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Misión del laico casado en la Iglesia y en el mundo

MISION DEL LAICO CASADO

EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO

Introducción:

“Apareció en el cielo un gran signo: una Mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza” (Apoc. 12,1).

Así miramos hoy a María -“imagen y principio de la Iglesia”- como nos la presentaba la Liturgia de la Asunción con la que el Papa Juan Pablo II cerraba el segundo Año Mariano de la histo­ria. María “signo y esperanza cierta y de consuelo” para el Pue­blo de Dios que peregrina (L.G. 68). Ese Pueblo de Dios que ha sido providencialmente “visitado” por el Señor (cfr. Lc. 7,16) en el último gran Sínodo de los Obispos sobre “la vocación y mi­sión de los laicos en la Iglesia y en el mundo”.

Año Mariano, Sínodo sobre los laicos, 40 años de los “Equi­pos de Nuestra Señora”: todo nos coloca en un contexto de Visi­tación, de alabanza al Señor, de gratitud y de fiesta, de camino y de esperanza. Contexto de “Magnificat” mientras renovamos nues­tro Fiat ante la inminencia del tercer milenio de la Encar­nación del Señor.

Quisiera ubicar mi reflexión en un clima de serenidad inte­rior y de oración contemplativa. Hablar a los “Equipos de Nues­tra Señora”, en una peregrinación a Lourdes, sobre la misión del laico casado, no es dar una conferencia sobre lo que ustedes ya conocen, sino aprovechar la oportunidad para rezar juntos:

– desde el corazón contemplativo y misionero de la Virgen del Magnificat;

– dejándonos invadir por el soplo renovador del Espíritu de Pentecostés;

– abiertos al amor del Padre, a la escucha de la Palabra que se hizo carne en las entrañas virginales de María;

– en profunda comunión con una Iglesia comprometida en una “nueva evangelización”;

– atentos a los nuevos desafíos de una historia que se presenta dramática y esperanzada, a un mismo tiempo, y que e­xige la presencia de laicos fuertemente comprometidos con Cristo, en la Iglesia, para el mundo.

Quisiera, por eso, que el tema de “la misión del laico casa­do” lo pensáramos hoy a la luz de estos dos textos del Evange­lio:

a.- “En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá” (Lc. 1,39). Se trata de una “misión” de María realizada con prontitud y en silencio. El Misterio de la Visitación, en el que se encuadra el Magnificat, nos presenta a María la contemplativa, la misionera, la fiel. “Feliz por haber dicho que Sí” (cfr. Lc. 1,45). En esta fi­delidad de María se inspira y se apoya la fidelidad de los esposos hecha seguimiento cotidiano de Jesús en la oración y en la misión; hecha santidad conyugal y familiar, hecha do­nación fecunda a los hijos, hecha providencial presencia mi­sionera de Iglesia en el mundo. La Palabra que se hace carne en María, en la Anunciación, se convierte en anuncio prof­ético y misión salvadora en la Visitación. Por eso María canta el Magnificat. La Palabra es­cuchada, acogida y compar­tida en el hogar, se hace enseguida comunicación silenciosa y misionera: para la misma familia, para la Iglesia, para el mundo.

b.- “Como el Padre me envió, también yo los envío… Reciban el Espíritu Santo” (Jn. 20,21-22). El envío de Jesús deriva del amor del Padre y es para la salvación del mundo. Supone la unción del Espíritu Santo. El Padre envía al Hijo; el Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo. Toda la Iglesia es mi­sionera; todo cristiano -también el monje y el ermitaño- es “enviado” por Cristo al mundo. Los “Equipos de Nuestra Seño­ra” -movimiento primordialmente de espiritualidad- tienen u­na dimensión esencialmente misionera y evangelizadora; la que tienen, como todo cristiano, por el bautismo y la con­firmación; pero, luego, la que es conferida, exigida y enri­quecida específicamente por el sacramento del matrimonio. A­quí beben la santidad y experimentan el gozo de la misión. El último Sínodo ha insistido mucho en la presencia y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo; pero lo ha hecho a partir de la vocación del laico a la santidad y de las e­xigencias de una fuerte espiritualidad secular. Sin identi­ficar la condición laical con la condición matrimonial, po­demos evidentemente decir que la mayoría de los laicos viven y expresan su fe desde la experiencia decisiva del sacramen­to del matrimonio.

