedo de su propia juventud, y de los profundos deseos de felicidad, de verdad, de belleza y de amor eterno que abrigan en ustedes mismos”.
El Papa es amigo de los jóvenes. Los llama así en la maravillosa Carta Apostólica del 31 de marzo último: “queridos amigos”, “jóvenes amigos”. Es como un eco de las palabras de Jesús a sus discípulos: “a ustedes los he llamado amigos”. Toda la Carta es un reflejo de la fundamental actitud de Jesús en su diálogo con el joven rico: “Jesús, poniendo en él sus ojos le amó”. ¡Cómo habla el Papa de esta mirada de Jesús al joven, a todo hombre! ¡Cómo la desea a los jóvenes: “Deseo que experimenten una mirada así! ¡Deseo que experimenten la verdad de que Cristo los mira con amor!”. ¡Cómo la pide, en su Carta del último Jueves Santo, a los sacerdotes que trabajan con los jóvenes, a todo educador, a todo pastor. “Tocamos aquí el punto neurálgico”, dice el Papa; “la fuente primera y la más profunda” de la eficacia apostólica del sacerdote “está en aquel poner los ojos con amor como hizo Cristo”.
Es evidente que el Papa ha hecho una clara opción por los jóvenes, como la ha hecho por los enfermos, por los pobres, por todos los que sufren. El amor del Papa por los jóvenes es exigente. El Papa habla a los jóvenes, pero su palabra no es fácil ni condescendiente; su palabra es clara, concreta, comprometedora. Quizás este amor exigente del Papa explique la fuerza carismática de su ministerio pastoral entre los jóvenes. Los jóvenes saben que el Papa los quiere y los convoca, los compromete y los envía. Y ellos siguen a un hombre que para ellos es maestro y padre, hermano y amigo. De un maestro así, de un amigo así, los jóvenes aceptan el llamado a “no tener miedo”, a comprometer las riquezas de su juventud, a construir positivamente la paz, a dar siempre razón de su esperanza.
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El tema de la Carta Apostólica del Papa a los Jóvenes y a las Jóvenes del mundo se sintetiza en esta frase del Apóstol San Pedro: “siempre prontos para dar razón de la esperanza que hay en ustedes a todo aquel que se lo pidiere”. El Papa la repite constantemente en su Carta.
¿Qué significa esta frase? Porque me parece que es algo más que vivir simplemente en la esperanza, contagiar la esperanza, construir la esperanza. La frase del Apóstol Pedro nos está diciendo tres cosas:
– que la esperanza está en nosotros (que es algo propio, original, irrenunciable, que hace a nuestra identidad de cristianos: cristiano es aquel que vive “en la esperanza”, pagano es el que vive “sin esperanza”) (cfr. Ef 2,12);
– que nuestra esperanza tiene que ser algo legible, creíble, impactante, para todo el que se acerca a nosotros (sea cristiano o no; el mundo tiene derecho a nuestra esperanza; tienen derecho las generaciones nuevas, la Iglesia, el Obispo, el Papa…);
– que tenemos que estar siempre dispuestos a dar razón de la esperanza (aunque los momentos sean difíciles y oscuros para nosotros, aunque nos sintamos dolidos, perseguidos, crucificados: la esperanza no es para los tiempos fáciles o claros). San Pedro la propone para los momentos de persecución y de cruz: “Aunque sufrieran a causa de la justicia, felices de ustedes. No les tengan miedo ni se turben” (1 P 3,14). Son un eco de las palabras de Jesús en la última Cena, poco antes de su Pasión: “No se turbe su corazón, ni se acobarde” (Jn 14,27).
La construcción de la civilización del amor –meta de la nueva evangelización– no es tarea fácil. Supone el esfuerzo de todos y una profunda conversión interior. Se trata de una tarea honda, comunitaria, lenta, constante, esperanzada. Se trata de construir una nueva sociedad donde los valores esenciales sean la verdad y la justicia, la libertad y el amor, la comunión y la participación, la reconciliación y la paz. Esto exige necesariamente hombres nuevos, recreados en Cristo Jesús por el Espíritu Santo. No basta simplemente un proyecto por más perfecto que parezca. Tampoco bastan hombres providenciales pero solos. Hace falta la transformación interior de las personas y la irrompible solidaridad de los comprometidos.
El Encuentro de Córdoba es una honda y festiva celebración de una nueva civilización. Pero el país no cambia desde mañana. Hay cosas muy hondas que tienen que ir siendo cambiadas desde adentro. Todos deseamos estructuras nuevas, más justas y fraternas, estructuras eclesiales, sociales y políticas de comunión y de participación. Recordamos un texto de la 2ª Conferencia Episcopal Latinoamericana en Medellín: “No tendremos un continente nuevo sin nuevas y renovadas estructuras; sobre todo, no habrá continente nuevo sin hombres nuevos, que a la luz del Evangelio sepan ser verdaderamente libres y responsables” (Med. I,13).
