Junto a Jesús, construyamos la cultura de la vida
JUNTO A JESÚS,CONSTRUYAMOS
LA CULTURA DE LA VIDA
“He venido para que tengan vida, y vida en abundancia” (Jn 10,10)
Al empezar nuestra reflexión quiero recordarles estas palabras de Jesús que son una promesa para toda la humanidad. Estamos llamados a abrir en el mundo caminos a la vida, hacer lo que esté a nuestro alcance para que la Vida pueda llegar a todos, para que todos puedan acogerla.
Jesucristo, que ha venido entre nosotros para que tengamos vida, nos indica cómo dar esa vida que él mismo nos ha dado. Toda la vida terrena de Jesús fue un continuo dar la vida. Él es el enviado del Padre para que todos tengamos vida eterna. Él, que estaba junto al Padre, dejó su condición divina para hacerse uno de nosotros (cfr. Flp 2,6-11), y de esta forma venir al encuentro de la humanidad. Jesús ha dado la vida a los enfermos y curando no sólo ha restituido la salud física, sino la posibilidad de ser considerado persona en la sociedad; ha dado vida a los pecadores, posibilitando una nueva relación con Dios; ha dado vida a los que le buscan manifestando con obras y palabras el camino para llegar al Padre; ha resucitado a los muertos, para que creamos que él es el enviado del Padre; y ha dado vida entregando su propia vida: nadie tiene un amor mayor que quien da la vida por sus amigos (cfr. Jn 15,13). Y sigue dando vida por medio de su Espíritu, el Espíritu que descendió en Pentecostés sobre los apóstoles reunidos en oración con María, el Espíritu que vivifica a su Iglesia y nos hace criaturas nuevas, nueva creación (cfr. 2Cor 5,17). El Espíritu nos hace exclamar ¡Abba, Padre!, porque por medio del bautismo nos ha hecho hijos en el Hijo. Por la acción del Espíritu en nuestros corazones podemos entrar en la pedagogía de Dios.
El capítulo 8 de la carta de Pablo a los Romanos nos presenta de una forma maravillosa la vida del cristiano en el Espíritu. A partir de la novedad que el Espíritu ha hecho en nosotros, va creciendo en nosotros la gracia, el conocimiento de las cosas de Dios… hasta llegar a la novedad definitiva de los cielos nuevos y la tierra nueva (cfr. Ap 21,1), cuando veremos a Dios tal cual es (cfr. 1Jn 3,1-2). Esta es la fuente de nuestra esperanza, que en el cristiano es también compromiso misionero y de fraternidad.
Como cristianos tenemos que ser profetas de la vida con las obras y con las palabras.
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Valorar y agradecer el don de la vida
“Qué bueno es alabarte, Señor,
y cantar a tu nombre
proclamar tu misericordia por la mañana,
y tu fidelidad cada noche.
Tus acciones, Señor, son mi alegría
y mi júbilo las obras de tus manos.
¡Qué magníficas son tus obras, Señor,
qué profundos tus designios!” (Sal 92,2-3.5-6).
Un primer paso para construir una cultura de la vida es valorar y agradecer el don de la vida, bendecir al Señor por la vida que nos regala cada día, la nuestra y toda la vida que hay a nuestro alrededor.
Agradecer la vida es reconocer la obra de Dios en cada uno de nosotros, en cada rostro humano que encontramos en nuestro camino, agradecer la creación, la naturaleza, el progreso de las ciencias.
Valorar la vida es reconocer la dignidad de cada ser humano, de cada pueblo, de cada cultura. Es reconocer las semillas del Reino que crecen a nuestro alrededor.
El cristiano está llamado a estar atento a la vida en todas sus manifestaciones, aún en las más simples. Tenemos que descubrir la vida que brota a nuestro alrededor, aún en medio del dolor. Tenemos que preparar el corazón para acoger la vida. Hacer de nuestra presencia una vida amable – digna de ser amada – supone abandonar el egoísmo, la insolidaridad.
En nuestro mundo continuamente encontramos contradicciones. Son muchos los signos de muerte: son muchas las personas que todavía viven en condiciones infrahumanas, de miseria, sin acceso a la cultura, a la educación, a la formación; muchas las personas que nunca se han sentido amadas, muchos abandonados, muchos que no encuentran sentido a sus vidas o que lo buscan por caminos equivocados; muchos los que todavía no conocen a Dios, Señor de la Vida.
¿Qué hacemos frente a esas situaciones? Nuestro compromiso con la vida no nos puede dejar indiferentes. Nuestro agradecimiento al don de la vida tiene que ir acompañado de gestos concretos, aunque sean pequeños, que vayan transformando la muerte en vida, llevando luz donde las tinieblas nos circundan.
La sensación de impotencia ante los grandes problemas de la humanidad, ante el peso del dolor y de la cruz, nos puede llevar a la tentación de la desesperanza. Pero la esperanza es la virtud cristiana que nos permite no pararnos en lo inmediato, que nos da la certeza de que el Señor, amante de la vida, hace nuevas todas las cosas.
El mundo está sediento de vida. Hay que abrir en el mundo caminos a la vida. El Vaticano II nos dice que el futuro de la humanidad está en manos de todos aquellos que sepan ofrecer razones para vivir y para esperar (cfr. GS 31). Bonita tarea que se nos ofrece. Pero para estimar la verdadera vida, para responder a los desafíos que el mundo nos presenta, para encontrar la verdadera vida, hay que orar la vida, elegir la vida. Construir una sociedad donde la vida sea digna del ser humano, pide desasimiento. Cambiar realidades de muerte por realidades de vida exige pasar por la cruz.
