8






Queremos ver a Jesús

Textos comentados en la 5ta charla de Cuaresma: 

Queremos ver a Jesús

Juan 12, 20-33

Entre los que había subido para adorar durante la fiesta, había unos griegos que se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús. El les respondió: «Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna. El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre. Mi alma ahora está turbada, ¿Y qué diré: «Padre, líbrame de esta hora? ¡Sí, para eso he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!». Entonces se oyó una voz del cielo: «Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar». La multitud que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros decían: «Le ha hablado un ángel». Jesús respondió: «Esta voz no se oyó por mí, sino por ustedes. Ahora ha llegado el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera; y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». Jesús decía esto para indicar cómo iba a morir.

La Palabra de Dios es el fundamento de todo, es la verdadera realidad. Y, para ser realistas, debemos contar precisamente con esta realidad. Debemos cambiar nuestra idea de que la materia, las cosas sólidas, que se tocan, serían la realidad más sólida, más segura. Al final del Sermón de la Montaña el Señor nos habla de las dos posibilidades de construir la casa de nuestra vida: sobre arena o sobre roca. Sobre arena construye quien construye sólo sobre las cosas visibles y tangibles, sobre el éxito, sobre la carrera, sobre el dinero. Aparentemente estas son las verdaderas realidades. Pero todo esto un día pasará. Así, todas estas cosas, que parecen la verdadera realidad con la que podemos contar, son realidades de segundo orden. Por eso, debemos cambiar nuestro concepto de realismo. Realista es quien reconoce en la Palabra de Dios, en esta realidad aparentemente tan débil, el fundamento de todo. Realista es quien construye su vida sobre este fundamento que permanece siempre. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Benedicto XVI

Detengamos un instante nuestra atención sobre el aspecto interior de la penitencia, el que con término bíblico casi de uso común se llama «metanoia», que quiere decir conversión, arrepentimiento, cambio interior. Quiere decir cambio de mentalidad. Y esto es lo que más importa: cambiar el pensamiento, cambiar las ideas, cambiar la manera de juzgarse a sí mismo, cambiar la conciencia de falsa en verdadera. 

Esta penitencia interior es indispensable, incluso para nosotros los creyentes, para nosotros los cristianos; porque significa enderezar la propia orientación lógica y moral según el itinerario de aquella verdad que orienta nuestra vida al orden, al bien, al amor, a Dios. Y nosotros que tenemos la suerte de conocer esta concepción de nuestra vida destinada a la comunión con Dios, debemos sentir continuamente el ansia de esta rectificación generosa, como el piloto de la nave advierte continuamente el deber de maniobrar el timón para mantenerla en la ruta establecida, de la cual, a causa de las olas y del viento, es fácil desviarse. 

Y en este tiempo debemos preguntarnos con valerosa franqueza: ¿qué debemos corregir en nuestro secreto e íntimo gobierno personal? Una vez más vuelve a nuestros labios la sentencia lapidaria de Pascal: «Toda nuestra dignidad consiste en el pensamiento. Procuremos, pues, pensar bien: he aquí el principio de la moral». 

¡Pensar bien! ¡Esta sería la mejor «metanoia», la mejor conversión, la mejor penitencia!, es decir, ¡la mejor disposición para entrar en el plano de la salvación, para celebrar bien el misterio pascual, para dar a nuestro cristianismo su auténtica y feliz expresión, personal y socialmente! 

¡Pensar bien! ¡Hermanos e hijos queridísimos! Recuerden que se debe comenzar desde este punto. Recuerden que no es fácil. Cambiar la propia mentalidad errada y defectuosa exige humildad y valentía. Decir a sí mismo: me he equivocado, exige mucha fuerza de espíritu. La renuncia a ciertas ideas fijas propias, que parecen definir la personalidad: «¡Yo opino así! ¡Soy libre de pensar como quiero! Pertenezco a esta ideología y ninguno me la hará cambiar», requiere en verdad una revolución de espíritu, solo posible a quien sacrifica lo que tiene como más suyo, su propia opinión o convicción sobre la verdad. Perdonar una ofensa, por ejemplo, superar una antipatía caprichosa, un puntillo de honor, una ocasión de usar la violencia puede ser ejercicio de penitencia, exactamente en la buena línea del amor cristiano.  Pablo VI

