XXIV Domingo del Tiempo durante el Año. Ciclo B

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¿DE DÓNDE SACARON LA FUERZA ESTOS VALIENTES AMIGOS DE CRISTO SINO DEL EVANGELIO?

Sí. Se dejaron conquistar por Jesús, que dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. El heroísmo de los testigos de la fe recuerda que sólo el conocimiento personal y la unión profunda con Cristo proporcionan la energía espiritual para realizar plenamente la vocación cristiana. Para llegar con él a la luz y a la alegría de la resurrección, a la victoria de la vida, del amor, del bien, también nosotros debemos tomar la cruz de cada día.

BENEDICTO XVI

Oración Colecta: Míranos, Dios nuestro, creador y Señor del universo, y concédenos servirte de todo corazón, para experimentar los efectos de tu amor. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Del libro de Isaías  50, 5-9a

El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado. Está cerca el que me hace justicia: ¿quién me va a procesar? ¡Comparezcamos todos juntos! ¿Quién será mi adversario en el juicio? ¡Que se acerque hasta mí! Sí, el Señor viene en mi ayuda: ¿quién me va a condenar?

Salmo responsorial: 114,1-6.8-9

R/ Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.

Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante; porque inclina su oído hacia mí, el día que lo invoco. R/

Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del Abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor: “Señor, salva mi vida”. R/

El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas me salvó. R/

Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída. Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida. R/

De la carta de Santiago 2, 14-18                           

¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: «Vayan en paz, caliéntense y coman», y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está completamente muerta. Sin embargo, alguien puede objetar: «Uno tiene la fe y otro, las obras». A éste habría que responderle: «Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en cambio, por medio de las obras, te demostraré mi fe».

 Evangelio según san Marcos  8, 27-35

Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy Yo?» Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas». «Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?» Pedro respondió: «Tú eres el Mesías». Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de Él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará».

 

Cristo Coro“Señor, yo no entiendo humanamente el misterio de la cruz. Pudiste elegir un camino más fácil para nosotros, más de acuerdo con nuestra debilidad. Sin embargo, Señor, has querido el camino extremo de la cruz. Y en la cruz te nos das, te nos entregas. ¡Gracias, Jesús, por la cruz!”

Cardenal Eduardo Francisco Pironio

La fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz -que se celebra el 14 de septiembre- nos invita a meditar en el profundo e indisoluble vínculo que une la celebración eucarística y el misterio de la cruz. En efecto, toda misa actualiza el sacrificio redentor de Cristo. Al Gólgota y a la “hora” de la muerte en la cruz ―escribió el amado Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia― “vuelve espiritualmente todo presbítero que celebra la santa misa, junto con la comunidad cristiana que participa en ella” (n. 4). Por tanto, la Eucaristía es el memorial de todo el misterio pascual: pasión, muerte, descenso a los infiernos, resurrección y ascensión al cielo, y la cruz es la conmovedora manifestación del acto de amor infinito con el que el Hijo de Dios salvó al hombre y al mundo del pecado y de la muerte. Por eso, la señal de la cruz es el gesto fundamental de nuestra oración, de la oración del cristiano. Hacer la señal de la cruz es pronunciar un sí visible y público a Aquel que murió por nosotros y resucitó, al Dios que en la humildad y debilidad de su amor es el Todopoderoso, más fuerte que todo el poder y la inteligencia del mundo. Después de la consagración, la asamblea de los fieles, consciente de estar en la presencia real de Cristo crucificado y resucitado, aclama: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”. Con los ojos de la fe la comunidad reconoce a Jesús vivo con los signos de su pasión y, como Tomás, llena de asombro, puede repetir: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28). La Eucaristía es misterio de muerte y de gloria como la cruz, que no es un accidente, sino el paso a través del cual Cristo entró en su gloria (cf. Lc 24,26) y reconcilió a la humanidad entera, derrotando toda enemistad. Por eso, la liturgia nos invita a orar con confianza y esperanza: Mane nobiscum, Domine! ¡Quédate con nosotros, Señor, que con tu santa cruz redimiste al mundo!  María, presente en el Calvario junto a la cruz, está también presente, con la Iglesia y como Madre de la Iglesia, en cada una de nuestras celebraciones eucarísticas (cf. Ecclesia de Eucharistia, 57). Por eso, nadie mejor que ella puede enseñarnos a comprender y vivir con fe y amor la santa misa, uniéndonos al sacrificio redentor de Cristo. Cuando recibimos la sagrada comunión también nosotros, como María y unidos a ella, abrazamos el madero que Jesús con su amor transformó en instrumento de salvación, y pronunciamos nuestro “amén”, nuestro “sí” al Amor crucificado y resucitado.

BENEDICTO XVI- 11 de septiembre de 2005

 

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