01. La oración personal (no litúrgica) en la Regla
“Creemos que Dios está presente en todas partes, y que ‘los ojos del Señor vigilan en todo lugar a buenos y malos’ (Pr 15,3), pero debemos creer esto sobre todo y sin la menor vacilación, cuando asistimos a la Obra de Dios. Por tanto, acordémonos siempre de lo que dice el Profeta: ‘Sirvan al Señor con temor’ (Sal 2,11). Y otra vez: ‘Canten sabiamente’ (Sal 46,8). Y, ‘En presencia de los ángeles cantaré para ti’ (Sal 137,1). Consideremos, pues, cómo conviene estar en la presencia de la Divinidad y de sus ángeles, y asistamos a la salmodia de tal modo que nuestra mente concuerde con nuestra voz.” (RB 19)
“Si cuando queremos sugerir algo a hombres poderosos, no osamos hacerlo sino con humildad y reverencia, con cuánta mayor razón se ha de suplicar al Señor Dios de todas las cosas con toda humildad y pura devoción. Y sepamos que seremos escuchados, no por hablar mucho, sino por la pureza de corazón y compunción de lágrimas. Por eso la oración debe ser breve y pura, a no ser que se prolongue por un afecto inspirado por la gracia divina. Pero en comunidad abréviese la oración en lo posible, y cuando el superior dé la señal, levántense todos juntos.” (RB 20)
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LECLERCQ, Y LA ORACIÓN EN LA RB: La oración como misterio
Las realidades más simples son siempre las más ricas. Dios es absolutamente simple. La actividad que constituye el estar con Dios es inagotablemente simple. Posee, y por tanto es capaz de revestir, una infinidad de formas diferentes.
Puesto que es la cosa más personal del mundo: la oración admite tantas formas como almas hay en la Iglesia de Dios. No hay dos oraciones idénticas, como no hay dos almas idénticas (aquí ya vemos cómo Leclercq distingue entre la forma que asume la oración, litúrgica o personal, y su realidad profunda, que es inexpresable). Nuestro Señor ni nos crea ni nos salva en serie, por así decirlo. Su amor para con cada uno de nosotros es personal y único, y nuestro amor para con Él tiene el mismo carácter de intimidad.
La oración es un Misterio de Fe: creemos en la oración como creemos que Dios es Dios, que la gracia es la gracia, que el pecado nos priva de la gracia y así sucesivamente*. Y a veces es conveniente renovar nuestra fe en el misterio de la oración (otra vez Leclercq, para acercarnos a lo que es la oración, parte de su realidad más profunda: es un Misterio de Fe, es decir, una realidad de Dios en nosotros. No se trata de un ejercicio nuestro, que automáticamente es recibido como por telepatía). Nos puede ayudar a perseverar cuando nos viene la tentación de no orar más, no solamente porque no comprendemos perfectamente lo que es la oración -problema muy natural, puesto que se trata de un misterio-, sino también cuando no experimentamos ningún sentimiento en la oración cuando estamos con Dios.
[*Es como san Benito presenta la actitud orante del monje en el comienzo del c. 19: Creemos que Dios está presente en todas partes, y que “los ojos del Señor vigilan en todo lugar a buenos y malos”, pero debemos creer esto sobre todo y sin la menor vacilación, cuando asistimos a la Obra de Dios.]
La oración es un misterio, porque es una actividad de Jesucristo en nosotros*. Lo único importante es la vida de Cristo. Vivimos en Jesús y Él vive en nosotros.
[*Es lo que dice san Benito ya en el Prólogo, usando las mismas palabras de “Opus Dei”: Estos son los que temen al Señor y no se engríen de su buena observancia, antes bien, juzgan que aun lo bueno que ellos tienen, no es obra suya sino del Señor, y engrandecen al Señor que obra en ellos (Operantem in se Domino). (Prol 29)]
Según esto, Jesús es oración. Siendo imagen del Padre, es -ya que lo fue durante el tiempo de su vida terrena, y lo sigue siendo en su vida celeste- el acuerdo perfecto con su Padre: es aceptación, adoración. Y el Espíritu que nos ha enviado, que nos envía, que es “su” Espíritu, es un Espíritu de oración, un Espíritu que ora. San Pablo nos lo dice: “Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que hace que gritemos: Abba, ¡Padre!” (Rom 8,15)*.Esta es la oración de Cristo, ésta es la oración cristiana, la oración del cristiano. Es la expresión simple y perfecta del asentimiento de Cristo a su Padre. Animados por el Espíritu de Cristo, no tenemos más que decir nosotros también: “Abba, ¡Padre!”. Orar es aceptar a Dios. Siendo tan simple, es inexpresable; es necesariamente una forma de silencio.
[*Aquí cobran todo su peso los dos pasajes en que san Pablo en vez de hablar de nuestra Fe “en Cristo”, se refiere a la Fe de Cristo “en” nosotros (cfr. Gal 2, 16 y Flp 3,9). Es interesante cómo san Pablo presenta al Espíritu Santo como una “relación”. Él es un clamor hacia otro: hacia el Padre: Abba Padre”.
San Benito presenta este enfoque, de modo claro, cuando habla del Abad, en el c. 2. Pero como realidad teologal se extiende a todos los monjes que claman, como dice san Pablo: “Recibieron el espíritu de adopción de hijos, por el cual clamamos: Abba, Padre”. (c. 2)]
San Pablo continúa: “De igual modo el Espíritu viene en socorro de nuestra debilidad; pues nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8,26). Inefables: todo lo que podamos decir respecto de nuestra oración, será siempre inferior a la realidad esencial de la oración. La oración será siempre algo distinto, algo más, algo más elevado.
Tanto en la esencia de la oración, como en las diferentes formas de la misma, hay una unidad maravillosa. De tal manera que el misterio único y sencillo que consiste en decir “Abba, ¡Padre!”, debe expresarse de una manera humana, y normalmente por palabras. Estas palabras jamás serán el elemento esencial de la oración: “No es diciendo Señor, Señor, como se entra en el Reino de los Cielos, sino cumpliendo la voluntad de mi Padre” (Mt 7,21). (Aquí es donde me parece que está la genialidad del enfoque de Leclercq: no confundir la oración con su modo de expresión. Nosotros no tenemos más que palabras, pensamientos, pero la oración es una realidad divina que supera todo concepto. Sobre esto insiste san Pablo)
Sin embargo, las palabras son necesarias durante el tiempo que vivamos en esta vida mortal*. Si consideramos, pues, la doctrina tradicional de la oración, se ve que la unidad de formas y de expresiones diferentes de la oración, de este misterio inefable, arranca del hecho de que la oración a Dios se debe expresar, sobre todo, en palabras del mismo Dios.
Dios nos ha hablado, y sus palabras han sido escritas para nosotros en un libro, el “Libro”, la Biblia. Y la Biblia ha de ser la fuente normal de la oración. La Biblia da a la oración todas las palabras de las que ésta tiene necesidad para ser oración, para ser acepta a Dios.
[*La repetida expresión patrística de que la oración no debe hacerse con “muchas palabras”, no es porque las pocas palabras son más seguras. En realidad es para darnos cuenta de que ninguna palabra podrá expresar lo que el Espíritu clama en nosotros. El lenguaje de la oración es otro, aunque deban usarse las palabras igualmente.]