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NATIVIDAD DE MARÍA

Se celebra el 8 de septiembre

 

Gracias, Señor

Homilía pronunciada por el Padre Abad Clemente Serna osb, en la Natividad de la Santísima Virgen María
con motivo de la celebración del XXV aniversario de su Profesión monástica. 8 de septiembre de 1989.

 

Queridos hermanos:

Llenos de gozo estamos congregados para celebrar la Festividad de la Santísima Virgen María, una celebración que nos pone de manifiesto el amor providente y paternal de Dios nuestro Señor. Por experiencia podemos repetir con el apóstol: “Sabemos también que, con los que aman a Dios, con los que Él ha llamado siguiendo su propósito, Él coopera en todo para su bien” (Rm 8,28). Esta es, en efecto, nuestra constatación personal y comunitaria. Y así os ruego me permitáis afirmarlo públicamente al cumplirse los veinticinco años de mi consagración en la vida monástica.

María experimentó una especialísima predilección de Dios desde el momento mismo de su Inmaculada Concepción porque estaba predestinada a ser Madre de Dios. Nosotros también sentimos una peculiar predilección divina como miembros que somos del Cuerpo místico de Cristo. Prerrogativa más singular cuando el mismo Señor nos llama a seguirle en la radicalidad evangélica, que no otra cosa es la vida monástica.

Como un día el profeta, nosotros hemos escuchado igualmente esas frases densas y entrañables: “Antes de formarte en el vientre te escogí, antes de salir del seno materno te consagré” (Jr 1,5). El Señor ha fijado sus ojos en nosotros, nos invita a compartir su vida, nos llama a seguirlo: “Con amor materno te amé, por eso prolongué tu lealtad” (Jr 30,3).

En nuestra vocación monástica la iniciativa parte siempre de Dios. En su amor solícito y paterno por nosotros nos invita, nos apremia, nos engloba. Por eso esta vocación no es el resultado de unas especiales y concretas cualidades personales, de un esfuerzo intelectual, de una austera vida ascética, imprescindible sin embargo a la hora de dar la respuesta. La llamada a la opción monástica es un puro y gracioso don del Señor: “Dios nos eligió primero, destinándonos desde entonces a que reproduzcamos los rasgos de su Hijo” (Rm 8,29).

Una llamada, pues, totalmente gratuita, libre y generosa por parte de Dios que nos invita a compartir su vida: “A los que había destinado nos llamó, a los que nos llamó nos rehabilitó, a los que rehabilitó nos comunicó su gloria” (Rm 8,30).

Una llamada, y una llamada divina, es el arranque de nuestra vida monástica. Una llamada, tan libre como gratuita y, por lo mismo, maravillosamente apremiante y perentoria. En efecto: “el amor de Cristo nos urge” (2 Co 5,14). Con la urgencia del amor.

En su inconmensurable amor por nosotros el Señor nos mira, se abaja, se inclina hacia nosotros y nos susurra con voz irresistible: “¿Hay alguien que quiera vivir y poseer días prósperos?” (Sal 34,13; RB Pról. 15). El acento de su voz es vibrante, poderoso a la par que sugestivo, está cargado de tenaz y perseverante amor. Su voz es tan dulce como firme, a la que resulta imposible no prestar atención (cf. Jr 31,10). Es la tierna voz del Padre bondadoso y solícito que desea únicamente nuestro bien: “Escucha, hijo, inclina el oído de tu corazón” (RB Pról. 1).

Ante un Dios tan solícito, que se inclina amorosamente El primero hacia nosotros, no cabe otra actitud que una respuesta amorosa, animosa y radical por parte de todo corazón ávido, sediento de vida, abierto a la Palabra vivificadora. Esa “Palabra viva y eficaz, más penetrante que espada de doble filo” (Hb 4,12). Palabra penetrante que produce frutos de vida eterna. Palabra que no defrauda, ya que Dios lo que dice lo hace. Esta es la Palabra que se halla en el punto de arranque que nos lleva a dejarlo todo por seguir a Cristo, a optar por una vida en el silencio y la soledad para mejor escucharla; es la que nos impulsa a renunciar a la propia voluntad, a los bienes perecederos, para ir tras Cristo pobre y obediente. Es la Palabra que nos impulsa de una manera irresistible a “nada absolutamente anteponer al amor de Cristo” (RB 4,21; 72,11). Nos apremia también a “buscar continuamente, como el Maestro, la voluntad del Padre” (Jn 5,30), para que “siempre y en todo lugar Dios sea glorificado” (RB 57,9).

