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San Benito: Actualidad de su mensaje

 

SAN BENITO: ACTUALIDAD DE SU MENSAJE

Artículo publicado en “San Benedetto Vangelo per tutti tempi. La comunità benedittina e la chiesa de Bitonto nel XV centenario della nascita di San Benedetto”. Ed “La Schala”,  p.63-80

Bitonto, 15 de junio de 1980

Introducción

Desde hace mucho tiempo me sentía ligado a esta ciudad de Bitonto: ahora el Señor me concede la gracia de conocerla más de cerca, de amarla más intensamente, de darle mi afecto y mi palabra, mi simple y humilde presencia. Como decía ayer a las monjas benedictinas, deseo que mi visita sea una presencia de Cristo, que traiga un poco más de paz y de serenidad, e invite a la alegría y a la esperanza.

Mons. Fornelli decía que desde hace dos años esta Iglesia local está sin Pastor; yo, en cambio, desde hace cinco años soy Pastor sin Iglesia, pero tengo una gran Iglesia representada por todas las “almas consagradas”. A veces, recordando mis inolvidables encuentros con mi Comunidad en la Argentina, siento la necesidad de tener contactos concretos, reales, familiares, como ahora, con esta Iglesia de Bitonto. No es difícil comprender que no soy italiano: ustedes sabrán perdonar mis errores en la lengua italiana; de todos modos es un lenguaje que todos entendemos y es el lenguaje de la verdad y de la sinceridad en el amor.

Este encuentro en el XV centenario de San Benito, lo he titulado: “Actualidad del mensaje de San Benito”. San Benito, que vivió en el siglo V, ¿qué nos dice a nosotros, hombres en el umbral del siglo XXI?

Ayer en la Liturgia de la Luz, que hemos celebrado en este monasterio, he hablado mucho de Cristo Luz. Hoy digo para comenzar, que ésta no será una conferencia sino reflexiones que puedan alentar a los sacerdotes, los religiosos y los laicos consagrados en el mundo, a vivir la propia identidad. También para mí este problema de la identidad es un gran problema, porque si no se vive con autenticidad esta identidad, no existe la “Iglesia-comunión”.

1. El mensaje benedictino es actual para la Iglesia y para el mundo

Quisiera comenzar, para iluminar nuestras reflexiones, con el Prólogo de la I carta de San Juan: La Palabra que era la Vida existía desde el principio; nosotros la hemos oído, la hemos visto con nuestros ojos, la hemos contemplado, la hemos tocado con nuestras manos. La vida se manifestó y nosotros la hemos visto, somos sus testigos y por eso, les hablamos de ella. Les anunciamos la Vida eterna que estaba junto a Dios Padre y que el Padre nos ha hecho conocer, por eso les anunciamos también a ustedes nuestra comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Les escribimos todo esto, para que nuestra alegría sea perfecta (1 Jn 1,1-4).

Queridos hermanos, estas palabras fueron escritas hace XX siglos y son actualísimas, siguen vivas. Hablan de un testimonio nacido de la interioridad contemplativa; hablan de una comunión que proviene del anuncio hecho desde el interior de la contemplación; hablan de la alegría plena que brota de este anuncio y de esta comunión. Pensamos en el mundo de hoy que tiene necesidad de esta unidad y paz, tiene necesidad de vivir en profundidad esta comunión fraterna. Creo que el signo más característico de nuestro tiempo, quizás también en el interior de nuestra Iglesia, es la falta de una verdadera y profunda alegría. Cuando también en el interior de la Iglesia se pierde el sentido del humor, la cosa no funciona. No digo del humor superficial de la alegría provisoria, transitoria; me refiero a aquella alegría que tiene su origen en la profundidad interior y en la Cruz. Creo que la alegría verdadera nace siempre de la profundidad contemplativa y de la serenidad de la Cruz. Por eso tienen derecho a ser verdaderamente alegres, a proclamar y comunicar la profundidad de la alegría a los otros, aquellos que con María viven silenciosos al pie de la Cruz, aquellos que se abrazan a la Cruz.

