XIV Domingo del Tiempo durante el Año. Ciclo B

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“Nadie es profeta en su patria”, es decir, ningún profeta es bien recibido entre las personas que lo vieron crecer. De hecho, Jesús, después de dejar Nazaret, cuando tenía cerca de treinta años, y de predicar y obrar curaciones desde hacía algún tiempo en otras partes, regresó una vez a su pueblo y se puso a enseñar en la sinagoga. Sus conciudadanos “quedaban asombrados” por su sabiduría y, dado que lo conocían como el “hijo de María”, el “carpintero” que había vivido en medio de ellos, en lugar de acogerlo con fe se escandalizaban de él. Este hecho es comprensible, porque la familiaridad en el plano humano hace difícil ir más allá y abrirse a la dimensión divina. A ellos les resulta difícil creer que este carpintero sea Hijo de Dios. Jesús mismo les pone como ejemplo la experiencia de los profetas de Israel, que precisamente en su patria habían sido objeto de desprecio, y se identifica con ellos. Debido a esta cerrazón espiritual, Jesús no pudo realizar en Nazaret “ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos”. De hecho, los milagros de Cristo no son una exhibición de poder, sino signos del amor de Dios, que se actúa allí donde encuentra la fe del hombre, es una reciprocidad. Orígenes escribe: “Así como para los cuerpos hay una atracción natural de unos hacia otros, como el imán al hierro, así esa fe ejerce una atracción sobre el poder divino” (Comentario al Evangelio de Mateo 10,19). Por tanto, parece que Jesús —como se dice— se da a sí mismo una razón de la mala acogida que encuentra en Nazaret. En cambio, al final del relato, encontramos una observación que dice precisamente lo contrario. El evangelista escribe que Jesús “se admiraba de su falta de fe”. Al estupor de sus conciudadanos, que se escandalizan, corresponde el asombro de Jesús. También él, en cierto sentido, se escandaliza. Aunque sabe que ningún profeta es bien recibido en su patria, sin embargo la cerrazón de corazón de su gente le resulta oscura, impenetrable: ¿Cómo es posible que no reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la bondad de Dios, que quiso compartir nuestra humanidad? De hecho, el hombre Jesús de Nazaret es la transparencia de Dios, en él Dios habita plenamente. Y mientras nosotros siempre buscamos otros signos, otros prodigios, no nos damos cuenta de que el verdadero Signo es él, Dios hecho carne; él es el milagro más grande del universo: todo el amor de Dios contenido en un corazón humano, en el rostro de un hombre. Quien entendió verdaderamente esta realidad es la Virgen María, bienaventurada porque creyó. María no se escandalizó de su Hijo: su asombro por él está lleno de fe, lleno de amor y de alegría, al verlo tan humano y a la vez tan divino. Así pues, aprendamos de ella, nuestra Madre en la fe, a reconocer en la humanidad de Cristo la revelación perfecta de Dios. (BENEDICTO XVI – Ángelus 8 de julio de 2012)

Oración Colecta: Dios nuestro, que por la humillación de tu Hijo levantaste a la humanidad caída; concédenos una santa alegría, para que liberados de la servidumbre del pecado, alcancemos la felicidad que no tiene fin. Por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Lectura de la profecía de Ezequiel 2,2-5

Un espíritu entró en mí y me hizo permanecer de pie, y yo escuché al que me hablaba. Él me dijo: Hijo de hombre, Yo te envío a los israelitas, a un pueblo de rebeldes que se han rebelado contra mí; ellos y sus padres se han sublevado contra mí hasta el día de hoy. Son hombres obstinados y de corazón endurecido aquellos a los que Yo te envío, para que les digas: “Así habla el Señor”. Y sea que escuchen o se nieguen a hacerlo –porque son un pueblo rebelde– sabrán que hay un profeta en medio de ellos.

 

Salmo responsorial: Sal 122,1-4

R/ Nuestros ojos están fijos en el Señor, esperando su misericordia.

A ti levanto mis ojos, a ti, que habitas en el cielo. Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores. R/

Como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor Dios nuestro, esperando su misericordia. R/

Misericordia, Señor, misericordia, que estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos. R/

 

De la segunda carta a los Corintios 12,7-10

Hermanos: Para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, tengo una espina clavada en mi carne, un ángel de Satanás que me hiere. Tres veces pedí al Señor que me librara, pero Él me respondió: “Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad”. Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.

 

Evangelio según san Marcos 6,1-6a

Jesús se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: “¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es ésa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?” Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo. Por eso les dijo: “Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa”. Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de sanar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y Él se asombraba de su falta de fe.

