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Jesús y la pecadora

Textos comentados quinta charla de Cuaresma 2022

Jesús y la pecadora

Juan 8, 1- 11:

Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a el. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?». Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra». E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?». Ella le respondió: «Nadie, Señor». «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante».

En la vida de Jesús hay, un secreto, escondido a los ojos humanos, que representa el núcleo de todo. La oración de Jesús es una realidad misteriosa, de la que intuimos solo algo, pero que permite leer en la justa perspectiva toda su misión. En esas horas solitarias – antes del alba o en la noche-, Jesús se sumerge en su intimidad con el Padre, es decir en el Amor del que toda alma tiene sed. La oración es el timón que guía la ruta de Jesús. Las etapas de su misión no son dictadas por los éxitos, ni el consenso, ni esa frase seductora “todos te buscan”. La vía menos cómoda es la que traza el camino de Jesús, pero que obedece a la inspiración del Padre, que Jesús escucha y acoge en su oración solitaria. El Catecismo afirma: «Con su oración, Jesús nos enseña a orar» (n. 2607). Por eso, del ejemplo de Jesús podemos extraer algunas características de la oración cristiana.

  1. Ante todo posee una primacía: es el primer deseo del día, algo que se practica al alba, antes de que el mundo se despierte. Restituye un alma a lo que de otra manera se quedaría sin aliento. Un día vivido sin oración corre el riesgo de transformarse en una experiencia molesta, o aburrida: todo lo que nos sucede podría convertirse para nosotros en un destino mal soportado y ciego. La oración es sobre todo escucha y encuentro con Dios. Los problemas de todos los días, entonces, no se convierten en obstáculos, sino en llamamientos de Dios mismo a escuchar y encontrar a quien está de frente. Las pruebas de la vida cambian así en ocasiones para crecer en la fe y en la caridad. El camino cotidiano, incluidas las fatigas, adquiere la perspectiva de una “vocación”. La oración tiene el poder de transformar en bien lo que en la vida de otro modo sería una condena; la oración tiene el poder de abrir un horizonte grande a la mente y de agrandar el corazón.
  2. En segundo lugar, la oración es un arte para practicar con insistencia. Jesús mismo nos dice: llamad, llamad, llamad. Todos somos capaces de oraciones episódicas, que nacen de la emoción de un momento; pero Jesús nos educa en otro tipo de oración: la que conoce una disciplina, un ejercicio y se asume dentro de una regla de vida. Una oración perseverante produce una transformación progresiva, hace fuertes en los períodos de tribulación, dona la gracia de ser sostenidos por Aquel que nos ama y nos protege siempre.
  3. Otra característica de la oración de Jesús es la soledad. Quien reza no se evade del mundo, sino que prefiere los lugares desiertos. Allí, en el silencio, pueden emerger muchas voces que escondemos en la intimidad: los deseos más reprimidos, las verdades que persistimos en sofocar, etc. Y sobre todo, en el silencio habla Dios. Toda persona necesita de un espacio para sí misma, donde cultivar la propia vida interior, donde las acciones encuentran un sentido. Sin vida interior nos convertimos en superficiales, inquietos, ansiosos – ¡qué mal nos hace la ansiedad! Por esto tenemos que ir a la oración; sin vida interior huimos de la realidad, y también huimos de nosotros mismos, somos hombres y mujeres siempre en fuga.

Finalmente, la oración de Jesús es el lugar donde se percibe que todo viene de Dios y Él vuelve. A veces nosotros los seres humanos nos creemos dueños de todo, o al contrario perdemos toda estima por nosotros mismos, vamos de un lado para otro. La oración nos ayuda a encontrar la dimensión adecuada, en la relación con Dios, nuestro Padre, y con toda la creación. Y la oración de Jesús finalmente es abandonarse en las manos del Padre, como Jesús en el huerto de los olivos, en esa angustia: “Padre si es posible…, pero que se haga tu voluntad”. El abandono en las manos del Padre. Es bonito cuando nosotros estamos inquietos, un poco preocupados y el Espíritu Santo nos transforma desde dentro y nos lleva a este abandono en las manos del Padre: “Padre, que se haga tu voluntad”. Papa Francisco