Yo no les deseo la Cruz, pero la Cruz vendrá; no quiero apartarlos de sus ocupaciones, los quiero hombres de su tiempo, plenamente insertos en su trabajo, en su historia, pero los quiero profundamente contemplativos para que sean capaces de descubrir el paso del Señor y la manifestación del Espíritu, para tener una inagotable capacidad de servicio y de entrega. Por eso, este texto de San Juan domina un poco nuestras reflexiones sobre San Benito y su mensaje de actualidad, porque también él dio un mensaje que nace de la profundidad de la contemplación.

San Benito es un hombre que ha preferido la soledad para construir la civilización. Un hombre que ha preferido encontrarse él mismo con Dios para encontrar más profundamente al hombre de hoy; un hombre que enseñó a los demás los caminos del verdadero encuentro con el Señor. Aún hoy nos habla de su plenitud interior, contemplativa. Es extraño que un hombre que buscó vivir como eremita al inicio de su nueva vida y que después, debido a las circunstancias, se vió obligado a vivir en el cenobio y a ser Padre de los monjes, un hombre llamado tan fuertemente a la soledad, a la interioridad, es extraño, digo, que este hombre haya sido proclamado “Patrono de Europa”, constructor de una nueva civilización. Pienso que si queremos construir un mundo nuevo, debemos construirlo partiendo de la interioridad de la contemplación.

También nosotros anunciamos aquello que hemos visto, que hemos oído, que han tocado nuestras manos: la Palabra de Vida, la Vida que se ha manifestado. La anunciamos, no para que cada uno de nosotros continúe viviendo separadamente, sino para que se forme una verdadera comunidad en la paz, la verdadera comunión entre los hombres; y la comunión sea con el Padre y el Hijo en el Espíritu y, gracias a esta comunión, los hombres vivan en la plenitud de la alegría. Este me parece, en síntesis, el mensaje de San Benito.

El XV centenario de San Benito –y añadamos de Santa Escolástica– es un acontecimiento que no interesa sólo a la grande, numerosa y benemérita familia benedictina, sino que es un acontecimiento que interesa a todos los hombres. Es sintomático que estén preocupados por la celebración de este centenario no sólo la Iglesia y, en ella, la familia religiosa benedictina, sino que se hayan preocupado también los grandes artistas y los grandes especialistas de la historia, porque es un acontecimiento que interesa a los hombres de hoy.

Sin embargo interesa sobre todo a la Iglesia, la Iglesia que somos nosotros, que nosotros expresamos y vivimos, la Iglesia, sacramento universal   de   salvación.   A esta Iglesia, plenamente inserta como levadura, sal y luz en el mundo de hoy como en el de ayer, interesa el mensaje fuertemente contemplativo de San Benito. A esta Iglesia que es comunión, comunión fraterna como pueblo de Dios, comunión con los Pastores, comunión abierta al mundo que debe ser salvado, interesa el mensaje de San Benito que fue un hombre de intensa comunión, que amó la comunidad e hizo de la vida religiosa una “escuela del servicio divino” (RB Prol 45), partiendo de la interioridad de la contemplación y de la fraternidad evangélica. Interesa entonces, a la Iglesia, el mensaje y la celebración de San Benito: esta Iglesia, que está llena de grandes esperanzas, que es presencia de Cristo resucitado, que está viviendo un momento privilegiado de la historia.