Cuando hablamos de “la misión del laico casado” subrayamos lo siguiente:

a.- acoger como pareja el don del amor de Dios y comunicarlo a los demás; principalmente a los hijos, la familia entera, a otras familias;

b.- vivir, como pareja, la pobreza evangélica que lleva a los esposos a la alegría de escucharse, de dialogar y de compar­tir el don del amor de Dios;

c.- sentir juntos -y con toda la familia- el soplo del Espíritu Santo que los lleva a edificar la Iglesia comunión, Alianza de amor, y a construir silenciosa y misioneramente una nueva civilización del amor.

I.- Experiencia del amor de Dios

“Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él, porque Dios es amor” (I Jn. 4,16)

Amor de Dios:

– hecho alianza y fidelidad

– hecho comunión y participación

– hecho misericordia, alegría y esperanza.

Así lo canta Nuestra Señora en el Magnificat. Es esencial comen­zar por aquí: el matrimonio cristiano expresa y realiza el mis­terio del amor de Dios al hombre. En la “Familiaris Consortio” el Papa nos dice: “La familia recibe la misión de custodiar, re­velar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Se­ñor por la Iglesia su esposa” (F.C. 17). De aquí la necesidad de vivir “como pareja” esta experiencia del amor de Dios (cerca­no e íntimo) en los momentos de alegría familiar (nacimiento de un hijo, promoción escolástica, decisión vocacional) y en los momentos fuertes (de incertidumbre y de búsqueda, de dificultad en el diálogo, de enfermedad y de muerte, de diferentes dolores familiares). Momentos de cruz. “El matrimonio cris­tiano es una Pascua”, decía el Papa Juan Pablo II a los Equipos de Nuestra Señora (23/9/82): la Alianza matrimonial está amasada con sangre de una cruz pascual que necesariamente engendra la alegría.

Sobre esta experiencia del amor de Dios, anotemos algunos as­pectos:

1.- es la fuente de la alegría, de la responsabilidad en el crecimiento hacia la santidad, de la fidelidad mutua, de la fortaleza, del compromiso apostólico, de la esperanza teolo­gal, de la acogida y animación de los hijos. “Nosotros hemos creído en el amor que Dios nos tiene”. La vida cotidiana de la pareja tiene que ser un fruto y un signo de esa experien­cia del amor de Dios; experiencia que crea una particular atmósfera de serenidad, de alegría y de esperanza en los es­posos. Es el “Dios misericordioso… rico en amor y fideli­dad” que se revela a Moisés como fundamento de la alianza (cfr. Ex. 34,6) y que canta María en el Magnificat.

2.- Esta experiencia del amor de Dios está en la base del testimonio apostólico de la pareja y, sobre todo, de la comunión e intercomunicación de las parejas en el Equipo. La vida de oración del Equipo – como la de la pareja en familia- se de­sarrolla esencialmente en esta experiencia del amor de Dios. “El Padre que está allí te escuchará” (cfr. Mt. 6,6). El Mag­nificat de Nuestra Señora es un canto de alabanza y gra­titud al amor del Dios Salvador manifestado en Jesucristo, el Señor (cfr. Rom. 8,39). El Magnificat comenzó a rezarlo María cuando el ángel de la Encarnación la saludó diciendo: “Alé­grate, la llena de gracia” (Lc. 1,28), es decir, la pri­vilegiada, la particularmente amada por el Señor, “El Señor está contigo”. Esta experiencia del amor de Dios -fruto del Espíritu Santo que nos ha sido dado (cfr. Rom. 5,5)- engen­dra en la pareja un espíritu contemplativo que no la distrae de la historia, sino que la capacita para un continuo descu­brimiento del Señor en lo cotidiano y la hace vivir en el gozo de una constante sorpresa y alabanza.