El repudio incrédulo de Jesús en su patria de Nazaret está en contraste con los relatos precedentes, expuestos con la finalidad de suscitar la fe. La mujer sencilla del pueblo había creído y Jairo, el jefe de la sinagoga, había acudido a él lleno de confianza. Es precisamente en su patria donde Jesús choca con una incredulidad crasa. Históricamente no hay por qué dudar de ello -acerca de los «hermanos» de Jesús, cf. Jn 7,3ss-; aunque el evangelista persigue además un interés teológico. El ministerio de Jesús no resulta evidente para sus contemporáneos, el misterio de su persona se les esconde más de una vez bajo sus grandes milagros. Muchos no salen de su asombro (cf. 5,20), y en la resurrección de la hija de Jairo la multitud se burla incluso de Jesús. La paradoja de la incredulidad no hace más que destacar con mayor relieve entre las gentes de Nazaret; son el caso típico de quienes «ven, pero no perciben; oyen, pero no entienden» (4,12). Se trata de la misma experiencia y enseñanza que expresa el cuarto evangelista al final del ministerio público de Jesús: «A pesar de haber realizado Jesús tantas señales en presencia de ellos, no creían en él» (Jn 12,37). Descubrimos aquí la otra línea que perseguía el evangelista mediante esta sección: el hecho de la incredulidad y su carácter incomprensible. Parece que Jesús se presenta ahora por vez primera en la sinagoga de su patria como maestro. La exposición rebosa ingenuidad y vida. Jesús, como ocurre en Lc 4, 16-21 aunque todavía de un modo más gráfico e impresionante, hace uso del derecho que asiste a todos los israelitas adultos de hacer la lectura bíblica y su exposición. Pero sus paisanos están asombrados de que tenga la capacidad de hablar tan bien y de interpretar la Escritura. Nada se dice aquí de la «autoridad» de Jesús (1,22), ni escuchamos nada acerca de su pretensión de que «hoy» se cumplan los vaticinios proféticos (Lc 4,21). Nada de ello le interesa aquí al narrador; le basta con que exista un asombro incrédulo. Se habla ciertamente de los prodigios realizados en otros lugares, pero a Jesús se le niega la fe. Los habitantes de Nazaret conocen a Jesús como «el carpintero» o -según otra lectura- «el hijo del carpintero». Jesús ha ayudado a su padre en el trabajo y con él ha aprendido el oficio manual. También se le conoce como «hijo de María» y «hermano» de otros hombres que forman su familia. También sus «hermanas» habitan allí, como miembros más o menos lejanos del clan afincado en Nazaret. Por ello la gente no puede entender que Jesús tenga algo especial y se escandaliza en él. Es la palabra típica para indicar el tropiezo en la fe, y que también ha entrado en el lenguaje comunitario (4,17). Para cuantos lo leen, el episodio constituye una severa señal de advertencia: quienes piensan conocer a Jesús, no le comprenden y se alejan de Él. Hay muchos tropezones y caídas en el terreno de la fe. Hasta los discípulos más allegados a Jesús se han escandalizado de él en una hora oscura: cuando Jesús se dejó conducir sin resistencia alguna por sus enemigos (14,27-29). A sus paisanos incrédulos les lanza Jesús una palabra, que tal vez fuese proverbial entre ellos: «A un profeta sólo lo desprecian en su tierra.» La expresión nos la ha transmitido también Juan (4,44) en otro contexto, indicando siempre una experiencia amarga. Los enviados de Dios es precisamente en su patria donde encuentran la oposición y el repudio. Así Jeremías no puede por menos de quejarse de que sus conciudadanos alimenten contra él intenciones malvadas y hasta atenten contra su vida (Jer 11,18-23). No otra es la suerte que espera al último enviado de Dios, que está por encima de todos los profetas. En la actitud de los nazarenos se anuncia ya a los lectores cristianos el misterio de la pasión de Jesús; pero en el destino de su Señor reconocen también su propio destino. Jesús se ha apartado de sus parientes y se ha creado una nueva «familia» (cf. 3,35) y también sus discípulos lo han abandonado todo por causa del Evangelio (10,30). Los discípulos de Cristo tienen que comprender que habrá discordias en las familias por causa de la fe (cf. 13,12). A la sentencia del profeta que originariamente sólo es despreciado en su propia «tierra», ha añadido expresamente el evangelista «entre sus parientes y en su casa». Con frecuencia Dios no ahorra esa amargura a los que llama. La consecuencia de la incredulidad es que Jesús no puede realizar en Nazaret ningún gran milagro, sino que cura simplemente a algunos enfermos imponiéndoles las manos. ¿Por qué no «pudo» Jesús actuar allí con plenos poderes? Nada se dice al respecto, aunque tampoco aparece por ninguna parte la salida apologética de que Jesús no pudo obrar porque no quiso. Según el pensamiento bíblico es Dios quien otorga el poder de hacer milagros. Habría, pues, que concluir que es el mismo Dios quien ha señalado el objetivo y los límites al poder milagroso de Jesús. Jesús no debe llevar a cabo ningún portento allí donde los hombres se le cierran con una incredulidad obstinada. Todo su ministerio está subordinado a la historia de la salvación, al mandato del Padre. Las palabras de Jesús en el Evangelio de Juan suenan como un comentario: «De verdad os aseguro: nada puede hacer el Hijo por sí mismo, como no lo vea hacer al Padre» (5,19). Los milagros ostentosos, que los incrédulos requerían de él, los ha rechazado siempre. La generación perversa que reclama un signo del cielo le hace suspirar (8,11s). Esto es también una enseñanza saludable para la fe que no debe impetrar ningún signo evidente ni pruebas definitivas. Jesús «quedó extrañado de aquella incredulidad». Con esta frase se cierra el relato haciendo que el lector siga meditando sobre el enigma de la incredulidad. 

RUDOLF SCHNACKENBURG

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