Pentecostés, ciclo A

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¿QUÉ SUCEDIÓ EN AQUEL DÍA?

“SE LLENARON TODOS DEL ESPÍRITU SANTO”

¿ESTAMOS ABIERTOS A LAS “SORPRESAS DE DIOS”?

¿O NOS ENCERRAMOS, CON MIEDO,

A LA NOVEDAD DEL ESPÍRITU SANTO?

¿ESTAMOS DECIDIDOS A RECORRER LOS CAMINOS NUEVOS

QUE LA NOVEDAD DE DIOS NOS PRESENTA?

¿ME DEJO GUIAR POR EL ESPÍRITU SANTO

VIVIENDO EN LA IGLESIA Y CON LA IGLESIA?

PAPA FRANCISCO

 

ORACIÓN COLECTA: Dios nuestro, que por el misterio de esta fiesta santificas a tu Iglesia extendida entre las naciones, derrama sobre toda la tierra los dones del Espíritu Santo e infunde en el corazón de tus fieles las maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

 

De los Hechos de los Apóstoles 2,1-11

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: “¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios”.

 

Salmo responsorial: 103,1ab.24ac.29b-31.34

R/ Envía, Señor, tu Espíritu y renovarás la tierra.

Bendice, alma mía al Señor, ¡Dios mío, qué grande eres! Cuántas son tus obras, Señor, la tierra está llena de tus criaturas. R/

Les retiras el aliento, y expiran, y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra. R/

Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras. Que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor. R/

 

De la 1ª carta a los Corintios 12,3b-7.12-13

Hermanos: Nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, si no está impulsado por el Espíritu Santo. Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común. Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo, es uno, y estos miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también sucede con Cristo. Porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo –judíos y griegos, esclavos y hombres libres– y todos hemos bebido de un mismo Espíritu.

 

SECUENCIA:

Ven, Espíritu Santo,

y envía desde el cielo

un rayo de tu luz.

Ven, Padre de los pobres,

ven a darnos tus dones,

ven a darnos tu luz.

Consolador lleno de bondad,

dulce huésped del alma,

suave alivio de los hombres.

Tú eres descanso en el trabajo

templanza de las pasiones,

alegría en el llanto.

Penetra con tu santa luz

en lo más íntimo del corazón de tus fieles.

Sin tu ayuda divina

no hay nada en el hombre,

nada que sea inocente.

Lava nuestras manchas,

riega nuestra aridez,

sana nuestras heridas.

Suaviza nuestra dureza,

elimina con tu calor nuestra frialdad,

corrige nuestro desvíos.

Concede a tus fieles,

que confían en ti,

tus siete dones sagrados.

Premia nuestra virtud,

salva nuestras almas,

danos la eterna alegría.

 

Alleluia: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

El Evangelio es la boca de Cristo: está sentado en el cielo,

pero no deja de hablar en la tierra (San Agustín).

 

Evangelio según san Juan 20,19-23

Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con la puertas cerradas, por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió “Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.

 

Homilía del Papa Francisco

La fiesta de Pentecostés conmemora la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo. Como la Pascua, es un acontecimiento que tuvo lugar durante la preexistente fiesta judía, y que se realiza de modo sorprendente. El libro de los Hechos de los Apóstoles describe los signos y los frutos de esa extraordinaria efusión: el viento fuerte y las llamas de fuego; el miedo desaparece y deja espacio a la valentía; las lenguas se desatan y todos comprenden el anuncio. Donde llega el Espíritu de Dios, todo renace y se transfigura. El acontecimiento de Pentecostés marca el nacimiento de la Iglesia y su manifestación pública; y nos impresionan dos rasgos: es una Iglesia que sorprende y turba.