3.- Esta experiencia del amor de Dios abre a la pareja a una acción discreta y eficaz frente a parejas en dificultad o su­frimiento, parejas desunidas o separadas y vueltas a casar. Es la extraordinaria misericordia del Padre, que canta María en el Magnificat y que explicita gráficamente San Lucas en la parábola del “Padre de la misericordia” (cfr. Lc. 15). Inspira actitudes de coherencia en la fe, en plena fidelidad al Magisterio de la Iglesia y en sincera actitud de compren­sión, acogida y acompañamiento evangélico.

4.- Finalmente esta experiencia del amor de Dios, pone a la pareja en dimensión esencialmente misionera. “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo al mundo para salvar el mundo” (cfr. Jn. 3, 16-17). Los “Equipos de Nuestra Señora” -pri­mordialmente movimiento de espiritualidad- no se encierran en sí mismos, ni se aíslan de la realidad. Desde la lumino­sidad de la fe y la profundidad de la contemplación saben a­sumir los desafíos de la historia y se comprometen, des­de su propia identidad y en comunión plena de Iglesia, a construir una nueva sociedad con valores evangélicos. El laico casado – como todo laico- está “lanzado a las fronteras de la histo­ria” (cfr. Juan Pablo II, Homilía de clausura del Sínodo 1987): familia, educación, cultura, orden social, económico y político. Su lugar es el mundo: allí está llamado a santi­ficarse, a evangelizar, a impregnar de espíritu cristiano las estructuras temporales. El sacramento del matrimonio – del cual los mismos esposos son los ministros, no sólo du­rante la ceremonia litúrgica sino a lo largo de la vida- a­honda la gracia y la responsabilidad del bautismo.

II.- Desde la pobreza evangélica

“Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y las has revelado a los pequeños” (Lc. 10,21).

Este texto es particularmente significativo en San Lucas que nos habla que Jesús “se llenó de gozo en el Espíritu Santo”; co­mo es exclusivo de Lucas el Magnificat: “Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque ha puesto sus ojos en la pequeñez de su servidora” (Lc. 1,47-48). ¡María, la pobre! ¡Qué bien nos ha­ce contemplar a Ma­ría en su pobreza contemplativa y misionera!

Crecer espiritualmente en la fe, madurar en la santidad como pareja, anunciar como pareja el Evangelio de Dios, edificar la comunidad eclesial y construir el Reino de Dios en la ciudad de los hombres, exige mucha pobreza evangélica: mucha humildad y pequeñez, mucha alegría del anonadamiento y la cruz, mucho amor a los pobres y alegría de hacer con ellos un camino de resurrec­ción y de esperanza.

El Magnificat es la oración de los pobres. Sólo los pobres pueden rezar bien. Sólo los pobres son verdaderamente contempla­tivos. Sólo los pobres tienen el coraje de arriesgarlo todo para servir generosamente a sus hermanos. También aquí anotemos algu­nos aspectos sobre las exigencias y frutos de esta pobreza evan­gélica. Recordando siempre las palabras de San Pablo sobre Jesús: “Siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza” (cfr. 2 Cor. 8,9).

1.- Lo primero en el cristiano es ser “discípulo” de Jesús (el que escucha y acoge, el que sigue a Cristo en lo cotidiano). El discipulado de Cristo comienza por la pobreza: “Felices los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt. 5,3). “Ve, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres, y luego ven y sígueme” (Mc. 10,21). “Te seguiré adonde quiera que vayas… El Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza” (cfr. Mt. 8,19-20). La pobreza -que nos abre a Dios- está ligada al desprendimiento y a la libertad. Seremos verdaderamente libres, cuando lo dejemos todo, sobre todo cuando nos dejemos a nosotros mismos. Sólo así podremos abrirnos a Dios y a los demás, escuchar y acoger a Dios y a nuestros hermanos. La pobreza es indispensable para experi­mentar el amor de Dios y para vivir mutuamente la sinceridad del amor.

