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Los laicos cristianos, constructores de la sociedad

LOS LAICOS CRISTIANOS,
CONSTRUCTORES DE LA SOCIEDAD

Queridos hermanos y hermanas, queridos amigos todos, en Cristo el Señor:

Quisiera que la reunión de esta noche tuviera un clima de mucha sencillez, de mucha fraternidad y de mucha oración. El Señor está en medio de nosotros porque nos hemos reunido en su nombre, el Espíritu habla y actúa dentro; pide de nosotros una plena disponibilidad de respuesta. Nos disponemos, entonces, a escuchar y acoger la Palabra del Señor. Por eso me gustaría comenzar esta conversación con ustedes en un clima de oración leyendo dos textos de la Sagrada Escritura: uno de la Segunda Carta de San Pablo a los Corintios y otro tomado del Evangelio de San Lucas. Me parece que así puede precisarse mejor la identidad del laico como presencia de Cristo en el mundo, como constructor de la sociedad, testigo y profeta del Reino en medio de las ocupaciones cotidianas; y al mismo tiempo, puede quedar reafirmada la misión del laico que continúa la misión evangelizadora de Jesús anunciando la alegre noticia del Reino, proclamando el Evangelio de la gracia y de la redención.

El primer texto, como dije, está tomado de la segunda Carta a los Corintios, en el capítulo 3, versículos 2 y 3. “Ustedes, dice San Pablo, son nuestra carta, una carta escrita en nuestro corazón, conocida y leída por todos los hombres. Evidentemente ustedes son una carta que Cristo escribió por ministerio nuestro, no con tinta sino con el Espíritu del Dios viviente, no en tablas de piedra, sino de carne, es decir, en los corazones“. San Pablo está escribiendo preferentemente a laicos, a toda la comunidad cristiana de Corintio, una comunidad, al mismo tiempo, santa y necesitada de purificación, como toda la Iglesia. El Concilio dice que la Iglesia es santa y al mismo tiempo necesitada de conversión (L.G. 8). Pablo a esta comunidad le dice: “ustedes son una carta de Cristo“. Me gusta referirme sobre todo al laico comprometido en el mundo con esta expresión “ustedes son una carta de Cristo“. Una carta de Cristo escrita por el ministerio apostólico. San Pablo dice: “ustedes mismos son nuestra carta“, una carta escrita “por ministerio nuestro“. La tarea del sacerdote es formar a Cristo en el corazón del laico, para que el laico haga presente a Cristo en la realidad temporal. Toda la Iglesia está insertada en el mundo, toda la Iglesia es Sacramento universal de salvación; pero de un modo muy particular a través del laico que, como dice muy bien Puebla, “es el hombre de Iglesia en el corazón del mundo y el hombre del mundo en el corazón de la Iglesia” (P.786).

San Pablo dice que el cristiano es una “carta de Cristo“; lo cual supone toda una serie de transformaciones en Cristo o una transformación cotidianamente nueva en la santidad. Cuando hablamos del laico como constructor de la sociedad, subrayamos ante todo un progresivo crecimiento del laico en Cristo, una maduración interior que se hace a través del dinamismo de la gracia por la acción fecunda de la fe, la esperanza y la caridad y a través de los Sacramentos. “Carta de Cristo“. El mundo tiene derecho a reconocer a Cristo en la persona, en los gestos, en la palabra de cada laico. Tiene derecho, ciertamente, a reconocer a Jesús en cada uno de nosotros, cristianos -sea obispo, sacerdote, sea religiosa o laico-. Pero los que viven inmediatamente en la realidad temporal, en el ambiente de la familia, del trabajo, de la profesión, del deporte, de la sociedad en general, tienen que estar manifestando más concretamente a Cristo; el mundo tiene derecho a exigir esta transparencia del Señor. Quedaría así un poco más delineada la identidad del laico que, como voy a describir más adelante, es miembro del Pueblo de Dios, insertado en Cristo por el Bautismo, y que realiza su vocación a la santidad en lo cotidiano de la historia.

El segundo texto, tomado del Evangelio de San Lucas, es el famoso texto de la misión del Profeta. Jesús, el gran profeta, retoma las palabras de Isaías: “Vino a Nazareth donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día sábado y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del Profeta Isaías y desenrollándolo, halló el pasaje donde estaba escrito:”El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido, me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Noticia, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”. Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. Todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: “Esta Escritura, que acabamos de oír, se ha cumplido hoy”. (Lc. 4,16-21).