Yo los invito, queridos hermanos y amigos, a mirar a esta Iglesia con esperanza y amor. Con amor muy grande: es nuestra Madre. Con amor muy grande: se manifiesta en ella la presencia del Cristo resucitado, al que amamos. Cristo vive en esta Iglesia formada por hombres débiles, miserables y pecadores, como lo somos todos nosotros. Esta Iglesia es grande, poderosa con la fuerza del Espíritu, con la presencia de Cristo, pero, al mismo tiempo, es débil y pecadora en sus miembros. Como dice el Concilio Vaticano II, ella necesita cotidianamente de un proceso de renovación y de conversión; esta Iglesia es, al mismo tiempo, “santa y necesitada de conversión” (LG 8).

Ustedes experimentan los problemas locales, sufren con la Iglesia local. Ampliando un poco la mirada, se sufre con la Iglesia que está en África, en Asia, en América Latina, en toda Europa; se sufre con los hombres, las circunstancias y los problemas de esta Iglesia universal. En el interior de esta Iglesia hay un problema esencial, ya mencionado por Mons. Fornelli al comienzo: esta Iglesia que busca la propia identidad en la dimensión o en los diversos niveles de sus miembros; la Iglesia que en su conjunto tiene como identidad el ser sacramento del Cristo pascual, es decir signo de la presencia del Cristo pascual en los diversos niveles. Por ejemplo, yo sacerdote, ¿cómo puedo expresar a Cristo Sacerdote, Profeta y Rey, cómo puedo ser fiel a mi específica identidad, diversa esencialmente de la identidad del laico y de la identidad del religioso? ¿Cómo puedo ser fiel a esta identidad? ¡Pienso que San Benito tiene algo que decir hoy a nuestros sacerdotes!

También ustedes, religiosos y religiosas, están buscando aún cuál es su finalidad en el interior de la Iglesia. En efecto manifestar el Reino, testimoniar el Reino es un deber que pertenece a todos los bautizados: a todos cuantos hemos sido llamados por Cristo para ser luz, para manifestar al Dios Amor. Pero ustedes han sido particularmente llamados y sellados para testimoniar a un Dios Amor, que ha entrado en la historia y ha hecho una alianza de amor. O la vida de ustedes revela esto por medio de su total dedicación, de su total consagración y misión, es decir, o la vida de ustedes revela y manifiesta, a través de la profesión intensamente vivida de los consejos evangélicos, que Dios ha establecido una alianza de amor con los hombres, o su vida ya no tiene sentido. Pienso que el mensaje de San Benito tiene algo que decirles a ustedes religiosos y religiosas.

Tiene algo que decirles también a ustedes laicos, testigos de Cristo resucitado, hombres plenamente inmersos en la historia cotidiana, llamados por particular y específica vocación a transformar el mundo desde dentro y a ofrecer el mundo al Padre según el espíritu de las bienaventuranzas. Muchos de ustedes han sido llamados a ordenar el mundo temporal según las leyes del Señor. Así: cada uno de nosotros encuentra su respuesta en el mensaje presente y actualísimo de San Benito de Nursia.

Pero la respuesta va más allá de la Iglesia. Llega al mundo de hoy, que además está atormentado por la falta de unidad, de amor y de paz, y sufre tanto la tristeza, la desesperación y la violencia. Este mundo de hoy, por una parte, ha sido creado para vivir en comunión, en el cual los hombres sientan el deseo de una más perfecta y alegre fraternidad; por otra parte, ellos viven devorándose los unos a los otros. Este mundo es a veces insensible a los problemas de los más necesitados, de los más pobres, de los marginados, de aquellos que sufren injusticia. Este mundo, que tiene necesidad de caridad, de verdad, de justicia, de amor, de unidad, de paz, este mundo espera el mensaje de unidad y de paz de San Benito. Lo espera el hombre de hoy, cada uno, es decir el hombre en sí mismo: el hombre que, por un lado, está hecho para la comunión, por otro lado se siente dolorosamente aislado. Coexiste, vive con los otros, pero todavía no ha entrado en plena comunión con ellos y por eso se siente marginado, excluido de esta comunión. El hombre de hoy sufre no la soledad de los Santos, aquella que amaba San Benito, sino la soledad del hombre no escuchado, no comprendido, no acogido. El hombre de hoy, aislado, está en búsqueda; sufre, en su interioridad, una violencia, porque ha sido creado para el amor, y en realidad vive en la desconfianza y en la insensibilidad. San Benito tiene una respuesta para dar a este mundo, y al hombre de hoy que vive en el interior de este mundo.