Como el profeta, también el monje puede afirmar desde lo más íntimo de su corazón, porque es la experiencia diaria de su vida: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir” (Jr 20,7). Una seducción que no es un simple quedar deslumbrado, porque es capaz de comprometer total y exclusivamente y para siempre. Una seducción que encauza y da sentido a toda una vida; que lleva a abandonarse en el amor infinito de Dios, a sumergirse en su ternura divina, a vivir en su presencia amorosa.

Lo cual se traduce en un acuciante y apremiante deseo de responder a la invitación divina con todas sus fuerzas, todas las energías, todo el ser y toda la vida. De aquí nace en el monje una exigencia imperiosa de prescindir y desprenderse de todo tipo de peso, de lastre, de impedimento, sea material, intelectual o afectivo, para sentirse ligero y así poder caminar “con el corazón ensanchado por la dulzura del amor inefable de Dios” (RB Pról. 49). Es la respuesta lógica que hemos de dar a quien primero nos llamó y primero nos amó.

“Tu Palabra, Señor, la he sentido dentro, como fuego ardiente encerrado en los huesos” (Jr 20,7). Una Palabra viva, dinámica, transformadora, capaz de colmar las aspiraciones más profundas del ser humano. Una Palabra que es manantial de aguas vivas, un manantial fresco e inagotable que sacia esa sed vital del corazón. Una palabra de plenitud que llena las ansias más exigentes y elevadas de búsqueda, de proyección y de realización. Una Palabra que es la verdad capaz de plasmar maravillosamente en realidad los ideales más grandes y exigentes de la mente.

Es cierto, existen momentos en los que una respuesta radical e incondicional a la llamada de Cristo nos asusta, llega a encoger nuestro pusilánime corazón; hasta nos espanta. Es la consecuencia de nuestro débil corazón que se cierra a veces en los horizontes estrechos de las seguridades tangibles y materiales. Por ello la mirada, más que colocarla en nosotros, hay que fijarla confiada en el Señor que llama y que también nos confirma en la respuesta y nos acompaña en el camino.

Y así hoy, como en el día de mi Profesión monástica, repito y renuevo con mayor convencimiento y firmeza que “no confío en mis propias fuerzas, sino en la gracia que Dios promete a quienes en Él ponen su confianza”. Porque hoy, como hace veinticinco años, sigo escuchando las palabras alentadoras y eficaces del Señor: “Tú, hijo mío, no temas, no te asustes, no tiembles, que yo te salvaré” (Jr 30.10). Y hoy como entonces, también rezo y canto: “Suscipe me, Domine, secundum eloquium tuum et vivam, et non confundas me ab expectatione mea”. Esa es la experiencia diaria: que “nada podemos sin el Señor” (cf. Jn 6,44). Pero también es innegable que Él, que nos eligió, lleva a término su proyecto en nosotros: “No me elegisteis vosotros a mí, fui yo quien os elegí a vosotros, y os destiné a que os pongáis en camino y deis fruto, y un fruto que dure” (Jn 15,16). Es cierto que con frecuencia vemos que “sus caminos”, a veces nos desconcierta, nos resultan hasta incomprensibles, pero infaliblemente nos llevaban a buen término.