Yo creo que esta apropiación de la misión del Profeta que Jesús hace, en la sinagoga de Nazareth, la podemos hoy retomar para cada uno de nosotros, cristianos, bautizados, incorporados al pueblo sacerdotal y profético de Cristo, enviados a anunciar al mundo de hoy la Buena Noticia del Reino y a llevar la liberación a los oprimidos. Esto exige una unción profunda del Espíritu. “El Espíritu me ha ungido…” y “el Padre me ha enviado…”. Cada uno tiene que sentir que es enviado por Cristo y que necesita ser cotidianamente movido por el Espíritu.

En este marco en el que descubrimos la identidad del laico como carta de Cristo en medio del mundo y en el que comprendemos su misión de anunciar la alegre noticia del Reino de Jesús en medio del mundo, podemos hablar de los laicos como constructores de la sociedad.

Desearía, antes de entrar en el tema mismo, hacer tres observaciones previas:

a.- Lo esencial del tema: no se trata de algo circunstancial, que es válido en determinado momento de la historia, cuando hay crisis en la sociedad y se llama particularmente al laico a crear nuevas estructuras, a transformar las estructuras existentes, a construir lo que Juan Pablo II, siguiendo a Pablo VI, llama “civilización de la verdad y del amor”; no se trata de algo circunstancial histórico. Se trata de algo esencial que arranca de la realidad misma del cristiano llamado esencialmente al apostolado, y su apostolado está dentro de las estructuras temporales. Pablo VI, en el número 70 de la Evangelii Nuntiandi, con una frase, quizás atrevida -con ese atrevimiento realista de los profetas de Dios- dice que la tarea “primera e inmediata” de los laicos “no es la institución y el desarrollo de la comunidad eclesial -esa es la función especifica de los Pastores- sino el poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas, escondidas pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo“. El campo propio de su actividad evangelizadora es el mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura.

b.- La urgencia histórica del tema. El laico está llamado a construir el Reino de Dios en la ciudad de los hombres. Pero hay momentos particularmente significativos que urgen la presencia del laico. Estamos a fines de un siglo, se anuncia un siglo nuevo que tiene que ser construido muy particularmente por el compromiso cristiano, evangélico y evangelizador de los laicos. Otra urgencia histórica nos la da la misma proximidad del Sinodo del 87 que versará sobre la vocación y la misión de los laicos. Eso lleva a profundizar el tema de la identidad del laico, particularmente en su identidad secular, a comprometer a los laicos a que asuman su tarea como constructores de la sociedad. La coyuntura histórica de un país, en un momento particularmente difícil, puede hacer más urgente el compromiso concreto del laico.

c.- Una última observación previa es: la unidad interior de este tema: el laico cristiano constructor de la sociedad. La construye como cristiano, es decir, a partir de Cristo, viviendo hondamente en Cristo y como miembro de la Iglesia, siendo esencialmente Iglesia. Por eso cuando hablo del laico insisto en tres dimensiones que hacen el ser del laico y que tienen que darse simultáneamente. El laico es un ser en Cristo, un ser en la Iglesia y un ser en el mundo. Las tres dimensiones tienen que darse juntas. Ser en Cristo: es un bautizado, incorporado a Cristo, su vida es Cristo. Tiene que ir necesariamente creciendo en Cristo por el ejercicio de las virtudes teologales, por la recepción de los sacramentos, por el impulso del Espíritu en su interior. Tiene que ir creciendo en Cristo. Pero lo hará en la medida en que se compromete a realizar su tarea cotidiana en la familia, en la profesión, en el orden social, en lo político, es decir, totalmente inmerso en la realidad temporal, que es el ámbito propio del laico. Al mismo tiempo -incorporado a Cristo, inmerso en la realidad temporal- es Iglesia. El laico no sólo pertenece a la Iglesia, el laico es Iglesia; en comunión con los Pastores, con los sacerdotes, con los religiosos y las religiosas, con todos los bautizados, el laico forma la Iglesia-comunión.

El Sínodo del año próximo sobre la vocación y misión de los laicos, será un gran Sínodo, porque tiene como tema central la Iglesia. El verdadero tema del próximo Sínodo no es, a mi juicio, el laico, sino que es otra vez la Iglesia, y, en la comunión eclesial, la identidad, la vocación y misión del laico en la Iglesia y en el mundo.