2. Tres rayos de luz vivísima

Para una simple y sincera reflexión quisiera proponerles tres puntos, que me parecen como tres rayos de luz vivísima que brotan del mensaje de San Benito e iluminan al hombre de hoy y al mundo de hoy. Ellos son:

  1. La búsqueda de Dios.
  1. La escucha de la Palabra de Dios.
  1. La soledad con Dios.

Ante todo es necesaria la búsqueda de Dios, porque cuando encuentra a Dios, el hombre se encuentra también a sí mismo y encuentra la paz; cuando encuentra a Dios, oye su voz y el llamado a escucharla. Luego la escucha de su Palabra es necesaria, no sólo para dialogar con él, sino también con nuestros hermanos contemporáneos, para tener la posibilidad de una comunicación verdaderamente interior y social, comunitaria, fecunda. Vivir la escucha es, pues, amar la soledad y buscar construir en el interior del corazón, un desierto fecundo donde el Señor se revela y el Espíritu Santo obra en profundidad.

  1. La búsqueda de Dios

Este punto lo ilumino con las mismas palabras de San Benito: “Si revera Deum quaerit” (RB 58,7). El monje entra en el monasterio para buscar y encontrar al Señor. No es que en el mundo no lo pueda encontrar, pero entra en esta escuela de obediencia, de continua conversión, porque siente una necesidad particular de dar a los hombres aquello que interesa. Lo más importante no es construir grandes ciudades, con el auxilio de la técnica moderna, en la que está ausente el Espíritu de Dios, el elemento esencial de eternidad, de lo absoluto de Dios; lo que cuenta, en definitiva, es la plenitud del hombre que ha encontrado a Dios.

Si revera Deum quaerit”: si verdaderamente busca a Dios. Son bellísimas estas palabras de San Benito en su Regla. La Regla, me decían ayer las monjas benedictinas, la descubrimos día a día… Y, ellas, ¡la viven siempre! Este descubrimiento de Dios es verdaderamente esencial ya sea en su vida de monjas, ya sea en nuestra vida cristiana.

Entonces, cuando uno golpea a la puerta del monasterio, dice San Benito y la tradición lo confirma, no se le abra enseguida, no le sea concedido entrar pronto; durante algunos días permanezca afuera y, después de cuatro o cinco días, si persiste en su pedido, que le sea concedido permanecer unos días en la hospedería, no todavía en el interior de la Comunidad; después, entre al Noviciado, donde deberá meditar, comer y dormir; pero, al mismo tiempo, “si revera Deum quaerit”, si verdaderamente busca al Señor, se le asignará un anciano apto para ganar almas, quien velará con máxima atención, observando si verdaderamente busca a Dios. Esta es la tarea principal: vigilar si verdaderamente busca a Dios, si es solícito para la Obra de Dios, (es decir para la Alabanza divina), la obediencia y las humillaciones. Que se le muestren las cosas duras y ásperas por la cuales se llega a Dios. Pero “si de verdad busca al Señor”, no se le abra prontamente; aunque haya entrado al noviciado, no se le ha abierto todavía el monasterio. Si promete perseverar en la estabilidad, al cabo de dos meses, se le leerá íntegramente la santa Regla y se le dirá: “Esta es la ley bajo la cual deseas militar”. Si permanece firme, será llevado nuevamente al noviciado y probado en toda paciencia.

No estoy haciendo en este momento propaganda para el ingreso a un monasterio, indico solamente este camino de obediencia y de conversión que lleva al verdadero encuentro con el Señor.