El crecimiento en santidad de los esposos supone mucha ca­pacidad de escucha y de acogida. “El deber de sentarse”, “la necesidad de la pausa”, el diálogo, la reflexión serena, el testimonio, suponen la capacidad contemplativa de los po­bres. La pobreza que es humildad; la pobreza que es expre­sión de la caridad; la pobreza que es alegría, es oración, es camino de exaltación. “Exaltó a los humildes”. Para dis­cernir juntos, como pareja, el designio de Dios sobre la fa­milia, la sociedad y la comunidad eclesial hace falta ser pobres. La seguridad personal imposibilita el diálogo sereno y la oración compartida. Cierra los ojos y tapa los oídos. También aquí se cumple lo del Magnificat: “Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías”

2.- La misión evangelizadora de Jesús se realiza preferencialmente entre los pobres: “Me envió a anunciar a los pobres la Buena Noticia” (Lc. 4,16). Es el signo de la presencia del Mesías esperado: “la Buena Noticia es anunciada a los po­bres” (Lc. 7,22).

La pobreza evangélica engendra en los esposos una particu­lar capacidad contemplativa para descubrir dónde están hoy los verdaderos pobres y les comunica una particular fortaleza para asumir, como pareja, sus problemas y caminar con e­llos en espíritu de verdadera comunión y solidaridad evan­gélica. La preocupación por los pobres -serena, gozosa, evangélica- forma parte de la misión esencial de la Iglesia, por consiguiente de todo cristiano laico. La hondura y au­tenticidad de la vida espiritual se expresará en la apertura evangelizadora al mundo y en el compromiso evangélico con los más pobres. Pero ¿cuá­les pobres y cómo? Esto lo da la pobreza personal y el dis­cernimiento en el Espíritu; pero no olvidemos, hablando de matrimonios, que hay una pobreza dolorosa y específica en las familias en dificultades: material, moral, espiritual. Deberán ser los privilegiados y particularmente atendidos en una verdadera y concreta opción por los pobres por parte de las parejas y familias cristianas. Es un modo de expresar y comunicar a los demás la profunda experiencia del amor de Dios.

3.- La pobreza va unida a la contemplación y a la esperanza. María, la pobre, la contemplativa, canta la fidelidad de Dios a su promesa. El Magnificat es un canto de esperanza. San Pablo escribe a los Romanos: “sed alegres en la esperan­za, fuertes en la tribulación, perseverantes en la oración” (Rom. 12,12). Es evidente que la serenidad, la alegría y la esperanza, son modos de vivir y de expresar el amor de Dios que funda la pareja y acompaña, con la gracia del sacramen­to, la vida y el compromiso de la familia. Y es evidente, también, que uno de los fenómenos más preocupantes de nues­tro tiempo (tan lleno de conquistas y realizaciones técni­cas) es el nerviosismo, la tristeza y la depresión, en que viven muchas personas y numerosas familias. ¿No sería esta, también, una de las preocupaciones apostólicas de la familia cristiana: ser testimonio explícito y sereno de la resurrec­ción de Jesús, del amor misericordioso del Padre y de “la a­legría en el Espíritu Santo”? (cfr. Lc. 10,21). ¿No sería és­ta -la de sembrar alegría y esperanza, como fruto de una intensa y fecunda vida de fe- parte de la misión de los esposos cristianos? Sembrar esperanza no significa desconocer o negar la dificultad, sino asumirla para supe­rarla. Por eso la esperanza es virtud de los fuertes y para los momentos difíciles. En la Audiencia del 22 de septiembre de 1976 Pablo VI les decía a los “Equipos de Nuestra Señora” reunidos en Roma: “Innumerables hogares les estarán agradeci­dos por la ayuda que ustedes les proporcionan. Pues, en e­fecto, la mayoría de los esposos tienen hoy necesidad de ser ayudados. Son víctimas, en primer lugar, de la desconfianza y de la duda; lo son, además, del miedo y del desánimo y, por último, del abandono de los más nobles valores del ma­trimonio”. ¡Cuánta esperanza hace falta -y cuánta fortaleza del Espíritu- para vivir en lo cotidiano del hogar la ale­gría, la fecundidad y la estabilidad del amor verdadero, contra la banalización y la degradación del amor en nuestra cultura moderna!

III.- Misioneros activos y silenciosos de la Iglesia en el corazón del mundo.