El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar:

«La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (GS 19,1). Catecismo de la Iglesia católica n. 27

¡Cuántas veces hemos repetido en nuestra oración esta expresión tan sencilla, tan ardiente de Felipe: Muéstranos al Padre y nos basta! Hay momentos en que nuestra oración se hace particularmente breve, profunda, filial: Muéstranos al Padre y eso nos basta; Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo; Señor, creo, pero aumenta mi fe. No podemos decir que no sabemos rezar o que no tenemos tiempo para orar, no lo podemos decir porque el Espíritu grita siempre en nuestro interior Abba, Padre. Gritemos entonces nosotros, unidos al Espíritu: Señor, muéstranos al Padre y nos basta.

La respuesta de Jesús es aleccionadora: ¿Tanto tiempo hace que estoy con ustedes y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú «Muéstranos al Padre»? Estas palabras nos enseñan que tenemos una doble responsabilidad: frente a Cristo y frente a nuestros hermanos.

Frente a Cristo porque estamos llamados a descubrir en Jesús al Padre. Si no hemos descubierto en Cristo la imagen del Dios invisible, si no hemos descubierto en Cristo el resplandor de la gloria del Padre, figura y signo de su sustancia, no hemos conocido todavía a Jesús. Pero ¿qué debemos hacer para descubrir en Jesús al Padre? Sencillamente dejar que Jesús hable en nuestro interior, porque él nos lo prometió: Con toda claridad les hablaré acerca del Padre. Después de haber enviado el Espíritu Santo a la Iglesia, el Señor no deja de hablar a nuestras almas. Si hay silencio contemplativo y hay disponibilidad de respuesta, Jesús no deja de hablarnos del Padre, como dice el Evangelio: El Hijo Único que está en el seno del Padre, él nos ha contado todas las cosas. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito… Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Se trata entonces de dejar que él nos lo revele en nuestro interior, y para eso es necesario mucho silencio, mucha pobreza y mucha capacidad de acogida de Cristo, Palabra reveladora del Padre.

Tenemos también otra responsabilidad: frente a los hombres, nuestros hermanos. Nadie llega a Cristo si no es por medio de los discípulos y testigos, de los hijos y hermanos que son transparencia de Jesús. La responsabilidad es aquí la de la coherencia de nuestra vida con nuestra fe. ¡Cuántas personas desean descubrir la cercanía y la intimidad del Señor: Señor, queremos ver a Jesús! ¡Cuántos parecen decirnos: «Queremos ver a Jesús en ti»! Parecen preguntarnos: «¿Quién eres tú? ¿Qué nos revelas de Cristo?». Cristo nos revela al Padre: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. Pero tú, ¿revelas a Jesús? ¿Pueden los demás ver en ti a Jesús? Tu presencia, ¿es transparencia de Jesús?, ¿es una invitación a la conversión y a la reconciliación con Jesús y con el Padre? Tu palabra, ¿es fuego como la palabra penetrante de Jesús? Tu palabra y tu presencia, ¿son comunicación de la paz de Jesús? Que podamos decir: el que me ha visto a mí ha visto a Jesús, como el que ha visto a Jesús ha visto al Padre.

Podemos preguntarnos ahora si realmente estamos en Cristo, y si Cristo está en nosotros. Estamos en Cristo, sí, por el sacramento del bautismo. Hemos revestido a Cristo y Cristo vive en nosotros. Pero ¿somos transparencia de Jesús? El que me ve, ¿reconoce en mí a Jesús? Hay personas cuya sola presencia hace bien, porque sencillamente transparentan y comunican a Cristo. Son personas que pacifican y nos llaman a ser cada vez mejores porque son imagen del Cristo invisible como Cristo es imagen del Padre. Pero si estamos viviendo realmente en Cristo y Cristo vive en nosotros, ¿por qué nuestra palabra es superficial y no conmueve? ¿Por qué no revelamos, como Cristo, los misterios del Padre?

