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PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Se celebra el 2 de febrero

 

Homilía del cardenal Eduardo F. Pironio
con ocasión del Jubileo de la redención de los religiosos y religiosas

2 de febrebro de 1984, Basílica de San Pedro

 

Bajo la materna mirada de María, la Virgen de la Presentación, nos preparamos a celebrar la gran fiesta de la reconciliación: de la misericordia del Padre, de la conversión personal y comunitaria, de la profunda alegría de una renovada consagración, de una más honda, verdadera y sincera comunión fraterna, de una fiel e intrépida misión apostólica. Cristo, la Iglesia, el mundo esperan de nosotros un gesto simple, sincero, concreto de auténtica renovación.

Hemos celebrado ya el perdón y la paz en la vigilia penitencial. Hemos experimentado el amor del Padre que corrió a nuestro encuentro, se arrojó a nuestro cuello y nos besó. Hemos saboreado la alegría del perdón. Sentimos ahora la necesidad de alabar a Dios con María ¡Magnificat anima mea Dominum! y de gritar al mundo que somos verdaderamente felices: porque hemos creído en el amor que Dios nos tiene, porque hemos acogido la Palabra de Dios y tratamos de realizarla, porque hemos sido llamados a vivir en plenitud de las bienaventuranzas, porque somos enviados de nuevo al mundo para ser testigos de Cristo resucitado.

A nuestra fiesta de la reconciliación falta aún la plenitud del encuentro en la Eucaristía de mañana. Mientras tanto nos ponemos en el corazón de María, la Virgen de la escucha y de la oración, la Virgen de la ofrenda y del don, la Virgen de la contemplación y del servicio. A su luz, como “mujer nueva”, “madre del Hombre nuevo” (M.C.), como “principio e imagen de la Iglesia”, como “Madre del Redentor”, yo quisiera subrayar la urgencia de una renovación profunda en nuestra vida consagrada personal y comunitaria. Cristo, la Iglesia, el mundo esperan de nosotros una renovación de nuestra consagración, de nuestra comunión, de nuestra misión.

1. Cristo: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin” (Ap 21, 6).

Cristo es el comienzo y el término de nuestra vida consagrada. Hemos sido llamados por Él (“No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros”: Jn 15, 16), para seguirle radicalmente a Él, a fin de llevar los frutos de la salvación al mundo. Hemos sido consagrados por Dios mediante el ministerio de la Iglesia en el momento de nuestra profesión. Nuestra vida se convierte en un total seguimiento del Cristo casto, pobre, obediente hasta la muerte. Nuestra consagración exige una profunda y progresiva configuración con la muerte y resurrección de Cristo. Somos testigos del Resucitado: celebramos y proclamamos con nuestra vida el misterio pascual de Cristo: para la salvación integral del hombre, para la gloria definitiva del Padre.

Nos preguntamos en este momento cómo hemos vivido la alegría de nuestra consagración. Si los hombres –si los cohermanos y cohermanas– han descubierto a Cristo en nosotros: un Cristo adorador del Padre, en continua oración contemplativa, en plena disponibilidad a la voluntad del Padre. Un Cristo Siervo sufriente del Señor, hecho hombre, hecho esclavo, hecho obediente hasta la muerte. Un Cristo amigo que da la vida por sus hermanos. Un Cristo Hijo de Dios que reconcilia el mundo con el Padre por la sangre de la cruz.

La pregunta aquí es una sola: ¿Quién es Cristo para nosotros? “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.

2. La Iglesia: “Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, bajar del cielo, de Dios, embellecida como una novia engalanada en espera de su esposo… Esta es la morada de Dios entre los hombres” (Ap 21, 2-3).

La vida consagrada expresa fuertemente la alianza de Dios con los hombres: “Ellos serán su pueblo y Él será Dios-con-nosotros” (Apoc 21, 3). La vida consagrada es un modo específico de ser Iglesia; nace de la comunión de la Iglesia fecundada como María, por obra del Espíritu Santo. Por eso la comunión es esencial a la vida consagrada. Supone siempre dos cosas: fidelidad dinámica al propio carisma, comunión profunda con todo el Pueblo de Dios presidido por los Pastores.

Nos preguntamos ahora: ¿Qué sentido de Iglesia hemos tenido? ¿Qué Iglesia hemos amado, servido, edificado? ¿Cómo hemos vivido la alegría de la comunión al interior de la comunidad del instituto, de todo el Pueblo de Dios? ¿Las relaciones con nuestros Pastores han tenido un sentido de filial comunión?

Hoy, Señor, nos comprometemos a vivir el misterio de la Iglesia: de la Iglesia sacramento de Cristo pascual, de la Iglesia comunión del pueblo de Dios, de la Iglesia, sacramento universal de salvación.

3. El mundo: “Vi luego un nuevo cielo y una nueva tierra, pues el primer cielo y la primera tierra y el mar, ya no existen” (Ap 21, 1).

Ahora se trata de construir un mundo nuevo: un mundo donde habite la justicia y encuentre su morada la paz; un mundo que sea verdaderamente una nueva “civilización del amor”. El mundo espera mucho de nosotros los religiosos. La vida consagrada debe ser un testimonio de amor, una profecía de esperanza. Hay dos peligros: huir del mundo, identificarse con el mundo. “Estar en el mundo, pero sin ser del mundo”. Como Cristo amar este mundo de la historia y de los hombres; somos enviados, como Cristo, no a condenar, sino a salvar el mundo.

Hoy nos preguntamos por el sentido de nuestra misión apostólica. Si hemos sido sensibles a los problemas de los hombres, a sus sufrimientos, a sus expectativas. Si hemos sido portadores de Cristo, comunicadores de salvación, testigos de esperanza. Nos comprometemos a vivir la alegría de nuestra misión. A amar el mundo con el corazón de Cristo, a iluminar la historia con la luz de Cristo, a salvar a los hombres con el Evangelio de Cristo.

Queridísimos religiosos y religiosas: Hoy es un momento decisivo, privilegiado y único. El Señor quiere de nosotros hombres nuevos, mujeres nuevas: capaces de construir en la justicia y en la paz, en la verdad y el amor, un mundo nuevo. El Señor espera de nosotros una renovación de nuestro gozo: “Estad alegres en la esperanza”. “Alegraos siempre”. Con la alegría de la consagración, de la comunión, de la misión.

Nos acompañe siempre y nos ayude Aquella a quien hemos cantado al comienzo de las Vísperas como “Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre del perdón, Madre de esperanza y Madre de gracia, Madre llena de santa alegría, oh María”.

 

De L’Osservatore Romano del 12 de febrero de 1984/ n. 789/ p. 10

 

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