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Con María: guardando la Palabra.

¿CÓMO REZAR EN NAVIDAD? CON MARÍA: GUARDANDO LA PALABRA.

Textos comentados en la charla

Evangelio según san Lucas 2,19.51;11,28;

Yo imagino que cuantos tienen un sentimiento de gran devoción a la Virgen la miran con el ojo amoroso y sencillo de quien quiere ver bien, comprender, gozar de esta visión que la Iglesia nos pone delante. Sin metáforas, qué es lo que vemos? Vemos una figura humana perfecta. Quien tiene sentido humano puede comprender la fuerza de esta definición. Todos nosotros somos admiradores de la humanidad, aún cuando la denigramos y ofendemos; somos sus admiradores porque nosotros mismos la formamos y porque sabemos las inmensas riquezas que esconde nuestro ser, tan misterioso incluso para nosotros mismos. (…) Al ver a María nos vienen a los labios, naturalmente las palabras: Toda hermosa eres María, inmaculada, pura. (…) ¿Por qué? ¿En qué tiene su raíz esta belleza? Y descubrimos que es por el parentesco que la figura de la Virgen tiene nada menos que con Dios; lo tiene justamente porque ha salido de sus manos en la integridad absoluta, perfecta, purísima y bellísima. (…) Si verdaderamente nos aproximáramos y si probásemos de verdad dirigir nuestros pasos hacia ella, ¿cuál sería la impresión que experimentaríamos? Me parece que sería la de una extrema delicadeza, como cuando nos aproximamos a una vestidura limpia, como cuando tomos en nuestras manos una flor o como cuando miramos la nieve apenas caída. Así cuando nos acercamos a la Virgen inmaculada entra en nuestra alma una gran veneración. San Pablo VI

En el Génesis está el hombre que en los orígenes dice no a Dios y en el Evangelio está María que en la Anunciación dice sí a Dios. En ambas lecturas es Dios quien busca al hombre. Pero en el primer caso se dirige a Adán, después del pecado, y le pregunta: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9), y él responde: «Me he escondido» (v. 10). En el segundo caso, en cambio, se dirige a María, sin pecado, que le responde: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38)». Heme aquí es lo opuesto de me he escondido. El heme aquí abre a Dios, mientras el pecado cierra, aísla, hace permanecer solos con uno mismo.

Heme aquí, es la palabra clave de la vida. Marca el pasaje de una vida horizontal, centrada en uno mismo y en las propias necesidades, a una vida vertical, elevada hacia Dios. Heme aquí, es estar disponible para el Señor, es la cura para el egoísmo, el antídoto de una vida insatisfecha, a la que siempre le falta algo. Heme aquí es el remedio contra el envejecimiento del pecado, es la terapia para permanecer jóvenes dentro. Heme aquí, es creer que Dios cuenta más que mi yo. Es elegir apostar por el Señor, dócil a sus sorpresas. Por eso decirle heme aquí es la mayor alabanza que podemos ofrecerle. ¿Por qué no empezar los días así? Sería bueno decir todas las mañanas: ‘Heme aquí, Señor, hágase hoy en mí tu voluntad.

María añade: «Hágase en mí según tu palabra». No dice “Hágase según yo”, dice “Hágase según Tú”. No pone límites a Dios. No piensa: “me dedico un poco a Él, me doy prisa y luego hago lo que quiero”. No, María no ama al Señor cuando le apetece, a ratos. Vive fiándose de Dios en todo y para todo. Ese es el secreto de la vida. Todo lo puede quien se fía de Dios. El Señor, sin embargo, queridos hermanos y hermanas, sufre cuando le respondemos como Adán: “tengo miedo y me he escondido”. Dios es Padre, el más tierno de los padres, y desea la confianza de sus hijos. ¡Cuántas veces sospechamos de Él!, ¡sospechamos de Dios! Pensamos que puede enviarnos alguna prueba, privarnos de la libertad, abandonarnos. Pero esto es un gran engaño, es la tentación de los orígenes, la tentación del diablo: insinuar la desconfianza en Dios. María vence esta primera tentación con su heme aquí. Y hoy miramos la belleza de la Virgen, nacida y vivida sin pecado, siempre dócil y transparente a Dios.

