Celebración con las familias y la comunidad diocesana

Homilía del 6 de agosto de 2016. Fiesta de la Transfiguración del Señor

Mons. Oscar Ojea, obispo de San Isidro, Abadía de Santa Escolástica

Queridos hermanos:

Celebramos con inmenso gozo, en esta fiesta de la Transfiguración del Señor, los 75 años de la venida de las hermanas de esta comunidad de este Monasterio de Santa Escolástica.

La fundación de este Monasterio, está íntimamente ligada a la Abadía de San Benito de Buenos Aires. En los últimos años de la década del treinta, el P. Andrés Azcárate tenía el firme propósito de fundar desde España, con hermanas formadas en España hacer la primera fundación en la Argentina de monjas benedictinas. La situación de la guerra civil española hizo que el proyecto no se pudiera concretar allí, pero sí en Brasil. Y había muchas vocaciones femeninas, y la intuición del P. Azcárate fue muy acertada.

En el Monasterio de Santa María de San Pablo, se formaron las primeras hermanas que vinieron a fundar aquí hace 75 años: la Priora y cuatro monjas de votos solemnes brasileñas, y seis argentinas de votos temporales. Y en el año 1941, en este tiempo, en el mes de septiembre vienen las hermanas aquí: y desde ese tiempo tenemos la gracia de tenerlas con nosotros.

En la primera misa solemne celebrada aquí, el padre benedictino que se encargó de la predicación, citando a Donoso Cortés, decía: “Los que oran hacen más por el mundo que los que combaten. Y si el mundo va de mal en peor, es porque hay más batallas que oraciones. Si pudiéramos penetrar en el secreto de Dios y de la historia, tengo para mí que quedaríamos sorprendidos ante los prodigiosos efectos de la oración en las mismas cosas humanas. Tanta es mi convicción en este punto, que si hubiera una hora de un solo día en la cual la tierra no enviase una oración al cielo, ese día y esa hora serían el último día y la última hora del universo”.

El lugar de la oración en nuestra vida, en la vida de la Iglesia –de modo particular de la oración contemplativa– está expresado claramente en esta búsqueda de Jesús en la montaña para orar: la montaña como el lugar del encuentro con Dios. Y así en el monte Tabor, en el monte de la transfiguración, es cuando el Señor vive esta experiencia extraordinaria de oración junto con Pedro, Santiago y Juan.

El relato del evangelista Lucas, es bastante paralelo al relato de la oración en el Huerto de Getsemaní. Son los mismos apóstoles que lo acompañan –Pedro, Santiago y Juan–, los mismos se adormecen o están cansados, y los mismos son testigos: por un lado del tremendo sufrimiento físico e interior de Jesús en Getsemaní, pero al mismo tiempo revelándose allí la plenitud de su ser humano-divino por la obediencia al Padre y por el acto supremo de amor, de abandono total a la voluntad del Padre. Y por el otro lado, esta manifestación gloriosa –es un anticipo de la resurrección– en la cual se manifiesta la plenitud de la identidad divina de Jesús.

El capítulo 9 del evangelista Lucas comienza prácticamente por una búsqueda de la identidad de Jesús, y Herodes se pregunta quién es Jesús: alguien que ha venido a hablar, algunos dicen que es Elías, algunos dicen que es alguno de los profetas que ha resucitado. Pero ¿quién es Jesús?

Esto lo va a expresar, también en el capítulo 9, san Pedro cuando confiesa el mesianismo de Jesús. Tú eres el Mesías de Dios, dice Pedro: el esperado, aquel a quien todo el pueblo espera. Y Jesús se encarga de corregir este mesianismo que profesa Pedro, agregándole el matiz fundamental del Mesías sufriente. Por eso apenas Pedro confiesa la dignidad, Jesús comienza a anunciar la pasión y lo que significa para sus seguidores, seguir a Jesús: cargar con la cruz.

Y finalmente aparece la transfiguración, como Jesús consolando a los apóstoles acerca de estas cosas que no entendían, que eran muy poco claras: qué tiene que ver el sufrimiento de Jesús con su mesianismo. Y aquí aparece la transfiguración: y Jesús ya no es sólo el Mesías de Dios sino que es el Hijo del Padre, el Elegido, el Hijo único, el Hijo amado y Aquel a quien sólo debemos escuchar. Moisés y los profetas se retiran de la escena, y queda sólo Jesús: es sólo a él a quien debemos escuchar.

Y la oración es escuchar a Dios: recibir a Dios, dejarse transformar por él. Y así Jesús vive para él y para los demás su transfiguración, contagiando esta transfiguración en este sentimiento que se expresa en Pedro: Señor, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas.

La oración como una escucha de la Palabra de Dios. La oración como una experiencia del reconocimiento que hace Dios, de nosotros.

Dice san Juan Pablo II en la Carta a las Familias, una hermosa definición de oración. Dice el Papa santo: “La oración es la situación en la cual, de la manera más sencilla, se revela el recuerdo creador y paternal de Dios: pero no tanto el recuerdo que hace el hombre de Dios, sino más bien el recuerdo de Dios para con el hombre”.

Dios en la oración –y particularmente en la oración contemplativa– nos recuerda: hace memoria de nosotros, va reconstruyendo nuestra historia, nos reconoce. Nunca somos más nosotros mismos que en la oración, nunca vivimos más a fondo nuestra propia identidad que en la oración: porque allí nosotros, al escuchar la Palabra, nos dejamos transformar por el recuerdo creador de Dios.

Y es el Padre que reconoce el amor del Hijo, que en la obediencia filial se entrega a él a través del dolor y el sufrimiento que se expresaba en Getsemaní, es el Padre el que reconociendo ese amor resucita a Jesús por el Espíritu Santo. Y la transfiguración es un anticipo de la resurrección.

También es un anticipo de la resurrección poder llegar a esta casa y ser acogido por la hospitalidad de las hermanas.

Yo quisiera agradecer en nombre de todos mis hermanos obispos, mis hermanos sacerdotes, de todo el santo pueblo fiel de Dios, toda la hospitalidad de las hermanas: al llegar a esta casa, tantos hermanos nuestros necesitados de la alegría con la que ellas contagian la transfiguración que se va produciendo en cada una de ellas a través de la oración contemplativa, la paz y la alegría que transmiten, que son auténticos frutos del Espíritu.

Agradecerles porque tantas generaciones de seminaristas han podido vivir en esta casa su primera Pascua, la celebración de la Semana Santa, y esto seguramente ha quedado grabado en las vidas de muchos de ellos.

Tantas cosas que agradecerles, hermanas, a lo largo de todo este tiempo. Fundamentalmente el agradecimiento de la Iglesia: la vida contemplativa –imprescindible para la Iglesia– que va sosteniendo la vida apostólica, la vida pastoral, la misión de la Iglesia, y sin la cual nuestra tarea no sería fecunda.

Que puedan continuarla a lo largo del tiempo y a lo largo de los años, contagiando ese ser transformadas por el Señor, para que nosotros también podamos experimentar esta gracia de la resurrección, y así aumentar nuestra fe y poder caminar mejor como peregrinos hacia el cielo.

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