Un elemento fundamental de Pentecostés es la sorpresa. Nuestro Dios es el Dios de las sorpresas, lo sabemos. Nadie se esperaba ya nada de los discípulos: después de la muerte de Jesús formaban un grupito insignificante, estaban desconcertados, huérfanos de su Maestro. En cambio, se verificó un hecho inesperado que suscitó admiración: la gente quedaba turbada porque cada uno escuchaba a los discípulos hablar en la propia lengua, contando las grandes obras de Dios (cf. Hch 2, 6-7.11). La Iglesia que nace en Pentecostés es una comunidad que suscita estupor porque, con la fuerza que le viene de Dios, anuncia un mensaje nuevo —la Resurrección de Cristo— con un lenguaje nuevo —el lenguaje universal del amor. Un anuncio nuevo: Cristo está vivo, ha resucitado; un lenguaje nuevo: el lenguaje del amor. Los discípulos están revestidos del poder de lo alto y hablan con valentía —pocos minutos antes eran todos cobardes, pero ahora hablan con valor y franqueza, con la libertad del Espíritu Santo.

Así está llamada a ser siempre la Iglesia: capaz de anunciar a todos que Jesús el Cristo ha vencido la muerte, que los brazos de Dios están siempre abiertos, que su paciencia está siempre allí esperándonos para sanarnos, para perdonarnos. Precisamente para esta misión Jesús resucitado entregó su Espíritu a la Iglesia.

Atención: si la Iglesia está viva, debe sorprender siempre. Sorprender es característico de la Iglesia viva. Una Iglesia que no tenga la capacidad de sorprender es una Iglesia débil, enferma, moribunda, y debe ser ingresada en el sector de cuidados intensivos, ¡cuanto antes!

Alguno, en Jerusalén, hubiese preferido que los discípulos de Jesús, bloqueados por el miedo, se quedaran encerrados en casa para no crear turbación. Incluso hoy muchos quieren esto de los cristianos. El Señor resucitado, en cambio, los impulsa hacia el mundo: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). La Iglesia de Pentecostés es una Iglesia que no se resigna a ser inocua, demasiado «destilada». No, no se resigna a esto. No quiere ser un elemento decorativo. Es una Iglesia que no duda en salir afuera, al encuentro de la gente, para anunciar el mensaje que se le ha confiado, incluso si ese mensaje molesta o inquieta las conciencias, incluso si ese mensaje trae, tal vez, problemas; y también, a veces, nos conduce al martirio. Ella nace una y universal, con una identidad precisa, pero abierta, una Iglesia que abraza al mundo pero no lo captura; lo deja libre, pero lo abraza como la columnata de esta plaza: dos brazos que se abren para acoger, pero no se cierran para retener. Nosotros, los cristianos somos libres, y la Iglesia nos quiere libres.

Nos dirigimos a la Virgen María, que en esa mañana de Pentecostés estaba en el Cenáculo, y la Madre estaba con los hijos. En ella la fuerza del Espíritu Santo realizó verdaderamente «obras grandes» (Lc 1, 49). Ella misma lo había dicho. Que Ella, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia, nos alcance con su intercesión una renovada efusión del Espíritu de Dios sobre la Iglesia y sobre el mundo.

 

 

 

COMUNIÓN: De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban, aleluya, todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y hablaban de las maravillas de Dios, aleluya, aleluya. Hch 2,2.4

 

El Domingo de Pentecostés señala la clausura de la cincuentena pascual: es el ultimo día de la fiesta. Pero es sobre todo el día de la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles y el envío misionero de la Iglesia. El tiempo pascual concluye revelándonos su verdadero rostro: es el tiempo del Espíritu Santo. La liturgia nos presenta al Espíritu Santo a la vez como una fuerza de expansión comunitaria y como principio de interiorización. El Espíritu de Dios “llena el universo”, del que asegura la unidad; santifica la Iglesia “en todos los pueblos y todas las naciones”; él reparte sus dones “en la inmensidad del mundo”. Pero al mismo tiempo penetra los corazones, los colma con el fuego de su amor y los “abre a la verdad plena”. Es el principio vital del Cristiano, en quien actúa a manera de fuego que arde y de fuente de agua viva que regenera. Ya sea que gobierne el cuerpo de la Iglesia o que modele a cada uno de los bautizados, su meta es hacer cantar a todos las maravillas de Dios.

PIERRE JOUNEL

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