El Señor es el Padre solícito y amoroso que nos enseña y nos protege; es el Buen Pastor (Jn 10,11) que “cuida de su rebaño y vela por él” (Ez 34,11), “que nos guarda como a su rebaño” (Jr 31,9). Por eso “si le seguimos porque conocemos su voz”, “si le conocemos porque Él primero nos conoce” (Jn 10,4.14), “nada nos falta, porque en verdes praderas nos hace recostar, nos conduce a fuentes tranquilas y repara nuestras fuerzas” (Sal 22,2-3). La experiencia diaria nos confirma que el Señor es verdaderamente un Padre y un Pastor cuya solicitud por nosotros no tiene límites, porque ilimitado es también su amor. Porque así lo experimentamos, así también lo proclamamos: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”.

Continuamente nos repite con solicitud amorosa: “Vosotros seréis mi pueblo, yo seré vuestro Dios” (Jr 30,22). Y su infinita ternura la pone continuamente de manifiesto cuando con voz melodiosa y convincente nos repite una y otra vez: “¡Si es mi hijo querido Efraín, mi niño, mi encanto!” (Jr 31,20); porque y yo soy para ti un Padre y tú eres mi primogénito (cfr. Jr 31,9).

Sobre esta experiencia de llamada y respuesta en la caridad se asienta nuestra experiencia monástica cenobítica. Por eso no puede ser más que una opción sin retorno, sin marcha atrás. Una opción que día a día se plasma en la oración de deseo; en una incesante actitud de conversión debido a nuestra congénita debilidad y a nuestra propensión a la inestabilidad: “Presta atención a la calzada, al camino que anduviste. Vuelve, virgen de Israel, vuelve a estas tus ciudades. ¿Hasta cuándo darás rodeos, oh díscola muchacha” (Jr 31,21-22). Sin embargo nuestra actitud de conversión, si ha de ser continua, también debe ser gozosa porque desconoce el desencanto. Dios es nuestra meta, nuestro horizonte, nuestra estrella. Somos los buscadores acérrimos de Dios (cf. RB 58,7). Buscadores “como la cierva en busca de esas corrientes de agua pura, porque nuestra alma tiene sed de Dios, sed del Dios vivo” (Sal 42,2). Por eso nuestra oración no cesa de pedir: “Vuélveme y volveré, que tú eres mi Dios; si me alejé, después me arrepentí y al comprenderlo me di golpes de pecho” (Jr 31,19).

Es el Señor mismo el que “ha grabado su ley en nuestros corazones, una ley de amor que ha quedado escrita indeleblemente en nuestras almas” (Jr 31,33). Una ley, pero que no es pesada ni dura, ni esclavizadora (cf. RB Pról. 46), porque la ley del Señor “es un yugo llevadero y una carga ligera” (Mt 11,30). Es la ley que está en el origen de la actividad ascética, individual y comunitaria, del monje; una ley que desea hacerla realidad con todas sus fuerzas: “Dios mío, lo quiero, llevo tu ley en mis entrañas” (Sal 39,9).

El monje que ha experimentado la llamada divina, se siente cautivado por ella, atraído insensiblemente a “poner su vida toda en las manos del Señor, que es el Dios fiel” (Sal 31,6). El, el Señor, el único capaz de “sacar nuestra vida del abismo” (Sal 29,4). El Señor, ese Buen Pastor que “con solicitud amorosa cuida de cuantos se fían en Él” (cf. Sal 40,18).

zurbaran-la-virgen-nina-en-oracionEl deseo de Dios, como respuesta del monje al mismo Dios que nos desea, se transforma insensible y espontáneamente en un perenne canto de alabanza; un canto que es el de María y el de la Iglesia, canto de admiración: “Mi alma se alegra en Dios mi Salvador, porque se ha prendado de la pequeñez de su esclava, porque ha mirado la humildad de su sierva, porque ha hecho maravillas en mi favor” (Lc 1,46 passim). Y es que, como el salmista, también el monje se siente “como verde olivo en la casa de Dios, confiando en la misericordia del Señor por siempre jamás” (Sal 51,10), porque el Señor mismo “le ha plantado junto a las corrientes de agua viva, capaz de dar fruto, que no se marchita” (Sal 1,3). Bondad infinita del Señor, manantial de corrientes perennes, únicas, exclusivas. De aquí esa seguridad, esa serenidad, esa paz que continuamente embarga al monje. Efectivamente: “Sólo en Dios descansa mi alma, porque de Él viene la salvación; sólo Él es mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré. Descansa sólo en Dios alma mía, porque sólo Dios es mi esperanza” (Sal 61,1.6). Sólo Dios es mi todo.