El hombre de hoy tiene necesidad de Dios, siente esta necesidad, este afán, esta sed de Dios. Pienso que en el mundo de hoy, especialmente en el mundo juvenil y en ciertos países, en ciertos continentes, es más clara esta hambre y sed del Señor. Es un hecho que he tocado con mis manos en mi diócesis, en el continente Latinoamericano. Hay un despertar de la oración, de búsqueda auténtica de Dios en la juventud de hoy. Podría decir que la juventud de hoy, al menos en el continente Latinoamericano, se caracteriza por estas tres notas.

Primera: Es una juventud normal, que canta, ríe, celebra la vida, es decir una juventud que siente la alegría de vivir y de vivir hoy.

Segunda característica: esta juventud es profunda, reflexiona, busca, quiere rezar de verdad, por eso llama a las puertas de los monasterios; no siempre para entrar y permanecer allí, sino para rezar, para aprender a rezar, para experimentar cómo se hace para encontrar verdaderamente al Señor: así pues, una juventud profunda en la reflexión y en la oración.

Tercera característica es el deseo de participar: es una juventud que se siente no sólo en camino de preparación para actuar después, cuando se haya transformado en adulta y haya alcanzado la plena madurez; no, sino una juventud que siente que el futuro está ya presente, que debe actuar; se siente llamada a participar en el interior de la Iglesia y en el interior de la sociedad humana. Esta juventud, verdaderamente, busca al Señor: “si revera Deum quaerit”.

Es un signo de nuestro tiempo esta búsqueda del Señor. Toda la renovación postconciliar, también las alocuciones de los Papas, desde el Papa Juan XXIII que abrió el Concilio, el Papa Pablo VI que lo clausuró y guió su ejecución, el Papa Luciani en su brevísimo paso a través de la historia, hasta el gran pontífice actual Juan Pablo II, todo es una invitación a la búsqueda de Dios y a ofrecerlo a los otros. Ustedes saben que el tema del actual Pontífice es constantemente “Jesucristo Redentor de los hombres”. En su primera alocución en la Plaza San Pedro, el día que inició su pontificado, dijo: “Abrid, abrid más, abrid de par en par las puertas a Cristo”.

Estas no son sino las palabras de San Benito: “Nihil amori Christi praeponere”: Nada anteponer al amor de Cristo (RB 4,21). Esta es la enseñanza de San Benito, que es pura esencia del Evangelio.

“Ante todo, dice San Benito en el cap. IV de la Regla, amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, luego al prójimo como a sí mismo” (RB 4,1-2). Aquí está el centro del camino hacia el Señor. Dice más adelante: “Hacerse extraño a las obras del mundo; no anteponer nada al amor de Cristo” (RB 4,20-21), es decir centrar todo en Cristo y, por Cristo, en la unidad del Espíritu, en el Padre.

Son tan bellas estas palabras de San Benito, cuando habla de los instrumentos de las buenas obras, que no puedo resistirme a citar otra frase: son traducciones del Evangelio y por eso son actuales. Quisiera sobre todo recordar algunas frases que me parecen particularmente actuales: “Confortar a los pobres; vestir al desnudo; visitar a los enfermos; sepultar a los muertos; ayudar al atribulado; consolar a los afligidos” (RB 4,14-19). Son las obras de misericordia del cap. XXV de San Mateo. Poco después dice San Benito: “No dar paz falsa” (RB 4,25).

Esto me impresiona cuando lo leo, porque fácilmente nos transmitimos la paz; también durante la Santa Misa decimos, como un signo de nuestra comunión fraterna: “Intercambiemos un signo de paz”. “No abandonar jamás la caridad” (RB 4,26), y luego dice: “Decir la verdad con el corazón y con los labios” (RB 4,28). Estas son palabras muy actuales, también en el interior de la Iglesia. Repiten en cierto modo las palabras de San Pablo: “Sean sinceros en la caridad” (2 Co 6,6), esto es, que su caridad sea sin fingimiento.

