Última Cena – Beato Angélico






6. Don, signo y palabra de misericordia

Jueves Santo

Eucaristía, Lavatorio de los pies y Mandamiento Nuevo

 

Textos de la Liturgia

ORACIÓN COLECTA

Señor, Dios nuestro, nos has convocado hoy (esta tarde) para celebrar aquella misma memorable Cena en que tu Hijo, antes de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el Banquete de su amor, el sacrificio nuevo de la Alianza eterna, te pedimos que la celebración de estos santos misterios nos lleve a alcanzar plenitud de amor y de vida. Por Jesucristo.

 

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Concédenos, Señor, participar dignamente de estos santos misterios pues cada vez que celebramos este memorial de la muerte de tu Hijo se realiza la obra de nuestra redención. Por Jesucristo.

 

PLEGARIA EUCARÍSTICA I – CANON ROMANO

Padre misericordioso te pedimos humildemente por Jesucristo, Tu Hijo, nuestro Señor,

que aceptes y bendigas estos † dones,

este sacrificio santo y puro que te ofrecemos,

ante todo por tu Iglesia santa y católica,

para que le concedas la paz, la protejas,

la congregues en la unidad y la gobiernes en el mundo entero,

con tu servidor el Papa N., con nuestro Obispo N.,

y todos los demás Obispos que, fieles a la verdad,

promueven la fe católica y apostólica.

Acuérdate Señor, de tus hijos [N. y N.]

y de todos los aquí reunidos, cuya fe y entrega bien conoces;

por ellos y todos los suyos, por el perdón de sus pecados y la salvación que esperan,

te ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza

a ti, eterno Dios, vivo y verdadero.

 

Reunidos en comunión con toda la Iglesia,

para celebrar el día santo en que nuestro Señor Jesucristo fue entregado por nosotros,

veneramos la memoria,

ante todo de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo,nuestro Dios y Señor;

la de su esposo, San José,

la de los santos apóstoles y mártires Pedro y Pablo, Andrés, [Santiago y Juan, Tomás,

Santiago, Felipe, Bartolomé, Mateo, Simón y Tadeo; Lino, Clemente, Sixto,

Cornelio, Cipriano, Lorenzo, Crisógono, Juan y Pablo, Cosme y Damián,]

y la de todos los santos;

por sus méritos y oraciones concédenos en todo tu protección. [Por Cristo, nuestro Señor. Amén.]

 

Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa

que te presentamos en el día mismo en que nuestro Señor Jesucristo encomendó a sus discípulos

la celebración de los misterios de su Cuerpo y de su Sangre;

ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna

y cuéntanos entre tus elegidos. [Por Cristo, nuestro

Señor. Amén.]

 

Bendice y acepta, oh Padre, esta ofrenda, haciéndola perfecta,

espiritual y digna de ti,

de manera que sea para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo, nuestro Señor.

El cual, la víspera de padecer por nuestra salvación y la de todos los hombres,

tomó pan en sus santas y venerables manos, y, elevando los ojos, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso, dando gracias te bendijo, lo partió, y lo dio a sus discípulos, diciendo:

 

TOMAD Y COMED TODOS DE ÉL, PORQUE ESTO ES MI CUERPO,

QUE SERÁ ENTREGADO POR VOSOTROS.

 

Del mismo modo, acabada la cena, tomó este cáliz glorioso en sus santas y venerables manos,

dando gracias te bendijo, y lo dio a sus discípulos diciendo:

 

TOMAD Y BEBED TODOS DE ÉL, PORQUE ÉSTE ES EL CÁLIZ DE MI

SANGRE, SANGRE DE LA ALIANZA NUEVA Y ETERNA, QUE SERÁ

DERRAMADA POR VOSOTROS Y POR TODOS LOS HOMBRES PARA El PERDÓN

DE LOS PECADOS. HACED ESTO EN CONMEMORACIÓN MÍA.

 

Éste es el Sacramento de nuestra fe.

 

Por eso, Padre, nosotros, tus siervos, y todo tu pueblo santo,

al celebrar este memorial de la muerte gloriosa de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor;

de su santa resurrección del lugar de los muertos y de su admirable ascensión a los cielos,

te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado,

el sacrificio puro, inmaculado y santo:

pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación.

Mira con ojos de bondad esta ofrenda y acéptala, como aceptaste los dones del justo Abel,

el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe,

y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec.

 

Te pedimos humildemente, Dios todopoderoso, que esta ofrenda sea

llevada a tu presencia, hasta el altar del cielo, por manos de tu ángel,

para que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo,

al participar aquí de este altar, seamos colmados de gracia y bendición.

 

Acuérdate también, Señor, de tus hijos [N. y N.],

que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz.

A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo,

concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz.