Esta experiencia continua de la solicitud amorosa de Dios es la que lleva al monje a “nada anteponer en su vida a la obra de Dios” (RB 43,3). La obra que Dios quiere hacer en el propio monje, la obra que se traduce por parte del monje en la alabanza divina. El monje pone por eso al servicio de esta alabanza divina, de la acción de gracias, del reconocimiento por cuanto Dios hace a favor de los que le aman, a favor de la Iglesia toda, no sólo su voz, su canto, sino también sus obras, su vida toda.

Hoy mi alma se siente embargada por esta alabanza, pro esta acción de gracias y os invito de verdad a que así lo manifestéis al Señor conmigo. Os lo digo de corazón, en estos veinticinco años que he vivido como cristiano consagrado por la Profesión monástica contemplo agradecido, embelesado y reconocido algo que llena mi alma de un gozo sereno, profundo y total, algo que me anima, me entusiasma, me hace sonreír en medio de mis propias debilidades: es el amor, la presencia constante y apremiante y la fidelidad indefectible de Dios para conmigo.

Por eso hoy quiero decirle, junto con todos vosotros y con el salmista: “Oh Dios, tú eres mi Dios, yo te busco, mi alma tiene sed de ti, en pos de ti languidece mi carne, como tierra reseca, agotada, sin agua” (Sal 62,1). Quiero dejar constancia de que efectivamente, “El Señor hace por mí constantemente prodigios de lealtad, maravillas de amor” (Sal 30,22). “¡Oh, cuántas maravillas, Señor Dios mío, qué de designios has hecho a favor nuestro!” (Sal 39,6). ¡Cuánta solicitud, cuánto amor! Es algo que no se puede enumerar “porque excede toda cuenta” (id.).

La única respuesta por ello es la que nos enseña María: el canto y la alabanza. “Alégrense y gocen conmigo todos los que te buscan” (Sal 39,17). “Cantemos al Señor, alabemos su nombre, porque salva nuestras vidas” (Jr 20.13).

Permitidme insistir. Cuando contemplo estos veinticinco años de vida monástica, mi corazón está rebosando no tanto de pena y dolor por mis debilidades, mis infidelidades, cuanto por el poder, la solicitud y el amor que Dios ha derramado a raudales en mí, Por eso quiere decirle con el salmista: “¡Cómo te contemplo en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! Tu lealtad vale más que la vida, te alabarán mis labios. Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Me saciaré como de enjundia y de manteca y mis labios te alabarán jubilosos. En el lecho me cuerdo de ti, y velando medito en ti, porque fuiste mi auxilio. A la sombra de tus alas canto con júbilo. Mi aliento, toda mi vida están pegados a ti, y tu diestra me sostiene” (Sal 62,3-9). Hoy mi deseo es “Bendecir al Señor y bendecirlo en todo momento, que su alabanza esté sin cesar, siempre, en mi boca” (Sal 33,1). Quiero “cantarle con toda mi alma, sin callarme; quiero dar gracias siempre a mi Dios” (Sal 29,13).

Quiero cantar, junto con María y con vosotros, con la Iglesia, las maravillas que efectivamente el Señor hace con aquellos que él ama, con cuantos escuchan su voz y quieren “habitar al amparo del Altísimo, vivir a la sombra del Omnipotente, cubrirse con sus plumas y refugiarse bajo sus alas” (Sal 90,1.4).

¡Aleluya! Hermanos, el Señor está con nosotros y por eso estamos alegres. ¡Aleluya!

 

ABAD CLEMENTE SERNA O.S.B.
Glosas Silenses Año 1990 nº 1. Págs. 5-11

 

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