Eso no significa que la vida fuera fácil para ella, no. Estar con Dios no resuelve mágicamente los problemas. Lo recuerda la conclusión del Evangelio de hoy: «Y el ángel se alejó de ella» (v. 38). Se alejó: es un verbo fuerte. El ángel deja sola a la Virgen en una situación difícil. Ella sabía en qué modo particular se convertiría en la Madre de Dios —se lo había dicho el ángel—, pero el ángel no se lo había explicado a los demás, sólo a ella. Y los problemas comenzaron inmediatamente: pensemos en la situación irregular según la ley, en el tormento de San José, en los planes de vida desbaratados, en lo que la gente habría dicho… Pero María pone su confianza en Dios ante los problemas. El ángel la deja, pero ella cree que con ella, en ella, ha permanecido Dios. Y se fía. Se fía de Dios. Está segura de que con el Señor, aunque de modo inesperado, todo irá bien. He aquí la actitud sabia: no vivir dependiendo de los problemas —terminado uno, se presentará otro–, sino fiándose de Dios y confiándose cada día a Él: ¡heme aquí! ¡”Heme aquí” es la palabra. “Heme aquí” es la oración. Pidamos a la Inmaculada la gracia de vivir así. Papa Francisco

En María la humildad antes de ser una virtud es en ella un sentimiento, un conocimiento. Y este conocimiento no sólo no niega la propia grandeza, sino que la confiesa. Pero es un conocimiento tal que penetra en lo íntimo de la naturaleza de las cosas, y ve que dondequiera hay un valor existe un don, una obra de Dios. (…) Lo que Cristo dirá un día en el Evangelio nada menos que de sí mismo: ¿Por qué me llamáis bueno? Sólo Dios es bueno (Mc 10,18), lo intuyó María por sí misma y tanto más confiesa su humildad cuánto más proclama: El Todopoderoso ha hecho obras grandes por mí. La humildad de María nace de la valoración del mérito, pero el mérito sólo es de Dios. Ella tiene el sentido de ser creada. Un franciscano dijo “Cuanto más grande es la creatura tanta más necesidad tiene de Dios”. La humildad no es la negación del ser, sino el reconocimiento y la valoración de su fuente. (…) Bajo este aspecto la humildad más que una virtud específica es la sabiduría fundamental de la que depende la misma religión; es la condición previa a todas las virtudes”. (…) Esto le parece fundamental para reeducar nuestra mentalidad de seres creados que no quieren acordarse de esta fundamental condición suya: la dependencia de Dios. Nuestra mentalidad está dirigida a la consideración de lo que somos, de lo que tenemos, de lo que poseemos; y sobre esta consideración positiva y a menudo confortante de nuestro ser, construimos el castillo de nuestra concepción de la vida, que es un castillo de poder, de suficiencia, de orgullo. (…) Nos olvidamos que somos creaturas y pensamos que somos la causa de nuestro ser. Por eso carecemos del sentido religioso y moral, de temor de Dios, de oración. Carecemos de la visión suprema del orden y de al realidad, carecemos de la verdadera alegría de vivir. Hablamos de nosotros mismo como si fuéramos los dueños de nuestra vida. Hablamos del mundo como si fuese nuestro. Nos encerramos en el ámbito de nuestra experiencia. Somos egoístas y por eso orgullosos y presuntuosos. Si tuviéramos el sentido de las verdaderas y totales proporciones del ser tendríamos mayor entusiasmo por lo que somos realmente, y al mismo tiempo estaríamos maravillados de deberlo todo a Dios. Nuestra pequeñez y su grandeza formarían dos polos de nuestro pensamiento y comprenderíamos algo del grande y dramático poema de nuestra vida. Como María. Ella es la Sede de la sabiduría. No sólo porque tuvo en su seno al Sabiduría divina sino (…) porque Ella conoció, como en verdad todos deberíamos conocer, que Dios es el principio y el Fin, que Dios es la única fuente del ser y del pensamiento, que sólo Dios es grande y bueno, que sólo Dios domina los acontecimiento del mundo creado y de la historia humana. Este es el significado del canto del Magnificat. Nuestro tiempo, cristiano o no, como se quiera considerar, tienen necesidad de esta sabiduría, de la grande y profunda que María nos enseña. De Ella la aprendemos; a Ella se la pedimos. San Pablo VI