“No te pido que los saques del mundo si­no que los guardes del Maligno… Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo.” (cfr. Jn. 17, 15-18).

Es la oración de Jesús por sus Apóstoles en la última cena; pero es igualmente válida para todos sus discípulos, sobre todo los que viven por vocación divina en el mundo.

El último Sínodo de los Obispos insistió sobre la vocación de los laicos a la santidad y su misión en la Iglesia y en el mundo. Mejor aún: en la Iglesia para el mundo. Se trata de defi­nir la especificidad del laico desde su inserción en Cristo por el bautismo y su peculiar “índole secular”, es decir, desde su particular ubicación en el ámbito de las realidades temporales. Todo desde el corazón de la Iglesia concebida como Cuerpo de Cristo y comunión del Pueblo de Dios.

Es interesante subrayar cómo al buscar una definición posi­tiva del laico se llegó a las raíces de su ser cristiano -el bautismo, la confirmación y la eucaristía- y a su esencial voca­ción a la santidad. San Pablo llama a los cristianos simplemente “los santos”, “los elegidos”, “los amados de Dios”. De allí la necesidad de una fuerte espiritualidad secular y de una profunda formación integral. Para los laicos casados, se trata de una formación es­pecial y de una espiritualidad conyugal.

El sacramento del matrimonio es fuente de santidad y exigen­cia de misión evangelizadora. Pone a la pareja en actitud de diálogo con el Señor y de gozosa disponibilidad a su voluntad; es la fuente para el diálogo mutuo, para la apertura a los de­más, para la generosa donación a los hijos, para la construcción de una nueva sociedad. Anotemos algunos aspectos.

1.- El sacramento del matrimonio pone a los esposos en particular relación con Cristo y su Iglesia. “Este misterio es grande: -dice San Pablo- Yo lo he referido a Cristo y a la Iglesia” (cfr. Ef. 5,32). Hay una particular exigencia en los esposos a vivir en Cristo y a ser Iglesia. Se insistió en el Sínodo sobre una “eclesiología de comunión” y sobre “la eclesialidad de los movimientos”. Esto supone una gran capacidad de inserción en la Iglesia local y de colaboración con los demás movimientos eclesiales. La comunión eclesial exige, por una parte, fidelidad a la propia identidad (caris­ma, misión) y, por otra, capacidad de integración y colabo­ración en la misión única evangelizadora de la Iglesia. Hay que vivir la gracia y la responsabilidad de ser “iglesia doméstica” (L.G. 11) verdadera “célula de la Iglesia” (Juan XXIII, 3/5/59), “célula de base, célula germinal, la más pe­queña sin duda, pero también la más fundamental del organi­smo eclesial” (Pablo VI, 4/5/70). Vivir con autenticidad e­ste “santuario” de la familia “pequeña iglesia”; pero abrir­la con generosidad a la Iglesia local y universal, verdadera Esposa de Cristo.

2.- La espiritualidad de los esposos cristianos debe nutrirse esencialmente, como toda espiritualidad cristiana, de la Palabra de Dios y la Eucaristía (centro y plenitud de la vida sacramental). Son las fuentes de la Iglesia, como lo describen el Concilio y el Sínodo Extraordinario de 1985. Así se vive en Iglesia y se construye la comunidad eclesial. Lo esencial es crecer en Cristo para que se vaya edificando la Iglesia comunidad de santos, de apóstoles, de misioneros. En la medida en que la familia sea “pequeña iglesia” -orante, fraterna, misionera- hará crecer a la Iglesia Cuer­po de Cristo, Pueblo de Dios, Sacramento universal de salva­ción. Vivir a fondo la espiritualidad conyugal -espi­ri­tualidad de oración y de diálogo, de alegría y sacrificio, de hospitalidad y de amor- es hacer crecer la santidad de la Iglesia, Esposa de Cristo y Madre de los hombres. “¡Cuántos matrimonios han hallado en su vida conyugal el camino de santidad, en esa comunión de vida que es la única que se ba­sa en un sacramento!” (Pablo VI, 4/5/70). Cultivar con sentido sagrado la oración familiar y la litúrgica. Orar en común como familia (padres e hijos) y preparar juntos la Mi­sa dominical y aún la cotidiana.

