Tercera Charla
El descubrimiento de la humanidad de Cristo y sus sentimientos conlleva también el descubrimiento de la propia humanidad del cristiano que debe volcarse entera en el seguimiento de Cristo, no sólo bajo una consagración exterior, sino también interior, dedicándole todos los afectos del alma.
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CORPUS CHRISTI Y SAGRADO CORAZÓN:
SACRAMENTOS DE LA FE CRISTIANA
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La Eucaristía y el descubrimiento de la humanidad del Salvador.
Según el P. Jean Leclercq[1], el siglo XII está marcado por el descubrimiento de la individualidad de la persona humana, cosa que cambia profundamente la perspectiva teológica del misterio cristiano respecto a los primeros diez siglos de la Iglesia. Y los dos grandes centros monásticos, Cluny y Citeaux, pueden ser tomados como paradigmas de dos enfoques de la vida espiritual: mientras en Cluny la tarea del hombre era entrar en el Misterio de Cristo, celebrado en la liturgia, en Citeaux el Misterio entra en el hombre, y se contemplan todas las gamas de resonancias que ello produce en su interior.
Según los mismos estudiosos esta transformación mantuvo durante tres siglos una perspectiva equilibrada entre la dimensión objetiva y subjetiva de la vida espiritual, pero con el paso de los siguientes siglos fue inclinándose hacia un subjetivismo cada vez más fuerte, del cual el actual no deja de ser deudor.
Junto con este cambio de perspectiva espiritual podríamos decir que el cristiano del período patrístico contemplaba en Cristo, en su humanidad, la presencia inefable del Dios omnipotente (Pantocrator) y Rey de la Gloria. En su misma humanidad se contempla la humanidad de un Emperador, Rey sublime sobre todo el Universo[2]. En cambio, el enfoque que comienza a gestarse con los monjes cistercienses hace un giro muy profundo: ellos contemplan en ese Cristo Rey de la Gloria su humanidad, muchas veces tan frágil como la de ellos. Y a este enfoque se van correspondiendo las transformaciones en la liturgia y las artes. El arte sacro, en occidente al menos, deja atrás un hieratismo propio del primer milenio, para adquirir expresiones de sentimientos y rasgos con los que el cristiano expresa su amor y sus afectos más profundos.
Esto llevó también a que la liturgia se vea enriquecida con realidades del misterio de Cristo que el hombre, hasta entonces, no había descubierto. Toda la gama de manifestaciones de la humanidad de Cristo se hará presente en la liturgia eucarística, como fue la devoción a su humanidad, hasta una gran sensibilidad ante sus padecimientos en la Cruz. Es más, por poner la mirada fuertemente en su humanidad, Cristo recibirá el nombre privilegiado de “Jesús”, más en consonancia con su condición humana y carnal. Y, por otra parte, la gran fiesta del Corazón de Jesús, y todo lo que la rodea, serán clara expresión de este movimiento y transformación religiosa que se opera a partir del siglo XI.
La devoción a la humanidad de Jesús, el Salvador.
El giro más profundo en la consideración Eucarística de estos siglos es la devoción hacia la humanidad de Cristo. Uno de los cantos que mejor representan esta nueva perspectiva es el Ave Verum:
Ave verum Corpus natum
de Maria Virgine, vere passum, inmolatum,
in Cruce pro homine, cuius latus, perforatum, fluxit aqua et sanguine…
O Jesu, dulcis; O Jesu pie,
O Jesu filii Mariae |
Salve al verdadero Cuerpo
nacido de la Virgen María que padeció verdaderamente y se inmoló en la Cruz, por los hombres, de cuyo costado traspasado, fluyó sangre y agua.
Oh Jesús, dulce; Oh Jesús, piadoso Oh Jesús, hijo de María. |
Como claramente se manifiesta se trata de un canto al “Cuerpo” nacido de María Virgen, y por ese origen que le es común con todo cuerpo humano, padecerá, será inmolado, su costado traspasado, brotando agua y sangre. Como se puede ver no se trata de cosas nuevas que no estuvieran en el período anterior del primer milenio o bien ausentes en los Evangelios. Al contrario, son cosas bien conocidas, pero que ahora reciben el primer puesto en la consideración del monje y del cristiano.
Sin embargo el canto del Ave Verum presenta dos caras de esta realidad eucarística del Cuerpo de Cristo: por un lado la consideración de la fragilidad de Jesús, nacido de María, que lo hacen sujeto del dolor, de la pasión; la otra es la delicadeza de sentimientos que inspira en aquel que lo contempla de este modo en la Eucaristía. Y esto es lo que pasa a llamarse la devotio (devoción). En el período patrístico la devoción era ante todo el acto de “entregarse y consagrarse a” Cristo, servirlo. “De-votum” implicaba consagrarse con “voto”, de por vida y con toda la vida. Los monjes realizaban sus votos monásticos en el curso de la Eucaristía en la que Cristo se consagraba al Padre.
Ahora la devoción pasa a mirar, de modo privilegiado, la disposición subjetiva del que se consagra y, principalmente su “affectus”, que deben estar en consonancia con los afectos más íntimos de Cristo, que son “dulcis” (dulce), “pie” (piadoso). “A la consideración de los aspectos objetivos se juntan ahora –en un equilibrio delicadísimo y, podemos decir, único – la consideración de los aspectos subjetivos, al sacramentum el affectus, a la historia de la página sagrada (Escritura), la pietas y la devotio”[3]. Detrás de todo ello sigue estando el gran himno paulino “Christus factus”, que comienza así:
Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo:
El cual, siendo de condición divina,
no codició el ser igual a Dios
sino que se despojó de sí mismo
tomando condición de esclavo.