Otros instrumentos de este camino hacia Dios son: “Poner en Dios la propia esperanza” (RB 4,41). Si verdaderamente buscamos al Señor, debemos apoyarnos en el Señor y poner nuestra esperanza en él. “Escuchar con gusto las lecturas santas; dedicarse frecuentemente a la oración” (RB 4,55-56). Este es el camino hacia Dios: escuchar, rezar, “Venerar a los ancianos (y esto es bueno para nosotros ancianos), amar a los jóvenes, orar por los enemigos en el amor de Cristo” (RB 4,70-72). “Y jamás desesperar de la misericordia de Dios” (RB 4,74).

Por tanto quisiera insistir mucho sobre este primer punto: que nuestra vida –allí donde se realice nuestra vocación– sea una sincera búsqueda de Dios. Sacerdotes, obispos, religiosos y religiosas, almas consagradas en el mundo: ¡busquen al Señor! “Busco tu rostro, Señor,” (Sal 26,8) y “Me saciarás en tu presencia” (Sal 15,11). Es necesario, además, considerar el tiempo de nuestra peregrinación como un camino de esperanza, en el cual todos vamos juntos y nos damos comunitariamente la mano. Por consiguiente la vida como búsqueda de Dios, como retorno a Dios: hemos salido de Dios por el bautismo y volvemos a él. Hemos salido del Dios Creador y regresamos al Dios Creador por el camino de la obediencia y de la humildad.

Luego la vida como alabanza a Dios: esta es una característica de la espiritualidad benedictina. No sólo la búsqueda de Dios, sino la vida como una alabanza de Dios, es decir toda la liturgia, el canto, la oración, todo como alabanza de la Trinidad en Cristo. Pero esto no para apartar al hombre de la historia, no, sino que todo este camino hacia Dios es para encontrar día tras día al hombre que sufre y espera; al hombre que llora y ríe; al hombre que trabaja y ora.

Qué bello es el discurso de Pablo VI en la clausura del Concilio Vaticano II, el 7 de diciembre de 1965, cuando habló del valor religioso del Concilio. Pablo VI durante su vida tuvo siempre el remordimiento de que el Concilio se hubiese desviado un poco del centro, porque, ocupándose demasiado del hombre y del mundo, podía dar la impresión de haber olvidado a Dios.

“El valor humano del Concilio ¿ha desviado quizás la mente de la Iglesia en Concilio hacia la dirección antropocéntrica de la cultura moderna? Desviado no, vuelto sí. (…) Sobre el hombre y sobre la tierra se inclina, pero al reino de Dios se eleva. (…) Nuestro humanismo se hace cristianismo, y nuestro cristianismo se hace teocéntrico; tanto que podemos incluso enunciar: para conocer a Dios es necesario conocer al hombre”.

Cuando hablo de esta búsqueda de Dios, no quiero decir que olvidemos la historia, que olvidemos a los hombres. También San Benito, el hombre que vive en la soledad, quiere encontrar a los hombres. El hombre que busca a Dios quiere acercarse al hombre.

Y ¿cuál es este camino para llegar al Señor? Es el camino de la fe y del amor, ante todo viviendo en la intensidad de la fe y en la sinceridad del amor. Camino profundo para buscar a Dios es también el de vivir en la humildad y en la obediencia. San Benito dice en la Regla: “El primer grado de humildad es la obediencia sin demora” (RB 5,1). Finalmente esta búsqueda de Dios se hace en la oración: “Nihil Operi Dei praeponatur” (RB 43,3). ¡Qué bellas son estas palabras de San Benito! “Nada se anteponga a la alabanza de Dios en el Oficio divino ”.

Queridos amigos, muy queridos hermanos, religiosos, religiosas, laicos: busquen a Dios por el camino de la fe, del amor, de la humildad, de la obediencia, de la interioridad, de la oración.