La hora actual exige de nosotros una serena, honda y gozosa conversión. Convertidos serenos, equilibrados, comprometidos, con justo deseo de participación y comunión. “Hombres nuevos”: que saborean adentro los frutos de la Pascua, hombres justos y fraternos, hombres libres y pacificadores, hombres limpios y comprometidos, hijos de Dios y hermanos de los hombres. Hombres que viven con generosidad y audacia el supremo mandamiento del amor: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27). Hombres que saben que el mundo no puede ser transformado y ofrecido a Dios sino por el camino de las bienaventuranzas. Hombres pobres y sufridos, misericordiosos y hambrientos de justicia, rectos de corazón y constructores de la paz.
La responsabilidad es particularmente de los jóvenes, acompañados por la sabiduría y la experiencia de los adultos. A todos se nos pide en esta hora difícil y decisiva una actitud inquebrantable de esperanza comprometida y creadora. No sirve que nos sentemos a añorar tiempos pasados; hemos de asumir con realismo y amor nuestra cultura y llenarla de Evangelio. Somos enviados hoy para anunciar al Buena Noticia de Jesús a los tiempos nuevos. Hemos de amar nuestra hora con sus posibilidades y riesgos, con sus alegrías y dolores, con sus riquezas y sus límites, con sus aciertos y sus errores. La esperanza es un camino hacia los bienes futuros (en definitiva, hacia los bienes eternos), pero supone encarnación y presencia, recoger las riquezas imperdibles del pasado, vivir con intensidad las del presente y preparar con alegría las del futuro.
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Jóvenes amigos: sean fuertes y tengan coraje, sean profundos y amen la oración, sean hermanos y caminen juntos. Sólo así sabrán dar razón de la esperanza que hay en ustedes.
Sean fuertes: la esperanza no es pasiva y ociosa: es fuerza, es camino, es compromiso, es constancia, es tenacidad, es coraje. La esperanza no se hizo para los flojos. Por eso San Juan –el privilegiado testigo del amor de Dios y el primero, después de Jesús, que nos trazó las líneas para la nueva evangelización del amor– escribía a los jóvenes de su tiempo: “Les escribo a ustedes, jóvenes, porque son fuertes y la Palabra de Dios permanece en ustedes y han vencido al Maligno” (1 Jn 2,14). El Maligno es el odio y la mentira, la injusticia, el hambre y la miseria, la tristeza, el pesimismo y la desesperanza. La única forma de vencer al Maligno es acoger la Palabra que nos hace fuertes. Los primeros tiempos eran difíciles: de persecución y de cruz, de incomprensión y de odio, de esclavitud y de obscuridad. Había que iluminar el mundo con la Luz de la Alegre Noticia de Jesús; había que liberar al hombre con la potencia salvadora de su Cruz pascual (con la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte). Había que infundir en el interior de todos la fuerza transformadora del Espíritu; había que sembrar en el corazón del hombre la fecundidad del amor, la autenticidad de la justicia evangélica, la potencia liberadora de la verdad.
Hay que ser fuertes, mis queridos jóvenes. Con la fortaleza que les viene de su propia juventud: de sus riquezas y proyectos, de sus opciones y compromisos, de su capacidad de riesgo y su coraje. Con la fortaleza que les da la Iglesia, comunidad viviente y fraterna de testigos de la Resurrección del Señor, miembros hermanos del único Pueblo de Dios. Con la fortaleza irremplazable del Espíritu que habita adentro y grita en nuestro interior que Dios es nuestro Padre. Con la fortaleza que nos da Jesús el Resucitado, “nuestra feliz esperanza”. Sean fuertes. Lo que se opone a la esperanza es el miedo, el pesimismo, el cansancio, el desaliento, la tristeza. También se opone la impaciencia, la nerviosidad y la violencia. Jesús nos invita a la serenidad y al coraje: “Les he dicho estas cosas para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán mucho que sufrir. Pero tengan coraje: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Una Patria de hermanos no se hace de la noche a la mañana. Tampoco se hace solamente desde afuera. Supone cambios muy hondos en las personas, en las instituciones, en los sistemas. Supone una siembra constante de verdad y de amor. Supone el ejercicio pleno de la libertad y la justicia, el deseo de reconciliación y la necesidad del perdón. Supone, sobre todo, una acción profunda y transformadora del Espíritu Santo.