¿Cómo sucedió, cómo fue que el Verbo de Dios, sin dejar de ser Dios, comenzó a ser hombre? ¿En qué preciso momento de la historia, en qué lugar de esta tierra entró en el curso del tiempo y habitó entre nosotros. ¿Por qué puerta entró Él? (…) ¿Dónde fue a llamar para hacerse abrir? ¿Quién le abrió? La “puerta del cielo” fue la Virgen. “La santa Virgen –decía Newman- es llamada puerta del cielo porque fue por ella por donde nuestro Señor operó y pasó a esta tierra”. (…) Una palabra, una sílaba de aquella bendita hermana nuestra, María de Nazaret, (…) abrió el ingreso al Verbo de Dios en el mundo; y su seno fue el mundo, fue el cielo para el Señor del mundo y del cielo, cuando Ella respondía al Angel sencillamente: Sí. Y así comenzó la Redención. (…) Un Fiat, un acto de aceptación consciente, de obediencia querida, de libre caridad, se realizó en el corazón y en los labios de maría. Ella nos representó a todos, Ella, la única, cuya voz podía responder verdaderamente a la llamada de Dios. Ella nos enseñó a todos el modo de conseguir nuestra salvación, es decir, aceptar y hacer la voluntad de Dios. (…) Dejemos que su ejemplo no trace la lección que más necesitamos: para que Dios se encarne en nuestra vida, en el reino perturbado de nuestra libre voluntad; para que podamos ser verdaderamente seguidores de Cristo, es preciso que también nosotros aprendamos a decir sí a lo que Dios quiere, aun cuando los quereres de Dios sean grandes, sean incomprensibles, aunque sean dolorosos para nosotros. Que la Virgen nos enseñe a decir la gran palabra: Sí, fiat, que se haga, oh Señor, tu voluntad. San Pablo VI

Para mí el Evangelio es el cuerpo de Jesús y las sagradas escrituras son su doctrina. Sin duda el texto “El que come mi carne y bebe mi sangre” encuentra su aplicación en el misterio eucarístico, pero el verdadero cuerpo y la verdadera sangre es también la palabra de las Escrituras, es decir, su doctrina divina. Cuando vamos a Misa si una partícula se cae, estamos inquietos. Cuando escuchamos la Palabra de Dios, si pensamos en otra cosa mientras que esta Palabra que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo entra en nuestros oídos, en qué responsabilidad no incurriremos? San Jerónimo

Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo. San Jerónimo

La Palabra de Dios es el fundamento de todo, es la verdadera realidad. Y, para ser realistas, debemos contar precisamente con esta realidad. Debemos cambiar nuestra idea de que la materia, las cosas sólidas, que se tocan, serían la realidad más sólida, más segura. Al final del Sermón de la Montaña el Señor nos habla de las dos posibilidades de construir la casa de nuestra vida: sobre arena o sobre roca. Sobre arena construye quien construye sólo sobre las cosas visibles y tangibles, sobre el éxito, sobre la carrera, sobre el dinero. Aparentemente estas son las verdaderas realidades. Pero todo esto un día pasará. Lo vemos ahora en la caída de los grandes bancos: este dinero desaparece, no es nada.

