Santa Escolastica






SANTA ESCOLÁSTICA, HERMANA DE SAN BENITO

Se celebra el 10 de febrero

 

Santa Escolástica fue la primera escolar de Benito;
nos atrevemos a afirmar que fue la más fiel, la más dócil,
la que se asemejó más al Maestro.
Y
 puesto que Dios quiso que Escolástica tuviera
este significativo nombre de escolar,
nos está permitido concluir que debe servir de modelo
a los escolares, a los discípulos de san Benito,
tanto a los que militan en el claustro
como a los que se glorían en el mundo de tener
a san Benito por padre.


Santa Escolástica: La primera escolar de San Benito

Escribo estas líneas en la fiesta de santa Escolástica; el amable santo cuyas virtudes hemos meditado hoy me impulsa a elegir este tema. En efecto, ¿quién podría mejor que el ilustre desconocido cuya memoria glorifica este día, develarnos las sabias enseñanzas de un corazón de héroe en el cual pudo bucear a largos trazos, desde la cuna hasta la tumba?

Benito era el Bendecido por Dios: en él residía la gracia y la sabiduría que el Señor había resuelto comunicar por su medio a legiones de santos, a innumerables falanges de monjes, a todo el mundo cristiano.

Escolástica fue su primera escolar; nos atrevemos a afirmar que fue la más fiel, la más dócil, la que se asemejó más al Maestro. Solo a Dios corresponde escrutar los corazones. No haremos el estudio de los otros discípulos de Benito, tan numerosos, tan ilustres, que brillan tanto en el celeste firmamento. Pero puesto que Dios quiso que Escolástica tuviera este significativo nombre de escolar, nos está permitido concluir que debe servir de modelo a los escolares, a los discípulos de san Benito, tanto a los que militan en el claustro como a los que se glorían en el mundo de tener a san Benito por padre.

Santa Escolástica es silenciosa; no traducirá en palabras las enseñanzas de su magnánimo hermano. Ella ha llevado a la tumba el secreto, desde hace catorce siglos, y nuestras repetidas preguntas no la sacarán de su silencio.

Pero su vida nos habla; y hasta la ausencia misma de acciones gloriosas a los ojos del mundo nos es un fiel espejo de las enseñanzas, de los consejos que recibió de san Benito.

Sí, sabemos qué enseñó a su hermana. Sus propios actos, su admirable regla y la vida oculta de Escolástica nos lo enseñan.

San Benito no tenía otra doctrina, no daba otros consejos, que los que dio Jesucristo en su Evangelio.

Ocultaos, vivid en Cristo, que vuestro corazón no sea de este mundo: huid del brillo y de los honores; tal fue su enseñanza, tal fue el secreto de su grandeza y de la de sus discípulos.

¿Acaso él mismo no comenzó retirándose a una gruta? ¿No lo vio la austera soledad de Subiaco sepultar en una caverna ignorada de los hombres, esta vida todavía en flor, cuyo resplandor debía iluminar el mundo?

Benito sabía que es necesario que el grano de trigo sea enterrado antes de reaparecer con una nueva forma cargada del elemento vital.

Este es su gran consejo.

Olvidaos, morid a vosotros mismos; comenzad cualquier empresa con vuestra propia conversión.

Durus est hic sermo! Esta palabra es demasiado dura, dice el mundo.

Pero muchos han prestado oídos a esta enseñanza divina y se han encontrado bien.

San Benito quiere que las cosas se hagan a fondo, tiene horror a lo que solo tiene apariencias de bien y de bueno, sin hundir sus raíces en la humildad, la abnegación y la renuncia personal.

Si quieres hacer el bien, convertir las almas, educar cristianamente a tus hijos, luchar valientemente en el mundo, querido lector, comienza por mejorarte a ti mismo. Hazte piadoso, serio, mortificado; ese es el fundamento de todo trabajo para Dios, es la base sin la cual ningún edificio cristiano puede mantenerse en pie.

¿Has comprendido?

No, todavía no.

Volveremos a decírtelo más tarde, y lo explicaremos de nuevo. Mientras tanto, tened un poco de paciencia, escuchadnos con oídos benévolos, y procurad seguir un poco el consejo de san Benito. Os prometo que os felicitaréis por ello. No hay nada como la experiencia para coronar una buena teoría.

Pero me doy cuenta de que os canso. Perdonadme. Os contaré una hermosa historia; es apropiada.

