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En el peligro, Señor, estás conmigo. Salmo 90.

Textos comentados en la Primera Charla de Cuaresma

En el peligro, Señor, estás conmigo. SALMO 90

CUARESMA

«En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20)

«Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez».

El hecho de que el Señor nos ofrezca una vez más un tiempo favorable para nuestra conversión nunca debemos darlo por supuesto. Esta nueva oportunidad debería suscitar en nosotros un sentido de reconocimiento y sacudir nuestra modorra. A pesar de la presencia —a veces dramática— del mal en nuestra vida, al igual que en la vida de la Iglesia y del mundo, este espacio que se nos ofrece para un cambio de rumbo manifiesta la voluntad tenaz de Dios de no interrumpir el diálogo de salvación con nosotros. En Jesús crucificado, a quien «Dios hizo pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21), ha llegado esta voluntad hasta el punto de hacer recaer sobre su Hijo todos nuestros pecados, hasta “poner a Dios contra Dios”, como dijo el papa Benedicto XVI (cf. Enc. Deus caritas est, 12). Papa Francisco, Mensaje para la Cuaresma 2020.

Todos necesitamos convertirnos. Hay una bella comparación mencionada por un experto maestro del espíritu. Refiérese al navegante, que de continuo ha de rectificar la guía del timón y estar siempre alerta para que la dirección sea la que marca la brújula. Nuestra vida por su naturaleza misma tiende a desviarse.

¿Qué hay que hacer para convertirse? El primer paso –bien lo sabemos– consiste en escuchar, oír el llamado y orientar nuestra mente hacia donde parte la voz. Esta voz es la palabra de Dios, que ha de resonar siempre nueva, y como eco personal que el Señor suscita en nuestras almas. (…) Si supiéramos captar este discurso interior, con toda probabilidad nos quedaríamos encantados, abstraídos de las cosas exteriores, para escuchar la dulzura y la poesía del corazón que, sin ningún arte de parte nuestra y en cambio con mucha sorpresa, nos habla de vez en cuando de Dios, que habita en nosotros. 

La segunda consideración es de orden más práctico todavía. El Señor pide siempre algún sacrificio; exige algo positivo; no se contenta con veleidades, con palabras convencionales y habituales. Quiere exactamente algo mío. En este diálogo de infinito amor, él tiene un regalo para hacer, una novedad para crear, una regeneración a la cual darse. ¿Qué quieres, Señor, que yo haga para serte verdaderamente fiel? 

¿Cuánto dura este progreso? Toda la vida. En todo momento, casi a cada respiro, hay que trabajar para convertirse, para dirigirse, para renovarse a sí mismo. San Pablo VI

SALMO 90

Tú que habitas al amparo del Altísimo

que vives a la sombra del Omnipotente,

di al Señor: «Refugio mío, alcázar mío,

Dios mío, confío en ti».

Él te librará de la red del cazador

de la peste funesta.

Te cubrirá con sus plumas,

bajo sus alas te refugiarás,

su brazo es escudo y armadura. 

No temerás espanto nocturno,

ni la flecha que vuela de día,

ni la peste que se desliza en las tinieblas,

ni la epidemia que devasta a mediodía.

Caerán a tu izquierda mil, 

diez mil a tu derecha:

a ti no te alcanzará. 

Nada más mirar con tus ojos, 

verás la paga de los malvados,

porque hiciste del Señor tu refugio,

tomaste al Altísimo por defensa.

No se te acercará la desgracia,

ni la plaga llegará hasta tu tienda,

porque a sus ángeles ha dado órdenes,

para que te guarden en tus caminos;

te llevarán en sus palmas, 

para que tu pie no tropiece en la piedra; 

caminarás sobre áspides y víboras,

pisotearás leones y dragones.

«Se puso junto a mí: lo libraré; 

lo protegeré porque conoce mi Nombre,

me invocará, y lo escucharé.

Con él estaré en la tribulación,

lo defenderé, lo glorificaré;

lo saciaré de largo días,

y le haré ver mi salvación».

El Salmo 91 (90) es conocido sobre todo porque el demonio utiliza dos de sus versículos para tentar precisamente a Jesús en el desierto. Todo el salmo respira el abandono en las manos de Dios. Los monjes lo rezamos en Completas, al terminar el día. En la Cuaresma entramos con Jesús en el desierto para vencer con Él el mal. (Bible chrétienne)

¿Qué es el desierto?

Precisamente del significado espiritual del desierto quisiera hablarles hoy. De lo que significa espiritualmente el desierto para todos nosotros, aunque vivamos en la ciudad, qué significa el desierto.

Imaginemos que estamos en un desierto. La primera sensación sería la de encontrarnos rodeados por un gran silencio: nada de ruido a parte del viento y de nuestra respiración. El desierto es el lugar de desconexión del estruendo que nos rodea. Es la ausencia de palabras para hacer espacio a otra Palabra, la Palabra de Dios. El desierto es el lugar de la Palabra, con mayúsculas. En la Biblia, de hecho, el Señor ama hablarnos en el desierto. En el desierto se encuentra la intimidad con Dios, el amor del Señor. Jesús amaba retirarse cada día a lugares desiertos a rezar (cf. Lucas 5, 16). Nos enseñó cómo buscar al Padre, que nos habla en el silencio. Y no es fácil hacer silencio en el corazón, porque nosotros tratamos siempre de hablar un poco, de estar con los demás.