  1. La escucha de la Palabra Dios

San Benito habla a los hombres del siglo XX, casi en la vigilia del siglo XXI. A los hombres de la palabra, del discurso, de las reuniones, de la técnica, les habla de la sabiduría de la escucha. El prólogo de la Regla de San Benito comienza con la invitación a la escucha: “Escucha, hijo, los preceptos del Maestro, que tu corazón esté atento, recibe con buen ánimo los consejos de un Padre entrañable, y pónlos resueltamente en práctica para retornar, por el trabajo de la obediencia, a Aquel de quien te habías alejado por la decidia de la desobediencia” (RB Prol 1-2).

Escuchar a Dios en el silencio, queridos hermanos y amigos, pero para ser profetas, para hablar, para comunicar. También las monjas de clausura son un constante mensaje que habla de esperanza, de amor, de un nuevo humanismo.

Para escuchar la Palabra de Dios, nosotros hombres, ¿qué debemos hacer? Ante todo la conversión interior, la purificación del corazón. Por otra parte sabemos por las “Bienaventuranzas” que los puros de corazón, aquellos que tienen el corazón sincero, recto, purificado, verán a Dios (cfr. Mt 5,8). Entonces para escuchar la Palabra de Dios es necesario disponer nuestro corazón en una actitud de conversión, de purificación.

Otra condición para escuchar la Palabra de Dios es el silencio. Silencio de la imaginación, del corazón, de la voluntad, de la inteligencia, de los labios. Un silencio que se transforma en equilibrio total del hombre. No un silencio que significa evasión, fuga, mutismo. Puede un hombre o una mujer no hablar jamás, y no ser hombre o mujer de silencio. Puede un hombre hablar y decir muchas cosas, y ser hombre de permanente silencio. Ustedes, en este momento, son hombres y mujeres forzadamente en silencio. Soy yo el que hablo, pero será el Señor quien juzgará si nuestro corazón –el mío y el de ustedes– están en silencio, ya que el silencio es una completa posesión del espíritu en la totalidad de nuestro corazón, de nuestra imaginación, de nuestra voluntad, totalmente en sintonía con la voluntad de Cristo y del Padre, totalmente en sintonía con la palabra de verdad que es pronunciada. Así como San Benito manda evitar las palabras superfluas (RB 6,8; 7,60), también yo quisiera sintetizar y llegar pronto al fin, ¡porque he hablado tanto!

Pero otra condición para escuchar la Palabra de Dios es la comunidad de amor. Me parece que la Palabra de Dios se escucha más profundamente, más libremente, más gustosamente en el interior de una comunidad. Por lo tanto, allí donde hay una comunidad que lee y escucha; cuando, como sucedió ayer por la tarde, hay una comunidad que medita en presencia del Señor, adora y escucha, entonces la Palabra penetra más profundamente en los corazones. Así pues, para escuchar la Palabra de Dios es necesario formar una comunidad auténtica. Es cierto que la comunidad depende también de la Palabra de Dios: la comunidad nace de la Palabra y de la Eucaristía. La comunidad cristiana está centrada en la Palabra y en la Eucaristía, pero también es verdad que la Palabra de Dios es acogida más profundamente y más gustosamente cuando dos o tres se reúnen (cfr Mt 18,20). Por eso los invito con fuerza a leer y a escuchar la Palabra en el silencio comunitario.

  1. La soledad con Dios

El mundo de hoy, por una parte, siente la necesidad de vivir en la serenidad del desierto, en la tranquilidad; por otra, siente la necesidad de huir de sí mismo. Hombres y mujeres buscan vivir en comunicación con los demás; sienten la necesidad, más que nunca, de un poco de tranquilidad, de soledad, de descanso. El hombre que sale temprano por la mañana, para trabajar, que está todo el día con preocupaciones, empeñado en el trabajo intelectual o material, siempre rodeado de otra gente, tiene necesidad de descansar, de estar un poco en silencio, en tranquilidad, en soledad. En soledad no por evasión, sino para encontrarse a sí mismo y al Señor. Esto hace bien incluso desde el punto de vista material.