Así, todas estas cosas, que parecen la verdadera realidad con la que podemos contar, son realidades de segundo orden. Quien construye su vida sobre estas realidades, sobre la materia, sobre el éxito, sobre todo lo que es apariencia, construye sobre arena. Únicamente la Palabra de Dios es el fundamento de toda la realidad, es estable como el cielo y más que el cielo, es la realidad. Por eso, debemos cambiar nuestro concepto de realismo. Realista es quien reconoce en la Palabra de Dios, en esta realidad aparentemente tan débil, el fundamento de todo. Realista es quien construye su vida sobre este fundamento que permanece siempre. Así, estos primeros versículos del Salmo nos invitan a descubrir qué es la realidad y a encontrar de esta manera el fundamento de nuestra vida, cómo construir la vida. Benedicto XVI

Tener hambre y sed de justicia es, concretamente, tener insaciable deseo de la Palabra de Dios, de la voluntad del Padre, de la carne de Jesús, de su cruz y de su Espíritu. Hambre de la Palabra. No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. (…) Santo Tomás dice que el hambre de la Palabra es una de las señales de la presencia de Dios en el alma justa. A mayor deseo, más íntima presencia de la Trinidad. Cuando las almas llegan a la última etapa de la vida espiritual no aguanta libros ni fórmulas humanas: se nutren sólo de la Palabra de Dios, en la lectura sencilla de la Biblia o en la predicación austera. Mandaré hambre a la tierra, no hambre de pan, sino de oír la Palabra del Señor. A la Palabra de Dios sólo la escuchan las almas silenciosas, la entienden las almas limpias y la reciben las almas humildes. Tres condiciones –silencio, pureza, humildad- que hicieron posible a la Virgen de Nazaret que la Palabra de Dios se encarnara en ella. El teólogo verdadero comienza por imitar a la Virgen. Tener hambre de la Palabra de Dios es tener ardientes deseos de leerla, de oírla, de entenderla, de gustarla, de transmitirla, de realizarla Dichosos los que oyen la palabra de Dios y la realizan. Cardenal Pironio.

Los que mejor entienden la Palabra de Dios son los pobres porque no ponen ninguna barrera a esa palabra que es como una espada de dos filos y te llega al corazón. Y cuanto más pobres de espíritu nos hacemos, mejor la entendemos. Ustedes mismos toman la Biblia, el Evangelio, y pueden decir: “Qué lío esto, no lo entiendo porque no tengo cultura”. Hacé la prueba, quedate tranquilo, abrí, leé y escuchá y te vas a llevar una sorpresa: la Palabra llegó. Esto es muy importante, la Palabra de Dios no solo se escucha por el oído, entra por el oído, o si la leés te entra por los ojos; sino que se escucha con el corazón. Escuchar la Palabra de Dios con corazón abierto. Aquel muchacho bueno que le fue a pedir a Jesús qué tenía que hacer para alcanzar la vida eterna, y Jesús le dice: los mandamientos; y dice: “yo los cumplo”. Jesús lo amó. “Qué puedo hacer más”. Y Jesús le dice lo que tiene que hacer. Y eso no fue escuchado porque tenía el corazón lleno de riquezas.

Una pregunta que uno puede hacerse: ¿Por qué no me llega la Palabra de Dios? ¿Cuándo no llega? Porque tengo el corazón lleno de otra cosa. Un corazón que no escucha. ¿Está claro? Solamente podemos escuchar la Palabra de Dios con el corazón abierto. Papa Francisco

Bella como la luna, resplandeciente como el sol, aguerrida como un ejército alineado.

Ante todo, contemplen a María bella como la luna. Es una manera de expresar su excelsa belleza. ¡Cuán hermosa debe ser la Virgen! Cuántas veces nos ha llamado la atención la belleza de un rostro angelical, el encanto de una sonrisa de niño, el hechizo de una mirada pura. Y ciertamente, en el rostro de su propia madre, Dios ha puesto todos los esplendores de su arte divino. ¡La mirada de María! ¡La sonrisa de María! ¡La dulzura de María! ¡La majestad de María, reina del cielo y de la tierra! Como brilla la luna en el cielo oscuro, así la belleza de María se distingue de todas las demás bellezas, que semejan sombras a su lado. María es la más hermosa de todas las creaturas. En su rostro no se revela tan solo la belleza natural. En el alma de ella ha volcado Dios la plenitud de sus riquezas con un milagro de su omnipotencia, y así ha hecho que aparezca en la mirada de María algo de su dignidad sobrehumana y divina. Un rayo de la belleza de Dios resplandece en los ojos de su madre. ¿No piensan que el rostro de Jesús, ese rostro que los ángeles adoran, debía de reproducir en cierto modo los rasgos del rostro de María? Así el rostro de un hijo refleja los ojos de la madre. ¡Dichoso quien pudiera verte, Madre del Señor, quien pudiera deleitarse ante ti!; ¡si pudiéramos, oh María, permanecer contigo, en tu casa, para servirte siempre!

