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La inteligencia de la Oración de las Horas

La inteligencia de la Oración de las Horas

Entrar en la voluntad del Padre

 

Bénédicte Ducatel – Revista Magnificat no 288

 

La oración del bautizado no tiene otro fin que hacerlo entrar, en obras y en verdad, en la súplica de Jesús de hacer no la propia voluntad, sino la del Padre. Toda la vida cristiana -en sus dos componentes inseparables de acción y de oración- consiste en comprender a fondo esta súplica.

 

Abandonarse

Hacer la voluntad del Padre, para cada uno de nosotros como para Cristo, consiste en renunciar a sí mismo. Esto implica creer que lo que este Dios pide y cumple es lo mejor. Así, cuando entra en su Pasión, Jesús inclina su voluntad ante la voluntad del Padre. Este abandono no produce frutos enseguida, porque en las siguientes horas Jesús entra en el anonadamiento de toda su persona: Estaba tan desfigurado que no parecía un hombre (Is 52,14). Cuando todo parece difícil e incluso perdido, es necesario perseverar en la fe para poder discernir el surgimiento de la luz al final de este camino desconcertante.

 

Seguir a Cristo

La Oración de las Horas, a su modo, nos obliga a esta desposesión de nosotros mismos para entrar en un camino trazado por otro. Es preciso abandonar “nuestra” oración, la que formularíamos espontáneamente según nuestro gusto, nuestro humor o las necesidades del día, para entrar en la que nos da la Iglesia. Es a través de este despojo que nuestra relación con Dios se enriquece: Es preciso que Él crezca y que yo disminuya (Jn 3,30). La oración nos conduce a través caminos por los que no iríamos espontáneamente, pero que la Iglesia nos invita a descubrir y a profundizar para encontrar a Dios, exponerse a su amor y ofrecerle el mundo.

 

Aceptar la ascesis de la oración

Cristo no nos mostró un camino de facilidad, sino un camino de vida. Dejarnos guiar por la oración de la Iglesia dilata nuestra vida interior y se transforma, a su modo, en un ejercicio de ascesis (aunque raramente considerado como tal). La liturgia de las Horas nos ofrece su lenguaje particular que, a veces nos parece difícil de comprender, ya se trate de himnos cuya poesía no nos habla inmediatamente, salmos cuyos versículos nos desconciertan, intercesiones que no se ligan a nuestra vida cotidiana, repeticiones idénticas que fatigan nuestras inteligencias y frenan nuestra espontaneidad, etc. Ahora bien, la liturgia, escribía Juan Pablo II, “tiene por primer cometido conducirnos infatigablemente por el camino pascual abierto por Cristo, donde consentimos morir para entrar en la vida”[1]. Caminar detrás de Cristo es en sí mismo un consentimiento a morir a sí mismo, es decir, una ascesis –etimológicamente, un ejercicio- que nos abre las puertas de la vida. Lejos de una visión dolorosa de la ascesis, el ejercicio repetido de la oración de las Horas nos hace pasar de nosotros mismos a Dios.

 

 

[1] Carta para el 25º aniversario de la Constitución sobre la Liturgia, no 6.

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