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Salmo de la noche: Guárdame, Señor, escóndeme a la sombra de tus alas (Sal 16)

LOS SALMOS QUE ACOMPAÑANA LAS HORAS DEL DÍA

Salmo de la noche:

Guárdame, Señor, escóndeme a la sombra de tus alas (Sal 16)

Este salmo de la noche podemos rezarlo refiriéndolo a la noche natural que sobreviene al final del día o bien pensarlo como una gran metáfora de la noche que acaecerá inexorablemente al final de nuestra vida, cuando cerremos los ojos a la escena de esta vida. En realidad, la primera no excluye la segunda, porque la noche de cada día nos va preparando a la noche final tras la cual despertaremos al día de la luz eterna y feliz donde ya no existirá ni la noche, ni el dolor porque lo iluminará la gloria de Dios.

El salmista nos presenta la oración de un hombre injustamente acusado que recurre a Dios para exponerle su sufrimiento. Y al hacerlo utiliza elementos de un juicio oral, en el que aparecen el acusador, el acusado, el defensor y finalmente el juez que dictará la sentencia.

Comienza hablando el acusador, el salmista que apela a Dios, su abogado defensor y su juez, diciéndole: “Señor, escucha mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a mi súplica, emane de ti la sentencia, miren tus ojos la rectitud”. Recurre a Dios porque sabe que es el único que conoce enteramente su verdad, el único que puede leer el interior de su corazón. Le suplica que la sentencia la dicte él, porque conoce por experiencia su infinita misericordia. Se pone totalmente bajo su mirada y le suplica que sea su único juez. Hay un episodio de la vida de David en el que se muestra la fe ciega que este pecador perdonado tenía en la misericordia de Dios. El episodio está narrado en el capítulo 24 del segundo libro de Samuel. Dice así: “Después de haber hecho el censo del pueblo, le remordió a David el corazón y dijo al Señor: He cometido un gran pecado. Pero ahora, Señor, perdona, te ruego, la falta de tu siervo, pues he sido muy necio. Cuando David se levantó por la mañana, Dios envió a su profeta Gad para que le dijera a David: ‘Así dice el Señor: te propongo tres cosas, elige una de ellas y la llevaré a cabo. ¿Qué quieres que te venga: tres años de gran hambre en tu país, tres meses de derrotas ante tus enemigos, y que te persigan, o tres días de peste en tu tierra? David respondió: estoy en grande angustia. Pero caigamos en manos de Dios que es grande su misericordia. No caiga yo en manos de los hombres. Y eligió la peste para sí”. Fíjense la respuesta de David: eligió caer en las manos de Dios porque es grande su misericordia. Este es el mismo David que compuso el salmo. Sus palabras son fruto de una experiencia de vida. Cuando Dios lo eligió para ser el pastor de su pueblo, había dicho antes al profeta que fue a buscarlo para ungirlo: “No te fijes en la apariencia, porque la mirada de Dios no es como la mirada del hombre; el hombre mira las apariencias, Dios en cambio mira el corazón” (1 Samuel 16,7). David sabía de esta mirada de Dios, por eso se atreve a decirle en el salmo que lo mire, que sondee su corazón: “miren tus ojos la rectitud, aunque sondees mi corazón no encontrarás malicia en mi”. David sabe que el Señor lo conoce por dentro, que conoce todos sus pasos, aún los errados, los enredados en miserias y pecados, conoce sus intenciones. En otro salmo se lo dice claramente: “Señor, tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares; antes que llegue la palabra a mi lengua, tú ya la sabes. Me estrechas detrás y delante, me cubres con tu palma” (salmo 138). A este Dios le rezamos cada noche con este salmo. A este Dios que nos sigue con su mirada durante todo el día, que nos cubre con su palma, que conoce lo que pensamos y lo que decimos. A este Dios le pedimos que dicte la sentencia, porque estamos convencidos que será una sentencia de misericordia y de perdón.

El salmista prosigue diciendo: “Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío, inclina tu oído y escucha mis palabras. Muestra las maravillas de tu misericordia”. Invoca a Dios porque tiene una larga experiencia de sus respuestas de amor. Por eso recurre, porque está convencido que lo va a ayudar, que lo va a escuchar y le va a volver a mostrar su misericordia. Otras traducciones en vez de decir: muestra las maravillas de tu misericordia”dicen: “haz brillar tu fidelidad” o “haz gala de tus gracias”. Demuestra con ello que hay una larga historia de gracia, de fidelidad, de perdón, de faltas y pecados entre el salmista y Dios. Esta larga experiencia es lo que nos lleva al final del día a ponernos bajo la mirada de Dios y pedirle que mire los actos, los pensamientos, las palabras, incluso los pecados, del día con los ojos de su misericordia.