Sean profundos y amen la oración. Tal vez uno de los riesgos más preocupantes de la juventud actual –en todo el mundo, también en América Latina– sea la superficialidad, la improvisación, el inmediatismo. Falta más reflexión y más oración; meditar más la Palabra de Dios, desde el corazón de la Iglesia; por eso, falta de compromiso y de coraje, falta de verdadera esperanza. Hace falta una juventud alegre y serena, reflexiva y orante, que ame el desierto y el silencio, que lea y escuche, que medite y rece, que esté en contacto con la naturaleza y contemple. Una juventud profunda, capaz de comprometerse radicalmente con el Señor (incluso capaz de venderlo todo, sentirse libre y seguir al Señor), y al mismo tiempo, sensible al dolor del hombre –a su pobreza, a su enfermedad, a su miseria– y con capacidad de acogida, de solidariedad y de servicio. Si la juventud argentina –particularmente la cristiana– quiere construir verdaderamente la civilización del amor, hacer con todos una Patria de hermanos, tiene que ser una juventud que escuche la Palabra de Dios, la acoja con docilidad, la guste contemplativamente, la realice con disponibilidad y la comunique con alegría. Tiene que ser una juventud pobre: que viva en la austeridad, el desprendimiento y la pobreza. Que haga, con toda la Iglesia, una verdadera y preferencial opción por los pobres: que descubra en ellos a Jesucristo y los sirva con amor, que tenga un corazón fraterno y solidario, que sepa vivir con alegría la entrega al enfermo y al anciano, al drogadicto y al marginado, al preso y al desocupado.
El mundo de hoy tiene necesidad de maestros y constructores; pero, sobre todo, tiene necesidad de profetas y testigos. Testigos que han visto y oído, tocado y experimentado, la Palabra de Dios hecha carne en Jesucristo y que reciben con hambre en la Eucaristía.
Sean hermanos y caminen juntos. El peor riesgo para la esperanza es la soledad evasiva, el individualismo egoísta, la felicidad superficial y pasajera. O la tentación de querer solos transformar el mundo. Es necesaria la unidad de quienes optan por los valores esenciales (la justicia y la participación, la verdad y la libertad, el amor y la paz). Es indispensable la profunda comunión de quienes creen en Jesucristo y se proclaman sus servidores y testigos. Es esencial la coordinación de quienes, fieles a sus carismas personales o de asociaciones, grupos y movimientos, viven y celebran su juventud en una misma Iglesia de Jesucristo. No dispersen sus fuerzas, sobre todo, no las contrapongan. Sean fieles a sus Pastores, como a padres, maestros y amigos, que van haciendo con ustedes un mismo camino de esperanza. Ayúdenlos a crecer en amistad y en profecía, en oración y en servicio, en alegría y en esperanza. Escuchen con amor la sabiduría y la experiencia de los adultos, reciban con alegría el testimonio silencioso de los consagrados, acojan con humildad la palabra y el gesto de los que también buscan la paz y la justicia con sincero corazón. Amen la Iglesia y vivan profundamente su Misterio. Ayúdenla a que muestre al mundo, en la totalidad de sus miembros, el verdadero rostro de Cristo “Luz de los pueblos”, a que sea creíble por su Palabra y su Sacramento, por su sencillez y su pobreza, por su capacidad de diálogo, de acogida y de servicio. Por su testimonio de amor a Jesucristo y de entrega generosa a los hombres. No piensen en la Iglesia como algo distinto a ustedes mismos; ustedes, en plena comunión con sus Pastores, construyen la Iglesia como único Pueblo de Dios, único Cuerpo de Cristo, único templo del Espíritu. ¡Ustedes son Iglesia! Hagan, por la inquebrantable fidelidad al Señor y su generosidad de servicio a los hermanos, que esta Iglesia sea lo que los Obispos Latinoamericanos quisimos un día cuando hablábamos a los jóvenes: “Que se presente cada vez más nítido en Latinoamérica el rostro de una Iglesia pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la liberación de todo el hombre y de todos los hombres” (Med. 5,15).
¡Cuánto examen de conciencia para nosotros los hombres de Iglesia: Obispos y sacerdotes, religiosos y laicos, jóvenes y adultos!
La esperanza es esencialmente un camino comunitario. Un camino que arranca en la Resurrección de Cristo y acabará cuando Él vuelva. La Eucaristía celebra la muerte y resurrección de Jesús y anuncia su venida. Cuando el camino es largo y difícil, hace falta la presencia cercana del amigo. La esperanza es eso: caminar juntos, construir juntos, comunicar juntos, sabiendo que Jesús va haciendo con nosotros el camino. Nos hace bien pensar aquí la dolorosa experiencia de los discípulos de Emaús. Lo peor es el contagio del desaliento. Hace falta comunicar al mundo la gozosa experiencia de una esperanza reencontrada en el interior de una comunidad: “Hemos visto al Señor” (cfr. Jn 20,18). “Es verdad, el Señor resucitó y se apareció a Simón” (Lc 24,34). “Lo hemos reconocido en la fracción del Pan” (cfr. Lc 24,35).