Sabéis que santa Escolástica era la hermana de san Benito. Estoy encantado de poder haceros conocer, en mi primera charla, al mismo tiempo, por un rasgo encantador, a un hermano y una hermana que tienen tantos títulos para vuestro afecto.

Al mismo tiempo uno y otra llegaban al término de su carrera. Hacía mucho tiempo que Benito había abandonado la áspera soledad de Subiaco, dejando allí doce monasterios; había venido a enarbolar el estandarte de Cristo y al mismo tiempo la enseña de la vida monástica, en las cumbres de Casino.

Apolonio debió ceder, la idolatría fue destruida en sus últimos vestigios.

Ya Benito se veía rodeado por numerosas cohortes de monjes en la santa montaña. Las había enviado lejos también: a Italia, a las Galias, a Sicilia.

Por lo tanto, ¿en qué se había convertido Escolástica, su dulce hermana gemela?

Hasta allí no la habíamos visto aparecer. Pero aquí se muestra por vez primera.

No lejos de Montecasino, en la fértil llanura, Escolástica se dedicaba a las alabanzas divinas, rodeada de un enjambre de vírgenes castas y puras.

Tenía la costumbre de abandonar su bendito claustro una vez al año, rodeada por sus piadosas compañeras, para ir a encontrar a su Benito, su hermano según la carne y su maestro en Dios.

Éste, no menos mortificado, igualmente caritativo, descendía también de la santa montaña, seguido de algunos hermanos, y encontraba a aquella a la que llamaba su hermana, su amiga.

Un humilde techo, a igual distancia de los dos monasterios, cubría al hermano y a la hermana en sus piadosos coloquios, era testigo de su modesto ágape, y los veía separarse luego hasta que el sol, una vez más, hubiera acabado el curso de su ciclo anual.

Llegó un día (era su último encuentro) en el cual habiéndose prolongado sus coloquios divinos mucho más allá del tiempo fijado, Benito quiso apresurar la refección, para retomar luego, observador fiel de su amada regla, el camino de su lejano redil.

“Hermano mío, dijo Escolástica que veía con pena llegar la noche, y sentía su corazón abrasado por los discursos del Santo, Hermano, quédate conmigo hoy; hablaremos de los gozos de la vida celestial”.

Pero Benito respondió con un rostro severo: “¿Qué dices, Hermana? ¿Crees que puedo permanecer lejos de mi austero claustro?”.

Era la hora del crepúsculo. El cielo estaba sereno. Ninguna nube turbaba la pureza de la bóveda azul.

Escolástica se vio rechazada por su hermano. Ella recurrió a Dios.

¿La veis, con la cabeza entre las manos, apoyada en la mesa de madera? Está orando

¿Qué no puede la oración de un alma pura?

Casta paloma, ¿qué pediste a tu Esposo celestial?

Oh prodigio, la lluvia cae a torrentes, los truenos retumban, los relámpagos atraviesan las nubes.

Nunca semejante tormenta se había desencadenado en las colinas de Casino.

Las lágrimas de una virgen hicieron temblar los cielos; las lágrimas que inundan su frente arrancaron a las nubes el auxilio temible que no teme esperar de ellas.

Tened fe, y transportaréis montañas.

Hermano, dice Escolástica, sonriente, dulcemente y enjugando las lágrimas, sal de aquí ahora, si puedes, déjame y vuelve a tu monasterio.

Que Dios te perdone, hermana, ¿qué es lo que has hecho?

Benito, te pedí que te quedaras, pero te hiciste sordo a mi petición. Supliqué a mi Dios, y él me escuchó.

Benito permaneció en silencio y se quedó.

Así como era esclavo de la regla, así también le parecía dulce la sumisión a los decretos de la Providencia. Hecho para mandar, sabe también obedecer.

Oh ciencia admirable de los santos, hermoso combate de virtud, en el cual los dos son a la vez vencedores.

Tres días apenas habían pasado de esta conmovedora escena, cuando el alma de Escolástica voló al cielo.

Blanca paloma. Benito oraba en su celda y la vio emprender vuelo hacia la patria celestial.

Alabó a Dios. Muy pronto, él mismo, al acabar su noble carrera, murió ante el altar.

Y el hermano y la hermana comparten una misma tumba a la sombra del santuario.

Sus almas están en el seno de Dios.

Revue Bénédictine n. I, dirigida por Dom Gérard van Caloen
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