Si nos quedamos en una descripción del laico como sector separado, como formando un compartimiento en la Iglesia junto a los religiosos, a los sacerdotes y a los obispos, no entenderemos nunca el ser profundo del laico que nace de la comunión misma eclesial. Tres realidades: Cristo, Iglesia, mundo que tienen que darse simultáneamente, vivencialmente, en el laico. Crecerá el laico como constructor de la sociedad en la medida en que crezca su comunión en la Iglesia y en la medida en que vaya creciendo en santidad inmerso en Cristo.

Entonces, tendríamos una descripción, si no definición propia, del laico con estas palabras: el laico es el miembro del pueblo de Dios, insertado en Cristo por el bautismo, que realiza su vocación y misión en el ámbito de las realidades temporales. Supone una visión de la Iglesia que es, al mismo tiempo, sacramento del Cristo Pascual, sacramento de unidad (por consiguiente, eclesiología de comunión) y sacramento universal de salvación (por consiguiente, eclesiología de misión).

El último Sínodo, recogiendo toda la doctrina conciliar sobre la Iglesia, ha marcado fuertemente estas tres líneas: una eclesiología cristocéntrica, una eclesiología de comunión y una eclesiología de misión. Es muy importante concebir la figura del laico en el contexto de esta eclesiología.

En esta dimensión de una Iglesia presentada como cristocéntrica, como comunión y como misión, yo propongo estas tres líneas del laico. Una primera línea es esta: el laico como discípulo de Cristo; segundo, el laico como testigo y profeta desde el interior de la Iglesia comunión; tercero, el laico como constructor de la sociedad de los hombres. Pero, repito, las tres líneas se tienen que ir dando simultáneamente. Yo las distingo aquí precisamente para ir subrayando dimensiones esencialmente complementarias. No las separo, las distingo.

I.- El laico, como discípulo de Cristo.

Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños” (Mt. 11,25).

Es muy importante subrayar esta referencia del laico con respecto a Cristo. Sea la Lumen Gentium, sea el Decreto sobre el Apostolado de los Laicos, marcan esta relación esencial del laico con Cristo. El último Sínodo, hablando de la Iglesia, empieza subrayando el cristocentrismo, o sea, una Iglesia que es, ante todo, Misterio de Cristo. La Iglesia no tiene sentido sino a partir de Cristo. Van inseparablemente unidas estas dos afirmaciones que presentan a la Iglesia como Misterio de Cristo y como Pueblo de Dios. Se complementan, se enriquecen, se exigen.

Hay que subrayar este aspecto del laico como discípulo de Cristo. ¿Qué significa? Es el laico como el creyente, como el orante, como el fiel. Tal vez habíamos desvalorizado un poco la palabra “fieles”, como contraponiéndola a los “pastores”. Fiel es el discípulo del Señor; discípulo del Señor es el obispo, el Papa, el sacerdote, la religiosa, todo bautizado. La primera exigencia de un discípulo es escuchar, acoger al Señor, ponerse a la escucha del Señor. Laico es aquel que sigue a Cristo, pero porque lo escucha, porque lo acoge. Pienso en María, la humilde servidora del Señor, que acoge la palabra y sigue, desde el silencio, al Señor. Figura entre los discípulos del Señor: “mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc. 8,21). Es muy importante esta primera afirmación del laico como discípulo de Cristo; por consiguiente, el creyente; por consiguiente, el orante; por consiguiente, el fiel.

¿Qué exige esto para el laico como discípulo? Escuchar la Palabra, en primer lugar; escuchar la Palabra que nos es dicha a través de la Escritura Santa. Escucharla con un corazón silencioso, acogerla con un corazón pobre, entregarse a ella con un corazón disponible. El laico es aquel que es discípulo y por consiguiente escucha y acoge la Palabra, la Palabra que no sólo le es dicha por la Escritura Santa sino que también le viene a través de los acontecimientos de la historia. El cristiano que inmerso en los acontecimientos de la historia, comprometido, desde su fe, con la realidad temporal, tiene que ir constantemente acogiendo al Señor que se le va manifestando en la realidad social y política en cada país. Saber descubrir, escuchar y acoger al Señor en la realidad histórica, social y política, en la realidad cultural tal como se va dando en los distintos lugares, en los distintos espacios del mundo y de la historia.