Hoy, en particular, Jesús nos invita a la conversión interior: nos explica por qué perdona, y nos enseña a hacer del perdón recibido y dado a los hermanos el «pan nuestro de cada día». El pasaje evangélico narra el episodio de la mujer adúltera en dos escenas sugestivas: en la primera, asistimos a una disputa entre Jesús, los escribas y fariseos acerca de una mujer sorprendida en flagrante adulterio y, según la prescripción contenida en el libro del Levítico, condenada a la lapidación. En la segunda escena se desarrolla un breve y conmovedor diálogo entre Jesús y la pecadora. Los despiadados acusadores de la mujer, citando la ley de Moisés, provocan a Jesús –lo llaman «maestro»–, preguntándole si está bien lapidarla. Conocen su misericordia y su amor a los pecadores, y sienten curiosidad por ver cómo resolverá este caso que, según la ley mosaica, no dejaba lugar a dudas.

Pero Jesús se pone inmediatamente de parte de la mujer; en primer lugar, escribiendo en la tierra palabras misteriosas, que el evangelista no revela, pero queda impresionado por ellas; y después, pronunciando la frase que se ha hecho famosa: Aquel de vosotros que esté sin pecado –usa el término «anamártetos», que en el nuevo testamento solamente aparece aquí–, que le arroje la primera piedra y comience la lapidación. San Agustín, comentando el evangelio de san Juan, observa que «el Señor, en su respuesta, respeta la ley y no renuncia a su mansedumbre». Y añade que con sus palabras obliga a los acusadores a entrar en su interior y, mirándose a sí mismos, a descubrir que también ellos son pecadores. Por lo cual, «golpeados por estas palabras como por una flecha gruesa como una viga, se fueron uno tras otro».

Así pues, uno tras otro, los acusadores que habían querido provocar a Jesús se van, comenzando por los más viejos. Cuando todos se marcharon, el divino Maestro se quedó solo con la mujer. El comentario de san Agustín es conciso y eficaz: «quedaron solo ellos dos: la miseria y la misericordia».

Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar esta escena, donde se encuentran frente a frente la miseria del hombre y la misericordia divina, una mujer acusada de un gran pecado y aquel que, aun sin tener pecado, cargó con nuestros pecados, con los pecados del mundo entero. Él, que se había puesto a escribir en la tierra, alza ahora los ojos y encuentra los de la mujer. No pide explicaciones. No es irónico cuando le pregunta: Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Y su respuesta es conmovedora: Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más. San Agustín, en su comentario, observa: «El Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera tolerado el pecado, habría dicho: “Tampoco yo te condeno; vete y vive como quieras… Por grandes que sean tus pecados, yo te libraré de todo castigo y de todo sufrimiento”. Pero no dijo eso». Dice: Vete y no peques más.

Queridos amigos, la palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece indicaciones concretas para nuestra vida. Jesús no entabla con sus interlocutores una discusión teórica sobre el pasaje de la ley de Moisés: no le interesa ganar una disputa académica a propósito de una interpretación de la ley mosaica; su objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación solo se encuentra en el amor de Dios. Para esto vino a la tierra, por esto morirá en la cruz y el Padre lo resucitará al tercer día. Jesús vino para decirnos que quiere que todos vayamos al paraíso, y que el infierno existe y es eterno para los que cierran el corazón a su amor.