La Cuaresma es el tiempo propicio para hacer espacio a la Palabra de Dios. Es el tiempo para apagar la televisión y abrir la Biblia. Cuando era niño, no había televisión, pero existía la costumbre de no escuchar la radio. La Cuaresma es desierto, es el tiempo para renunciar, para desconectarnos del celular y conectarnos al Evangelio. Es el tiempo para renunciar a palabras inútiles, charlatanerías, rumores, y hablar de “tú” al Señor. Es el tiempo para dedicarse a una sana ecología del corazón, a hacer limpieza ahí. Vivimos en un ambiente contaminado por demasiada violencia verbal, por tantas palabras ofensivas y nocivas, que la red amplifica. Hoy se insulta como quien dice “buenos días”. Estamos inundados de palabras vacías, de publicidad, de mensajes solapados. Nos hemos acostumbrado a oir de todo a todos y corremos el riesgo de deslizarnos en una mundanidad que nos atrofie el corazón y no hay bypass para sanar eso, sino solo el silencio. Nos cuesta distinguir la voz del Señor que nos habla, la voz de la conciencia, la voz del bien. Jesús, llamándonos al desierto, nos invita a prestar escucha a lo que cuenta, a lo importante, a lo esencial. Al diablo que lo tentaba, le respondió: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mateo 4, 4). Como el pan, más que el pan nos hace falta la Palabra de Dios, necesitamos hablar con Dios: necesitamos rezar. Porque solo frente a Dios salen a la luz las inclinaciones del corazón y caen las dobleces del alma. He aquí el desierto, lugar de vida, no de muerte, porque dialogar en silencio con el Señor nos da vida.

Tratemos de nuevo de pensar en el desierto. El desierto es el lugar de lo esencial. Miremos nuestras vidas: ¡cuántas cosas inútiles nos rodean! Perseguimos mil cosas que parecen necesarias y en realidad no lo son. ¡Qué bien nos haría liberarnos de tantas realidades superfluas, para redescubrir lo que de verdad importa, para encontrar los rostros de quienes están a nuestro lado! También en esto Jesús nos da su ejemplo, ayunando. Ayunar es saber renunciar a las cosas vanas, a lo superfluo, para ir a lo esencial. Ayunar es ir precisamente a lo esencial, es buscar la belleza de una vida más sencilla. Papa Francisco Audiencia del miércoles de ceniza 2020.

No temerás espanto nocturno,

ni la flecha que vuela de día,

ni la peste que se desliza en las tinieblas,

ni la epidemia que devasta a mediodía.

Literalmente es Qéteb. Qéteb es conocido en las tradiciones populares como un demonio particularmente malvado, que mata a mediodía. La Vulgata traduce el demonio del mediodía, es el demonio de la acedia. (Bible chrétienne)

Acedia en griego es: a-kedia: a, que es falta; kedia, que es: el cuidado; o sea: “falta de cuidado”. Para los grandes filósofos, esta falta de cuidado se refería a los muertos: el hecho de no enterrar a los muertos. Como sabéis, enterrar a los muertos es una obra propia del hombre, los animales no lo hacen. Entonces ya en el origen es algo contra la humanidad: es algo que va contra la naturaleza humana.

En el siglo IV Evagrio Póntico (un padre del monacato) va a cambiar el significado del término, para decir que acedia es falta de cuidado, pero no por los muertos, sino por la vida espiritual: falta de cuidado de la vida espiritual. Una vez da una definición de la acedia, y dice que se puede traducir como “atonía del alma”: falta de tono del alma. Por eso, en la lista de nuestros pecados capitales está la pereza. Jean Charles Nault

La tradición espiritual y monástica describe la acedía como una tristeza que invade el alma ante lo que debería ser su mayor felicidad: la relación de amistad con Dios. El alma pierde la alegría de conocer y amar a Dios: ambas cosas le aburren, le desagradan, le pesan. Preferiría amar otra cosa: ¿el qué? Da lo mismo. Cualquier cosa antes que a Dios. Cardenal Robert Sarah

Jesús es radical. Él lo da todo y lo pide todo: da un amor total y pide un corazón indiviso. También hoy se nos da como pan vivo, ¿podemos darle a cambio las migajas? A Él, que se hizo siervo nuestro hasta el punto de ir a la cruz por nosotros, no podemos responderle sólo con la observancia de algún precepto. A Él, que nos ofrece la vida eterna, no podemos darle un poco de tiempo sobrante. Jesús no se conforma con un porcentaje de amor: no podemos amarle al veinte, al cincuenta o al sesenta por ciento. O todo o nada. Papa Francisco

¿Pero dónde está el peligro? Dejarse deslizar lentamente porque es una caída con anestesia, no te das cuenta, pero lentamente se resbala, se relativizan las cosas y se pierde la fidelidad a Dios. Cuántas veces nosotros olvidamos al Señor y entramos en negociaciones con otros dioses: el dinero, la vanidad, el orgullo. Pero esto se hace lentamente y si no está la gracia de Dios, se pierde todo. Papa Francisco

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