No podemos valorar la vida si no vivimos el amor. La ley de la transformación del mundo. El amor que Cristo nos ha manifestado, nos ha enseñado. El amor que perdona, que reconstruye, que es capaz de dar la vida, de pasar por la cruz sin perder la esperanza.
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Elegir la vida
“Se ponía ya en camino cuando uno corrió a su encuentro y arrodillándose ante él, le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?»” (Mc 10,17).
“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6)
El Evangelio de Juan, el evangelio de la vida, nos ofrece numerosas imágenes y diálogos que nos dan a entender qué significa la afirmación de Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Jesús es el Hijo amado, muestra del amor infinito del Padre; es el agua de la vida, el pan de vida, la luz del mundo, la resurrección, quien perdona… Todo esto debe ser el cristiano en el mundo. Pero para ello hay que elegir a Jesús, conocerlo, amarlo, dialogar con él.
Elegir la Vida es elegir a Jesús, es elegir al amigo. Es una elección de amor que hay que renovar cada día. Es entrar en una relación nueva que es itinerario de vida, que es diálogo, que es amistad, contemplación: volver la mirada hacia aquél que me ha elegido, que me ha amado.
Elegir la vida es amar a Aquél que nos ha amado, que ha dado su vida por nosotros. Es un amor que se manifiesta en el amor a los hermanos, en el dar la vida. El amor pasa por la cruz: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”. Pero no olviden que la cruz del cristiano es una cruz pascual.
Elegir la vida es “escuchar su voz”: en la oración, en el diálogo personal con él. Precisamente este año el Santo Padre les propone para reflexionar durante el año el primer diálogo de Jesús con sus discípulos: “Maestro, ¿dónde vives? Vengan y verán” (Jn 1,38-39). La respuesta de Jesús es una invitación. A Jesús no se le conoce en los libros, no es fruto de nuestra reflexión. A Jesús se le conoce en un encuentro, siguiendo sus huellas, quitando de nosotros todo lo que nos impide verle, descubriendo su amor. Se le descubre en la escucha de la Palabra, en la oración, en la Eucaristía, entre los más pobres, entre los que invocan su nombre, entre los que lo buscan, aún sin conocerlo, entre los que se esfuerzan por construir la unidad, por construir la fraternidad, la nueva civilización del amor.
Elegir la Vida es también orar la vida, es decir, descubrirla a la luz de la Palabra, dejarse transformar por la Vida, crecer en ella. Orar la vida es luz, es fuerza, es compromiso con el Señor de la Vida y con los hermanos. Necesitamos confrontar nuestra vida y la del mundo en un encuentro personal con Dios, necesitamos orar la vida y vivir en actitud orante.
Elegir la vida es vivir “unidos a él”, es vivir coherentemente el Evangelio, haciendo nuestra la causa de Jesús. Es seguir su camino, vivir en fidelidad la llamada del que siempre es fiel.
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Anunciar la vida
“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de Vida… se lo anunciamos, para que también ustedes estén en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Les escribimos esto para que nuestro gozo sea completo” (1Jn 1,1-4)
También nosotros, como Juan, damos testimonio y podemos anunciar la vida que se nos ha manifestado y que hemos elegido. Este anuncio es una misión recibida: cada gesto, cada palabra, cada acción que hagamos tiene que ser generador de vida, tiene que ser opción de vida. Allí donde haya muerte pongamos la vida, anunciemos la vida.
Nuestro mundo está sediento de vida plena:
* Nuestro mundo está sediento de amor, los discípulos de Jesús se distinguen por el amor entre ellos, por la comunión;
* nuestro mundo está sediento de esperanza, la esperanza es la virtud de los que han acogido y viven la salvación, de quien pone su confianza en el Señor y se abandona en sus manos;
* nuestro mundo tiene sed de paz, de una paz que no sólo evite la guerra, sino que construya y supere las diferencias, de la paz que los discípulos han recibido del Maestro,
* nuestro mundo tiene necesidad de alegría, del gozo profundo que brota de la paz, del gozo de los que, como María, saben que el Señor es su Salvador y buscan hacer su voluntad; del gozo que, precisamente porque pasa por la cruz, vive la profundidad del misterio pascual;
* nuestro mundo necesita generosidad, de personas capaces de darse desinteresadamente, gratuitamente.
* nuestro mundo necesita testigos, mártires. Son muchos los hombres y las mujeres que a lo largo de la historia han dado y siguen dando la vida a causa del Evangelio. Pero las cosas no se improvisan. El mártir es el hombre que espera en el Señor, que sabe que quien pierde su vida por causa del evangelio, la encontrará (cfr. Lc 9,23-26). En el mártir descubrimos la coherencia entre la fe y la vida. El mártir acepta la muerte por amor, diciendo con este gesto de entregar la vida que ha encontrado al único que da pleno sentido a la existencia. La Iglesia necesita mártires, personas que con el gesto de dar la vida por Cristo, que aceptando la muerte, hacen visible el amor. Necesitamos mártires, testigos anunciadores de la vida que, pasando por la cruz, genera vida. Pero el martirio no se improvisa. Es consecuencia de una vida que ha descubierto el amor, la entrega incondicional, la alegría que brota de la cruz, que es buena noticia para el mundo.
Para ser buena noticia hay que dejarse guiar por el Espíritu, el Espíritu que da vida. El Espíritu que nos hace testigos del amor de Dios, comunicadores de la fe, sembradores de esperanza.
Contemplemos a María que nos ha dado al que es la Vida. Ella, que supo acoger la Palabra y conservarla en su corazón, nos guíe en el camino de la santidad. Con Ella proclamemos el Magníficat dando gracias por la vida que el Señor nos ha dado y nos da, por las maravillas que obra en cada uno de nosotros, por su misericordia que es fuente de vida.