Por tanto, también en este episodio comprendemos que nuestro verdadero enemigo es el apego al pecado, que puede llevarnos al fracaso de nuestra existencia. Jesús despide a la mujer adúltera con esta consigna: Vete, y en adelante no peques más. Le concede el perdón, para que en adelante no peque más. Aquí se pone de relieve que solo el perdón divino y su amor recibido con corazón abierto y sincero nos dan la fuerza para resistir al mal y «no pecar más», para dejarnos conquistar por el amor de Dios, que se convierte en nuestra fuerza. De este modo, la actitud de Jesús se transforma en un modelo a seguir por toda comunidad, llamada a hacer del amor y del perdón el corazón palpitante de su vida. Papa Benedicto XVI

La particularidad del Panteón está en su cúpula, marcada en el centro por un círculo abierto. El vacío trazado por este círculo es, paradójicamente, lo que mantiene unida toda la cúpula, a través del juego de fuerzas físicas. Arquitectónicamente, es genial: ¡un agujero mantiene unida toda la cúpula! Más precisamente, es el círculo que rodea este agujero el que da el techo del Panteón, a través del juego de fuerzas físicas, el poder sostenerse alrededor de esta abertura. Lo que parece hueco es de hecho un lugar de presencia que es a la vez denso y esquivo, como los rayos del sol que penetran en el edificio como si se condensaran en este círculo luminoso. La Palabra de Dios es como el sol en el Panteón, en la conciencia, por la abertura el Espíritu viene a hablar a nuestro espíritu, a iluminarlo, a calentarlo, a salvarlo. En ese hueco, donde parece no haber nada, está la presencia salvadora. El secreto del Hombre puede unirse al secreto de Dios. El Panteón podría haber estado completamente cerrado, lo que habría evitado la lluvia… pero eso no habría permitido que el sol visitara su mismo corazón. Como el arquitecto del Panteón, Dios se arriesgó a ofrecer una apertura a la conciencia humana. Él le dio así al hombre la capacidad de respirar su alma, la capacidad para que el hombre salga de su intimidad y acoja a otro. La apertura permite el diálogo, con Dios, con otras personas. La apertura de la intimidad permite el secreto: por la confianza en el otro acogido en su conciencia, el hombre puede sacar a la luz su secreto y conducirlo a la intimidad del otro. Es también en este lugar de paso donde el secreto del hombre se encuentra con el secreto de Dios. Dios quiere que el intercambio vital con el hombre se viva en el secreto del corazón y sea un encuentro real de dos libertades. Dios conoce al hombre, ve y lleva su secreto, pero no hace nada al respecto. No reduce al hombre a lo que sabe de sí mismo. Como si Dios se negara a poner su mano sobre la apertura central de la intimidad humana. Cuando Dios conoce el secreto del hombre, no se apodera de él. El sacramento de la reconciliación debe traducir la mirada casta, justa y misericordiosa de Dios sobre el pecado del hombre que acabamos de describir.Jesús no reduce al hombre a lo que ha oído hablar de él. Esta actitud “atenta, casta y benévola”, tan bien manifestada en el episodio de la mujer adúltera, puede ser vista como la fuente y el marco de lo que luego se llamará “secreto profesional”.  Cuando se le presenta una mujer “sorprendida en adulterio”, Jesús es llamado como juez (Jn 8, 3-11). Sin embargo, preferirá situarse primero como abogado de esta mujer. Jesús elige desafiar a los acusadores enviándolos de regreso a su conciencia, donde pueden reconocerse como pecadores. Al hacerlo, Jesús no suprime la ley y la justicia en el vínculo matrimonial. Entonces, después de haberlo juzgado, le dirá a la mujer que no la condena. Solo que este juicio llega después de que todos los hombres se hayan ido, a puerta cerrada. Se hace justicia pero sin publicidad, porque la situación lo requiere.  Lo que Jesús está señalando aquí es la gran falta de los escribas y fariseos que escenifican a la mujer, que exponen su intimidad en la plaza pública y que la transforman en una especie de objeto de estudio jurídico para ponerla a prueba. Revelar la intimidad de alguien sin su consentimiento y convertirla en un objeto es mucho peor que el adulterio. Thomas Poussier (Nouvelle Revue Théologique 142, abril-junio 2020, p. 250-268)

 

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