En este diálogo que el salmista tiene con su Juez y Señor, aparece el adversario, el acusador: “Tú que salvas de los adversarios, de los malvados que me asaltan, del enemigo mortal que me cerca, que me rodea con sus pasos para derribarme, como un león, ávido de presa”. Vuelve a aparecer el enemigo que continuamente encontramos en los salmos; el enemigo que busca tendernos trampas para que caigamos, para tener de qué acusarnos ante Dios; por algo en la Biblia se lo llama: “el Acusador de nuestros hermanos, el que nos acusa día y noche ante nuestro Dios”. Pero nuestro defensor, nuestro abogado es más grande que nuestro acusador. El salmista no pierde tiempo en defenderse ante él, le pide a Dios que tome su defensa, que lo enfrente, que sea él quien lo defienda, porque sabe que tiene poder para derrotarlo: “Levántate, Señor, hazle frente, doblégalo; que tu espada me libre del malvado”.Doblégalo con tu espada. Le pide que doblegue al enemigo. ¡qué linda oración! Pedirle todas las noches al Señor que doblegue, que domestique al enemigo que llevamos dentro, que nos ataca y nos hace la guerra, al enemigo que pugna por apartarnos de Dios, por llevarnos a su redil, por hacer triunfar el mal en nuestros corazones. Pidamos con fuerza al Señor que lo doblegue, que le haga frente. Sólo él puede darle muerte para siempre.

En medio de su oración suplica con toda su alma: “¡Guárdame, Señor, como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme!” Que lo esconda bajo la sombra de sus alas. Descansar a la sombra de Dios. Allí está el verdadero descanso. Esta imagen la encontramos también en el salmo 90, donde el salmista habla de descansar bajo las alas de Dios no sólo durante la noche sino de todo el día: Vivir a la sombra del Omnipotente y decirle: Refugio mío, alcázar mío, Dios mío confío en ti”. Vivir a la sombra de Dios, a la sombra de sus alas significa poner toda nuestra vida en sus manos, que todo lo que hagamos en el día transcurra bajo su mirada; que nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones emanen de la luz de su palabra. Si todo lo referimos a Dios, llegaremos al final del día sin importarnos demasiado si las cosas nos salieron bien o mal, si fracasamos o fuimos exitosos, llegaremos con la paz del niño que se dejó conducir de la mano del Padre, abandonado enteramente en ellas. No olvidemos lo que nos dice David: “A sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos, te llevarán en sus palmas para que tu pie no tropiece” (sal 90).

Este salmo nos ayuda no sólo a terminar el día en paz, bajo la mirada bondadosa y compasiva del Señor; nos ayuda a vivir en su presencia sabiendo que en cada anochecer seremos examinados en el amor. Este es el verdadero juicio. Jesús nos lo dice claramente con la parábola de juicio final en el capítulo 25 del evangelio de san Mateo: “lo que hicisteis al más pequeño de mis hermanos a mí me lo hicisteis”. Pidámosle al Señor con el salmista: “Que la sentencia emane de ti, que eres pura misericordia”. San Agustín comentando el episodio de la mujer adúltera acusada por los escribas y fariseos dice que al final, cuando se marcharon los acusadores se quedó solo Jesús con la acusada: “se quedaron solo ellos dos: la miseria y la misericordia”.

Benedicto XVI, comentando este pasaje, decía: “Detengámonos a contemplar esta escena, donde se encuentran frente a frente la miseria del hombre y la misericordia divina, una mujer acusada de un gran pecado y aquel que, aun sin tener pecado, cargó con nuestros pecados, con los pecados del mundo entero. Él alza los ojos y encuentra los de la mujer. No pide explicaciones. No es irónico cuando le pregunta: Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Y su respuesta es conmovedora: Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más. «El Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera tolerado el pecado, habría dicho: “Tampoco yo te condeno; vete y vive como quieras… Por grandes que sean tus pecados, yo te libraré de todo castigo y de todo sufrimiento”. Pero no dijo eso». Dice: Vete y no peques más.

El único objetivo de Jesús es salvar un alma y revelar que la salvación solo se encuentra en el amor de Dios. Para esto vino a la tierra, por esto morirá en la cruz y el Padre lo resucitará al tercer día. Jesús vino para decirnos que quiere que todos vayamos al paraíso. Comprendamos que nuestro verdadero enemigo es el apego al pecado, que puede llevarnos al fracaso de nuestra existencia. Jesús despide a la mujer adúltera con esta consigna: Vete, y en adelante no peques más. Le concede el perdón, para que en adelante no peque más. Aquí se pone de relieve que solo el perdón divino y su amor recibido con corazón abierto y sincero nos dan la fuerza para resistir al mal y «no pecar más», para dejarnos conquistar por el amor de Dios, que se convierte en nuestra fuerza. Hagamos del amor y del perdón el corazón palpitante de nuestra vida”.

Pidamos cada noche al Señor que nos guarde a la sombra de sus alas. Él nos guardará bajo la sombra de su misericordia para examinarnos sólo en el amor.

 

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