CONCLUSIÓN
Queridos jóvenes: “estén siempre dispuestos para dar razón de la esperanza que hay en ustedes a todo aquel que se lo pidiere”. Siempre dispuestos –particularmente ahora en los tiempos difíciles y decisivos– a dar razón de la esperanza que hay en ustedes (las riquezas de su juventud, la fuerza renovadora de la Iglesia, la potencia transformadora de Jesús resucitado), a todo aquel que se lo pidiere (el compañero de estudio o de trabajo, el que vive en casa o en el barrio, el que sufre el hambre y la miseria, el que siente el dolor en el cuerpo o la tristeza en el alma, el joven desorientado o el anciano abandonado, el que cree en Dios o el que siente que su fe se debilita, el político que se compromete y lucha o el religioso que contempla y reza, el hombre que construye la ciudad temporal o el Obispo que la anima con la luz de su palabra y la fuerza de su Espíritu). Jóvenes amigos, todos tenemos necesidad de la esperanza que hay en ustedes. El Papa les dice en su Mensaje de Año Nuevo: “Cuando los miro, jóvenes, siento un gran agradecimiento y una gran esperanza. El futuro del próximo siglo está en sus manos. El futuro de la paz está en su corazón”.
¡Siempre dispuestos a dar razón de la esperanza que hay en ustedes! Ustedes son la esperanza de la humanidad, de la Iglesia, del Papa. En ustedes está el futuro. El futuro depende de ustedes, de las opciones que hagan, de los compromisos que asuman. ¡Sean fieles! ¡Sean fuertes! ¡Sean pobres! ¡Sean profundamente alegres!
No se trata simplemente de un mensaje, de un proyecto, de una propuesta, sino de un compromiso. Esta es la hora de las grandes decisiones. Hemos pensado y buscado juntos; hemos rezado juntos y juntos celebramos como una fiesta muy honda la civilización del amor. Ahora seguimos caminando juntos, sufriendo juntos, construyendo juntos una Patria de Hermanos. Hay que dejarse penetrar profundamente por el Espíritu de Dios que nos hace cotidianamente nuevos, nos introduce en la verdad completa, nos reviste de fortaleza y nos transforma en el amor.
Amen a Jesucristo y su Evangelio. Amen la Iglesia y vivan la profundidad de su Misterio de comunión. Amen el país y comprometan las riquezas de su juventud para construir juntos una Patria de hermanos. Para ello sean testigos del amor de Dios, operadores de paz, profetas de esperanza.
Testigos del amor de Dios: que anuncien al mundo que sólo el amor construye, que Dios es amor y conduce los destinos de la historia, que cada hombre es nuestro hermano. Testigos del amor: por eso, busquen, lean, reflexionen, dialoguen, recen.
Operadores de paz: sean fuertes y crean de veras que la paz es posible porque es posible el amor. Hombres y mujeres jóvenes que hacen opciones definitivas por los valores esenciales. “¡Felices los operadores de la paz porque ellos verán a Dios!”.
Profetas de esperanza: que saben comprometerse con audacia, vencer la tentación del miedo y seguir buscando en la noche la claridad de las estrellas. No quedarse maldiciendo las tinieblas, sino tener coraje de encender al menos una luz.
Jóvenes amigos: hay una mujer, sencilla y pobre, que cambió la historia: es María de Nazareth, la Madre de Jesús y Madre nuestra. Era joven como ustedes. Simplemente le dijo a Dios que Sí con toda el alma y fue fiel hasta la cruz. Ella nos acompaña en esta hora difícil y decisiva. Ella nos enseña que lo verdaderamente esencial es recibir la Palabra de Dios y practicarla (es el único modo de ser felices). Ella nos dice que hay que hacer lo que Jesús nos pida, y Jesús nos pide amar a Dios y amar a los hermanos. Simplemente en esto consiste la civilización del amor. Sólo así construiremos una Patria de hermanos. A María, nuestra Madre, le decimos:
“María de Nazareth, Señora Nuestra de Luján: gracias por hacernos vivir en esta hora difícil y decisiva. Gracias por tu presencia de Madre en esta hora. Ayúdanos a dar siempre razón de la esperanza que hay en nosotros. Que no tengamos miedo, que confiemos siempre en la bondad del hombre y en el amor del Padre, que aprendamos de una vez que el mundo se construye desde adentro: desde la profundidad del silencio y la oración, desde la alegría del amor fraterno, desde la sencillez de la pobreza, desde la fecundidad insustituible de la cruz. Tú eres la Madre de la Santa Esperanza. Danos siempre a Jesús, “nuestra feliz esperanza”.
*Encuentro Nacional de Jóvenes, Córdoba, 12-15 septiembre 1985