 

Y a nosotros, pecadores, siervos tuyos,

que confiarnos en tu infinita misericordia,

admítenos en la asamblea de los santos apóstoles y mártires Juan el Bautista, Esteban, Matías y Bernabé, [Ignacio, Alejandro, Marcelino y Pedro, Felicidad y Perpetua, Águeda, Lucía, Inés,

Cecilia, Anastasia,] y de todos los santos; y acéptanos en su compañía,

no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad.

 

Por Cristo, Señor nuestro, por quien sigues creando todos los bienes,

los santificas, los llenas de vida, los bendices y los repartes entre nosotros.

 

Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo,

todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

ORACIÓN POST-COMUNIÓN

Concédenos, Dios Todopoderoso, que la Cena de tu Hijo que nos alimenta en el tiempo llegue a saciarnos un día en la eternidad de tu reino. Por Jesucristo.

 

 

Textos del Magisterio de la Iglesia

«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22,15). Con estas palabras, Jesús comenzó la celebración de su última cena y de la institución de la santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes deseos de ir al encuentro de aquella hora. Anhelaba en su interior ese momento en el que se iba a dar a los suyos bajo las especies del pan y del vino. Esperaba aquel momento que tendría que ser en cierto modo el de las verdaderas bodas mesiánicas: la transformación de los dones de esta tierra y el llegar a ser uno con los suyos, para transformarlos y comenzar así la transformación del mundo. En el deseo de Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por su creación, un amor que espera. El amor que aguarda el momento de la unión, el amor que quiere atraer hacia sí a todos los hombres

Y nosotros, ¿tenemos verdaderamente deseo de él? ¿No sentimos en nuestro interior el impulso de ir a su encuentro? ¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con él, que se nos regala en la Eucaristía? ¿O somos, más bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente en otras cosas? Por las parábolas de Jesús sobre los banquetes, sabemos que él conoce la realidad de que hay puestos que quedan vacíos, la respuesta negativa, el desinterés por él y su cercanía.

Jesús transforma su Pasión en oración, en ofrenda al Padre por los hombres. Esta transformación de su sufrimiento en amor posee una fuerza transformadora para los dones, en los que él ahora se da a sí mismo. Él nos los da para que nosotros y el mundo seamos transformados. El objetivo propio y último de la transformación eucarística es nuestra propia transformación en la comunión con Cristo.

«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros». Señor, tú tienes deseos de nosotros, de mí. Tú has deseado darte a nosotros en la santa Eucaristía, de unirte a nosotros. Señor, suscita también en nosotros el deseo de ti. Fortalécenos en la unidad contigo y entre nosotros. Da a tu Iglesia la unidad, para que el mundo crea. Amén.

Benedicto XVI, 21 de abril de 2011.

 

“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Dios ama a su criatura, el hombre; lo ama también en su caída y no lo abandona a sí mismo. Él ama hasta el fin. Lleva su amor hasta el final, hasta el extremo:  baja de su gloria divina. Se desprende de las vestiduras de su gloria divina y se viste con ropa de esclavo. Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída. Se arrodilla ante nosotros y desempeña el servicio del esclavo; lava nuestros pies sucios, para que podamos ser admitidos a la mesa de Dios, para hacernos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos hacer jamás.

Dios no es un Dios lejano, demasiado distante y demasiado grande como para ocuparse de nuestras bagatelas. Dado que es grande, puede interesarse también de las cosas pequeñas. Dado que es grande, el alma del hombre, el hombre mismo, creado por el amor eterno, no es algo pequeño, sino que es grande y digno de su amor. La santidad de Dios no es sólo un poder incandescente, ante el cual debemos alejarnos aterrorizados; es poder de amor y, por esto, es poder purificador y sanador.

Dios desciende y se hace esclavo; nos lava los pies para que podamos sentarnos a su mesa. Así se revela todo el misterio de Jesucristo. Así resulta manifiesto lo que significa redención. El baño con que nos lava es su amor dispuesto a afrontar la muerte. Sólo el amor tiene la fuerza purificadora que nos limpia de nuestra impureza y nos eleva a la altura de Dios. El baño que nos purifica es él mismo, que se entrega totalmente a nosotros, desde lo más profundo de su sufrimiento y de su muerte.

El Señor limpia nuestra impureza con la fuerza purificadora de su bondad. Lavarnos los pies unos a otros significa sobre todo perdonarnos continuamente unos a otros, volver a comenzar juntos siempre de nuevo, aunque pueda parecer inútil. Significa purificarnos unos a otros soportándonos mutuamente y aceptando ser soportados por los demás; purificarnos unos a otros dándonos recíprocamente la fuerza santificante de la palabra de Dios e introduciéndonos en el Sacramento del amor divino.

Benedicto XVI, 13 de abril de 2006.

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