Para el florecimiento de las vocaciones sacerdotales y religiosas

Del O.R. del 5 de mayo de 1974 / n. 279/ p.12

 

Para el florecimiento de las vocaciones

sacerdotales y religiosas

por mons. Eduardo F. PIRONIO,

obispo de Mar del Plata (Argentina) y Presidente del CELAM

 

Uno de los principales frutos de este Año Santo de gracia tiene que ser el florecimiento de las vocaciones sacerdotales y religiosas, en el marco general del descubrimiento y realización de las distintas vocaciones en la Iglesia. Como un signo de la madurez en la fe de nuestras comunidades cristianas, fuertemente invadidas por el Espíritu de Dios y renovadas en Cristo.

Toda vocación es un don de Dios, un regalo del Padre, un llamado singular y amoroso de Cristo: “No son ustedes los que me eligieron a mí, sino Yo el que los elegí y los destiné para que ustedes vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero” (Jn 15,16).

En cualquier circunstancia puede darse la manifestación del Señor: “Síganme y yo los haré pescadores de hombres. Inmediatamente ellos dejaron sus redes y lo siguieron” (Mc 1,16-20). En el corazón de cada joven, fuerte y bueno, puede darse la radical invitación de Jesús: “Una cosa te falta todavía. Vende todo lo que tienes y distribúyelo entre los pobres: así tendrás un tesoro en el cielo. Después ven y sígueme” (Lc 18,18-23).

Dios tiene derecho a irrumpir de un modo misterioso en la vida de un hombre o de una mujer, pedirles absolutamente todo, cambiarles el esquema de su vida y sellar para siempre su existencia con el gozo de una ofrenda y de un servicio. Así lo hizo con Abraham (Gén 12,1-4) y con María (Lc 1,26-38). Porque ambos fueron fieles cambió la historia y fueron salvados los hombres.

Pero normalmente la vocación supone una comunidad cristiana madura en la fe, firme en la esperanza y generosa en la caridad (1 Tes 1,3). De allí arranca la palabra del Señor y se difunde en todas partes. Comunidad de “elegidos de Dios, santos y amados” (Col 3,12) donde la palabra de Cristo reside con toda su riqueza. Normalmente la vocación surge del interior de una comunidad profunda, fraterna y misionera.

Por eso quisiera insistir –como exigencia elemental del Año Santo para nuestras comunidades– en la renovación de estos tres aspectos esenciales: vida de oración, espíritu de caridad, sentido misionero. Allí encontrará precisamente el sacerdote, desbordado y consumido, el sentido central de su misión.

Vida de oración. Los hombres de hoy hemos descubierto el valor de la palabra, el diálogo y el servicio. Pero hemos perdido un poco la capacidad del silencio, la reflexión y la oración. Hablamos demasiado entre nosotros mismos, y escuchamos muy raramente al Señor. Hace falta volver a la oración. Multiplicar los “momentos fuertes” de un encuentro directo y hondo con el Señor. Intensificar los retiros espirituales, la lectura y meditación de la Palabra de Dios, las celebraciones litúrgicas, la adoración al Santísimo, las experiencias de oración.

La comunidad cristiana puede perder su capacidad de diálogo y de servicio –su misma capacidad de ser experiencia de fraternidad evangélica en el amor– si no vive más hondamente en la contemplación. De aquí arranca la palabra, el testimonio, la misión. Hubo un tiempo en que ignorábamos al hombre con el pretexto de que buscábamos a Dios. Hoy corremos el riesgo de olvidar las exigencias radicales del Evangelio –silencio y cruz, pobreza y caridad verdadera– con el pretexto de que servimos a los hermanos. Y ciertamente no los amamos en plenitud si no dejamos en su interior algo de Dios, un poco de esa “hambre y sed de justicia” que los hará felices (Mt 5,6).

Espíritu de caridad. Un segundo fruto de la renovación anhelada: comunidades verdaderamente fraternas. No siempre nuestras comunidades cristianas son un “signo de presencia de Cristo en el mundo” (Ad gentes divinitus 15). Hay muchas cosas que nos mantienen separados y divididos: visiones distintas de la Iglesia, interpretaciones parciales del Evangelio, del Concilio, de Medellín. Absolutización de experiencias religiosas o de movimientos apostólicos. Opciones políticas distintas. Con frecuencia comunidades encerradas en sí mismas e insensibles al problema de los otros. Como si Cristo se hubiese dividido (1 Cor 1,13). Olvidamos que “todos nosotros formamos un solo Cuerpo en Cristo y cada uno en particular somos miembros unos de otros” (Rom 12,5). El Señor no quiere que “haya divisiones en el cuerpo, sino que todos los miembros sean mutuamente solidarios” (1 Cor 12,25).

Esto supone que cada miembro de la comunidad sea fiel a su propia identidad. Que cada uno descubra su función en la Iglesia, realice con generosidad su vocación específica y reciba con alegría los dones del hermano. De un modo especial, que las almas consagradas proclamen el testimonio pascual de su entrega.

El sacerdote encuentra aquí la esencia de su servicio: ser principio de unidad. Es el hombre consagrado por el Espíritu para hacer y presidir la comunión. En la misma línea del Servidor de Yavé “destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes” (Is 42,6). Por eso mismo tiene que ser el hombre de la oración, de la comunión fraterna y del servicio.

Sentido misionero. Una comunidad fuertemente invadida por el Espíritu de Dios es esencialmente misionera. No se encierra en sí misma saboreando a solas la salvación. Sale y entra en el mundo. Es una comunidad comprometida desde la fe a ser “fermento y alma de la sociedad” (GS 40).

Pero como signo e instrumento de la presencia salvadora de Cristo resucitado. Como expresión del amor de Dios. Es decir, esencialmente comprometida a ofrecer lo especifico cristiano, a ser verdadera sal de la tierra, luz del mundo, levadura de Dios para la historia.

Hay vastos sectores –zonas rurales y populosos barrios de nuestras ciudades– que se encuentran dolorosamente marginados de una presencia religiosa y de una preocupación material. Es preciso que Cristo llegue allí a través de la acción salvadora de los cristianos. Una comunidad es viva cuando irradia y comunica el fruto de la Pascua. Cuando toda ella se siente sacudida por el Espíritu de Pentecostés para llevar el testimonio de la resurrección de Jesús –en palabras y en gestos– “desde Jerusalén… hasta los confines de la tierra” (Act 1,8)…

La vocación es siempre una opción fundamental, consciente y definitiva. Es el modo personal del seguimiento de Cristo en su Iglesia. Es el modo concreto de ser cristiano, de pertenecer a la Iglesia, de constituirse en salvador de sus hermanos.

Dios llama a todos a la santidad (1Tes 4,3-7). Pero los caminos son distintos. En el interior de cada joven –muchacho o chica– se juega en parte la historia de los hombres. Allí está Cristo y habla. Ser fiel a la Palabra no es simplemente cuestión de una persona. De su respuesta depende la salvación de muchos.

Que la Virgen de la Reconciliación –la Virgen de la Fidelidad y del Servicio– nos enseñe a todos a ser generosamente fieles.

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