3.- Todavía una palabra sobre la misión del laico casado en el mundo. Arranca siempre de su vivir en Cristo por el bautismo y de su ser Iglesia; pero en una situación especial que lo hace particularmente responsable de cambiar el mundo desde adentro, a modo de fermento (cfr. L.G. 31). Las exigencias fundamentales le vienen por los sacramentos de la iniciación cristiana; pero el sacramento del matrimonio confiere a los esposos una gracia especial que los configura más hondamente con Cristo, les hace vivir en comunión eclesial y los prepa­ra y compromete para su misión en el mundo; comenzando por la institución inmediata y sagrada de la familia. No se pue­de soñar en una sociedad nueva, sin una familia nueva. Allí se viven primero los elementos esenciales de la verdad y la justicia, de la libertad y el amor, de la reconciliación y la paz. Allí se educan y forman “los hombres nuevos” – libres, fraternos, pacificadores- que pueden cambiar el mundo. No se puede edificar una sociedad nueva con “células domésticas” muertas, enfermas, paralizadas. El mejor esta­dis­ta no puede componer una sociedad con familias inestables o quebradas. La familia es el primer mundo del hombre, desde donde se abre al mundo de la historia; es taller de forma­ción de personalidades humanas y cristianas, escuela de hu­manidad, donde se hace práctica el ideal del hombre nuevo, tal como se desprende de la antropología evangélica. Pienso en la misión de los esposos cristianos en el ámbito de la familia, de la educación, de la formación, animación e inte­gración de los jóvenes, en la ordenación de lo social, eco­nó­mico y político, en el campo de la legislación familiar y educativa. Pienso, también, en la educación para la paz, la justicia y el amor, desde adentro del hogar. El mismo Espíritu Santo -que es Espíritu de interioridad con­templativa y de crecimiento en la santidad- es el Espíritu de testimonio, de presencia misionera y de esencial actitud evangelizadora.

Conclusión

No podría concluir sin una palabra de gratitud y de anima­ción para los sacerdotes consejeros espirituales. El Sínodo no ha olvidado a los sacerdotes; al contrario: una mayor claridad sobre la identidad de los laicos ha llevado a una mayor preci­sión sobre la identidad de los presbíteros y de los religiosos, en una verdadera “circularidad de comunión”. La vocación y mi­sión del laico -comprometido en Cristo, desde el corazón de la Iglesia, para crecer en la santidad, anunciar a los pobres la Buena Nueva del Reino y transformar el mundo desde adentro- ha puesto en evidencia la insustituible vocación y misión del sa­cerdote en la predicación de la Palabra de Dios y en la adminis­tración de la gracia de Dios por los Sacramentos. El sacerdote constituye un indispensable compañero de ruta para los esposos cristianos. Sin sustituirse a ellos, sino viviendo su esencial vocación de formadores y maestros en el Espíritu, los sacerdotes deben encarnar la santidad de Dios y la presencia evangelizadora de Jesucristo, el enviado del Padre. Deben ser un signo claro de la presencia de Cristo, Cabeza de su Iglesia. A ellos -gozo­samente crucificados con Cristo para dar la vida- la gratitud de toda la Iglesia, Pueblo de Dios; en ellos la esperanza de los hombres. A ellos las inolvidables palabras de Jesús: “A ustedes los he llamado amigos” (Jn. 15,15).

Si tuviera que dejarles un consejo – yo, “el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol” (I Cor. 15,9), pero “anciano… testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse” (I Pd. 5,1)- les diría­ lo siguiente:

– irradien siempre la alegría de ser sacerdotes;

– sean maestros de oración e introduzcan en la oración contemplativa a las parejas y sus familias;

– sean testigos de la resurrección del Señor y abran el corazón de todos a la esperanza.

Y que a todos nos acompañe siempre María, la Virgen del Mag­nificat, que es la Virgen de la fidelidad y la pobreza, de la o­ración y del servicio, del camino misionero y la esperanza.

                             Eduardo F. Card. Pironio
Lourdes, 22 de septiembre de 1988.

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