San Benito busca la soledad, pero para construir la comunión. En efecto, cuando llega a Roma, joven aún, siente que Roma no está hecha para él, en su ardor juvenil tiene necesidad de otra cosa: abandona los estudios y se traslada a vivir en la soledad en Subiaco. Allí vive en relación íntima con el Señor, hasta que vienen a tomarlo para hacerlo abad de una comunidad de monjes; luego retorna a su soledad. San Gregorio dice una frase muy bella a propósito de este regreso de San Benito a Subiaco: “Tunc ad locum dilectae solitudinis rediit et solus in superni Spectatoris oculis habitavit secum” (Dial II,3). San Benito, después de la experiencia en aquella comunidad de monjes, que habían querido envenenarlo, volvió al lugar de su amada soledad, y allí solo, solo bajo la mirada del supremo Espectador, Dios, “habitavit secum”, es decir, habitó consigo mismo. No dentro de sí mismo como en un refugio, no un encontrarse en sí, sino un entrar en el desierto donde lo esperaba la Palabra y el Espíritu. “Habitavit secum”, es decir, en Dios que estaba presente en él. Agrega San Gregorio Magno: “Venerabilis igitur Benedictus in illa solitudine habitavit secum” (ibidem): el venerable Benito en aquella soledad habitó consigo mismo. ¡Qué necesario es habitar consigo mismo en el lugar de la amada soledad!

Pero, queridos hermanos y amigos, esta soledad para ser verdaderamente fecunda debe ser un lugar de encuentro y de plenitud, no un lugar de evasión o de fuga, no, sino de encuentro con la Palabra que es Cristo; con la acción que es el Espíritu; un encuentro en definitiva con el Padre: ¡un encuentro que plenifica el corazón! ¡Oh encuentro con Cristo y en Cristo con el hombre!

Este lugar de soledad deviene necesariamente un lugar de serenidad y de equilibrio. Pienso que los hombres serían distintos, si de tanto en tanto buscaran un lugar de desierto provisorio; no digo de desierto definitivo, porque esto no es para todos, sino de desierto provisorio: como lo fue para Cristo, como lo fue para Elías, como lo fue para Moisés. Y luego, una vez encontrado este desierto como lugar de plenitud y de alegría, de serenidad y de equilibrio, volver fortalecidos al trabajo, a la palabra, a la comunicación. Este lugar de desierto, finalmente, deberá ser establecido en nuestro interior, porque no siempre podemos disponer de tiempo. Nuestras obligaciones son tan urgentes que no nos permiten ir siempre al desierto como lo deseamos. Entonces el Señor transplanta el desierto a nuestro corazón. Como decía Santa Catalina de Siena, de quien celebramos el centenario de su muerte (1380): “Hagan una celda en su corazón de la cual no puedan salir jamás”. Yo termino aquí: “Hagan en su corazón una celda de la cual jamás puedan salir”.

Conclusión

Vayamos al encuentro del Señor con sinceridad: “Si revera Deum quaerit”. Vayan al encuentro de Dios: he aquí la gran meta, la gran felicidad en nuestra vida. Caminar así hacia Dios, pero atentos a la escucha “comunitaria” de la Palabra del Señor en el silencio “comunitario”. Y, finalmente, amemos la soledad, al menos de un desierto provisorio, cuando el Señor lo ofrece; un desierto que esté establecido en nuestro corazón como una celda de la cual jamás podamos salir.

San Benito y Santa Escolástica nos guíen por este camino. Y puesto que su mensaje es un mensaje actualísimo, seamos verdaderos buscadores de Dios, oyentes de la palabra, hombres que viven la plenitud de la soledad en comunión fraterna.

 

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