Pero la Iglesia no compara solamente a María con la luna; recurriendo también a la sagrada Escritura, pasa a una imagen más fuerte y exclama: Tú eres, oh María, resplandeciente como el sol. La luz del sol se diferencia grandemente de la de la luna: es luz que calienta y vivifica. Resplandece la luna en los grandes glaciares del polo, pero el hielo se mantiene compacto e infecundo, como duran las tinieblas y perdura el hielo en las noches lunares del invierno. La luz de la luna no da calor, no da vida. Fuente de luz, de calor y de vida es el sol. Pues bien, María, que tiene la belleza de la luna, resplandece también como un sol, e irradia un calor vivificante. Bajo la luz y el calor del sol florecen en la tierra y dan fruto las plantas; bajo el influjo de la ayuda de este sol que es María fructifican los buenos pensamientos en las almas. Tal vez, en este momento, ustedes se sienten ya llenos del encanto que emana de la Virgen inmaculada, madre de la gracia divina, mediadora de gracias, porque es reina del mundo. ¡Ah, si pudiéramos tener la lengua de los ángeles, para poder expresar la belleza, la grandeza de su reina!

Más aún, la Iglesia toma otra imagen de la sagrada Escritura y la aplica a la Virgen. María es en sí misma bella como la luna, y resplandeciente alrededor de sí misma como el sol; pero contra el «enemigo» es fuerte y aguerrida como un ejército alineado para la batalla. Y he ahí otro aspecto –muy actual– de María: su fuerza en el combate. Después del mísero caso de Adán, el primer anuncio de María, según la interpretación de no pocos santos padres y doctores, nos habla de enemistades entre ella y la serpiente enemiga de Dios y del hombre. De la misma manera que es para ella esencial ser fiel a Dios, lo es el ser vencedora del demonio. Sin mancha alguna, María ha pisoteado la cabeza de la serpiente tentadora y corruptora. Cuando María se acerca, el demonio huye, del mismo modo que las tinieblas desaparecen cuando despunta el sol. Donde está María no está Satanás; donde está el sol, no existe el poder de las tinieblas.

¡Sálvanos, oh María, bella como la luna, resplandeciente como el sol, aguerrida como un ejército en línea, sostenida no por el odio sino por la llama del amor! Así sea. Pío XII

¡Oh tú!, quienquiera que seas, que te sientes arrastrado por la impetuosa corriente de este siglo, y más bien te parece fluctuar entre borrascas y tempestades que caminar por tierra firme, no apartes los ojos del resplandor de esta estrella, si no quieres verte arrastrado por el torbellino. Si se levantaran los vientos de las tentaciones, si tropezaras en los peñascos de las tribulaciones, mira a la estrella, invoca a María. Si te sintieras agitado por las olas de la soberbia, de la ambición, la detracción o la envidia, mira a la estrella, invoca a María. Si la ira, la avaricia, o la concupiscencia de la carne impeliese violentamente la navecilla de tu alma, mira a María. Si turbado ante la enormidad de tus crímenes, confundido ante la fealdad de tu conciencia, aterrado ante el pensamiento del tremendo juicio, comienzas a sentirte sumido en el abismo de la tristeza o en el precipicio de la desesperación, piensa en María.

En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte nunca su nombre de tu boca, no se aparte jamás de tu corazón. Y para que puedas alcanzar el socorro de su oración, no te olvides del ejemplo de su vida. No te desviarás si la sigues; no desesperarás si le ruegas; no te perderás si en ella piensas. Si ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; si ella es tu guía, no te fatigarás; llegarás felizmente a puerto si ella te ampara. Y así, en ti mismo experimentarás con cuánta razón se dijo: Y el nombre de la Virgen era María.  San Bernardo

 

 

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