Asumiendo semejanza humana
y apareciendo en su porte como hombre,
se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte
y una muerte de cruz (Fil 2,5-8)
Tal como señala J. Leclercq el descubrimiento de la humanidad de Cristo y sus sentimientos conlleva también el descubrimiento de la propia humanidad del cristiano que debe volcarse entera en el seguimiento de Cristo, no sólo bajo una consagración exterior, sino también interior, dedicándole todos los afectos del alma.
En el seno de la misma Iglesia, fruto de esta nueva sensibilidad por la humanidad de Cristo, comenzarán a nacer a partir del siglo XII las nuevas órdenes religiosas que se ocuparán de un modo especial de aquellos miembros más débiles, pobres, frágiles y necesitados del Cuerpo de Cristo. No se trató de un movimiento socio-político. Como muy bien señala Leclercq, se trató de un movimiento teológico y espiritual el que devolvió una dignidad especial a aquellos hombres que reflejaban de un modo especial la humanidad herida del Salvador.
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La Eucaristía y el anticipo de la Vida Eterna.
Como dijimos, esta nueva consideración del Misterio Eucarístico llevó al nacimiento de la gran Solemnidad de Corpus Christi. La Antífona de primeras Vísperas canta así:
O Sacrum Convivium in quo Christo sumitur. Recolitur memoria passionis eius: mens impletur gratia et futurae gloriae nobis pignus est datus. | Oh, Sagrado Banquete, en el cual Cristo es nuestra comida.
Recordamos el memorial de su Pasión, el alma se llena de gracia y recibimos las primicias de la gloria futura. |
Esta última expresión “recibimos las primicias de la gloria futura” no está siempre debidamente valorada. La Eucaristía, tal como se presenta en la fiesta de Corpus Christi es el alimento para los que peregrinan en este mundo y que, sin embargo, se alimentan del cielo. Esta dimensión del Misterio Eucarístico recibió un fuerte énfasis gracias a la obra de otro autor del siglo XIV: Nicolás Cabasilas (+1371). Laico de origen griego, de la Iglesia Ortodoxa, en su obra La Vida en Cristo, de un fuerte corte paulino, lleva a tal realismo el Misterio de la Encarnación que da nuevas luces sobre el Misterio Eucarístico.
Según Cabasilas, cuya obra se lee hoy en las mismas lecturas patrísticas de la Iglesia Católica, el Misterio de la Encarnación inaugura una economía de la redención cuyas implicancias no siempre se viven en toda su radicalidad. Y es que la economía de la salvación es una realidad que se vive en este mundo, en esta vida, que es la Vida Eterna comenzada. Para ello vino el Hijo de Dios en la condición humana. Y por eso, si bien Dios en su misericordia y generosidad podrá dar la misma recompensa del cielo y del Paraíso al pecador arrepentido en el último momento como si hubiese trabajado toda la jornada completa (cf. Mt 20,1-16), sin embargo hay algo que nunca le podrá ser dado: el haber caminado por esta vida con Cristo, recibiéndolo en el bautismo y en cada Eucaristía de esta vida. Eso es una gracia intransferible e irrepetible, que nadie podrá dar a quien no la tuvo. Es el aceite que las vírgenes prudentes, aunque quisieran, no podrán nunca dar a las necias que no vigilaron durante la noche: no podrán conocer la espera ansiosa y feliz de las otras. Eso nadie podrá restituirles pues sólo ellas podían forjarlo. Para Cabasilas esa es una “ley” que corresponde a la misma lógica del Misterio de la Encarnación.
Aquel niño que recibió el bautismo como recién nacido, que en su infancia se inició en la comunión con el Cuerpo y Sangre de Cristo, y siguió su itinerario por esta vida acompañando por el sacramento de Cristo tiene una gracia especial que nadie podrá reemplazar ni restituir a quien no lo ha tenido, y como ese Cuerpo de Cristo es la vida Eterna comenzada, nada ni nadie podrá dar ese anticipo que, en la vida eterna, recibirá su culminación. Pero ella ha empezado en este mundo.
Dentro de los muchos significados de la fiesta de Corpus Christi, propia del segundo milenio del cristianismo, está este: el hombre peregrino en este mundo, marcha en procesión espiritual acompañado por Cristo, que es la Vida Eterna comenzada.
Y la vida eterna no será sino completar esa misma gracia, cuyos anticipos se reciben en este mundo, en la historia humana.
[1] LECLERCQ J., La dévotion médiévale envers le Crucifié, en La Maison Dieu 75 (1963)
[2] Cf. STUDER B., Cristo Salvador en los Padres de la Iglesia, Salamanca 1993.
[3] PENCO, op. cit. 311. Cf. también LECLERCQ J., Seguimiento de Cristo y Sacramento en la Teología de San Bernardo, en Collectanea Cisrterciensia 38 (1976), 263-282. Ver especialmente PENCO G., Medioevo Monastico. La Spiritualità del martirio nel Medio Evo, Roma 1988 399-410. También PENCO G., Eucarestia, ascesi e martirio spirituale, en Medioevo Monastico, Roma 1988 (Studia Anselmiana 96) 387-398.