Primogénito de toda la creación, cabeza del cuerpo que es la Iglesia, primogénito de entre los muertos, Jesús debe encarnarse en nosotros. Pero, ¡cómo cuesta dejar que Jesús tome posesión de nuestro ser! ¡Cómo cuesta entregarle nuestra pequeñez, nuestra pobreza, nuestra capacidad de contemplación y de servicio para poder ser de verdad cristianos! Hay una expresión muy hermosa de san Agustín: «¡Alegrémonos y demos gracias: hemos sido hechos no solamente cristianos, sino Cristo. Pásmense y alégrense: hemos sido hechos Cristo!». ¡Qué privilegio, qué gracia tan grande tenemos! Hemos revestido a Cristo por el bautismo. Esto es lo que necesita la Iglesia: cristianos pascuales, es decir, cristianos que reflejen en su vida la cruz y la esperanza, la muerte y la resurrección de Jesús, cristianos que viven en el Padre como el Padre vive en Cristo, cristianos que viven en Jesús como Jesús vive en cada uno de nosotros. Cardenal Pironio

El Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo. Vence las resistencias. A quien se conforma con medias tintas, le ofrece ímpetus de entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se apoltrona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado. Hace soñar al que cae en tibieza. He aquí el cambio del corazón. Muchos prometen períodos de cambio, nuevos comienzos, renovaciones portentosas, pero la experiencia enseña que ningún esfuerzo terreno por cambiar las cosas satisface plenamente el corazón del hombre. El cambio del Espíritu es diferente: no revoluciona la vida a nuestro alrededor, pero cambia nuestro corazón; no nos libera de repente de los problemas, pero nos hace libres por dentro para afrontarlos; no nos da todo inmediatamente, sino que nos hace caminar con confianza, haciendo que no nos cansemos jamás de la vida. El Espíritu mantiene joven el corazón – esa renovada juventud. La juventud, a pesar de todos los esfuerzos para alargarla, antes o después pasa; el Espíritu, en cambio, es el que previene el único envejecimiento malsano, el interior. ¿Cómo lo hace? Renovando el corazón, transformándolo de pecador en perdonado. Este es el gran cambio: de culpables nos hace justos y, así, todo cambia, porque de esclavos del pecado pasamos a ser libres, de siervos a hijos, de descartados a valiosos, de decepcionados a esperanzados. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría, que florezca la paz en el corazón.

Cuando la vida de nuestras comunidades atraviesa períodos de “flojedad”, donde se prefiere la tranquilidad doméstica a la novedad de Dios, es una mala señal. Quiere decir que se busca resguardarse del viento del Espíritu. Cuando se vive para la auto-conservación y no se va a los lejanos, no es un buen signo. El Espíritu sopla, pero nosotros arriamos las velas. Sin embargo, tantas veces hemos visto obrar maravillas. A menudo, precisamente en los períodos más oscuros, el Espíritu ha suscitado la santidad más luminosa. Porque Él es el alma de la Iglesia, siempre la reanima de esperanza, la colma de alegría, la fecunda de novedad, le da brotes de vida. Como cuando, en una familia, nace un niño: trastorna los horarios, hace perder el sueño, pero lleva una alegría que renueva la vida, la impulsa hacia adelante, dilatándola en el amor. De este modo, el Espíritu trae un “sabor de infancia” a la Iglesia. Obra un continuo renacer. Reaviva el amor de los comienzos. El Espíritu recuerda a la Iglesia que, a pesar de sus siglos de historia, es siempre una veinteañera, la esposa joven de la que el Señor está apasionadamente enamorado. No nos cansemos por tanto de invitar al Espíritu a nuestros ambientes, de invocarlo antes de nuestras actividades: “Ven, Espíritu Santo”. Papa Francisco 

Share the Post