Es también importante escuchar y acoger la Palabra a través de nuestros hermanos, a través de su exigencia, su lenguaje, su sufrimiento. Hay una palabra de Dios que nos es dicha desde los pobres, una palabra de Dios que nos es dicha muy fuertemente desde aquellos que sufren: que sufren la injusticia, que sufren la miseria, que sufren la opresión, que sufren la soledad, que sufren la enfermedad. Hay una palabra de Dios que nos es dicha desde cada persona en soledad, que no tiene cómo comunicarse, pero cuya existencia es una fuerte comunicación de Dios a los demás.

El laico es el discípulo; por consiguiente, éste tiene que tener una gran capacidad contemplativa para escuchar y acoger la palabra que le es dicha -repito- en el sufrimiento y desde la existencia misma de seres necesitados y pobres. Dios nos habla desde allí.

¿Qué significa además el laico-discípulo? Es un hombre que es constantemente movido por el Espíritu de Dios. Nosotros nacemos en Cristo por el agua y por el Espíritu Santo (cfr. Jn. 3,5). Pensamos a veces que “la vida según el espíritu” es algo específico y propio de las almas consagradas, de los religiosos. No, es una realidad esencial en cada uno de los cristianos, en cada uno de los laicos. Cada bautizado tiene que ser constantemente animado, movido, conducido por el Espíritu de Dios. Es el Espíritu de Dios el que nos interioriza en la verdad completa. Por consiguiente el que nos lleva a penetrar profundamente en la verdad que es Cristo, en la verdad de la Iglesia y en la verdad del hombre. Juan Pablo II nos habla, al comenzar la Conferencia de Puebla, de esta triple verdad: la verdad sobre Cristo, la Verdad sobre la Iglesia, la verdad sobre el hombre.

Queridos amigos, si queremos ser constructores de la ciudad temporal, tenemos que ser hombres que saben penetrar, por el Espíritu, en la verdad completa. No se puede construir una sociedad si no es partiendo de una interiorización contemplativa de Cristo, de la Iglesia y de la realidad sufriente de los hombres. Queremos construir la civilización del amor, pero tenemos que penetrar en la verdadera realidad causal del sufrimiento de los hombres. Es el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, el que nos conduce y nos hace descubrir, vivir y asumir plenamente la verdad. En la verdad seremos liberados (cfr. Jn. 8,31). Y la misma libertad interior nos ayudará a seguir deseando y buscando la Verdad completa. Me parece que aquí está a veces la falla de muchos cristianos -incluso sacerdotes y religiosos- que parcializan la verdad; o hacemos una verdad desencarnada y nos contentamos con estudiar el misterio de Cristo sin penetrarlo sabrosamente en toda su integridad, o bien parcializamos la verdad reduciéndola a una mirada superficial del hecho histórico, sin tratar de profundizarlo en su raíz y de interpretarlo desde la fe, desde Cristo mismo que es la realidad suprema de la historia. “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado” (G. S. 22).

El laico discípulo es un hombre que se deja llevar por el Espíritu. Por eso me gusta que en el Documento de trabajo que han preparado para el Encuentro Nacional de Punta de Tralca, hayan insistido mucho en esta acción del Espíritu que, repito, nos introduce en la verdad completa. Pero no sólo nos introduce en la verdad, sino que es el Espíritu que nos da el coraje, la fortaleza y la esperanza.

Un laico constructor de la sociedad tiene que ser un hombre fuerte, un hombre lleno de coraje evangélico, lleno de esperanza y esto nos lo da el Espíritu Santo. Nos hacen falta, sobre todo en momentos difíciles, cristianos muy serenos, cristianos muy fuertes, cristianos muy comprometidos con la historia y, al mismo tiempo, muy comprometidos con Cristo desde el corazón de la Iglesia. Nos hace falta para eso el Espíritu de fortaleza.

Finalmente el Espíritu Santo es el Espíritu de la comunión, de la reconciliación, de la unidad y de la paz. El Espíritu Santo nos hace falta para construir una sociedad nueva en base a la verdad, a la justicia, al amor. Sólo así tendremos una sociedad inquebrantablemente unida en la paz.

Laico-discípulo, significa también un “hombre pascual”, es decir, un hombre que -porque vive a Cristo, porque ha revestido plenamente a Cristo- es un hombre que sabe sufrir el dolor de los hombres, compadecerlo, compartirlo; pero al mismo tiempo sabe irradiar la profundidad pascual de su alegría: una alegría que no es superficial o transitoria, una alegría que no nace de las cosas porque van bien; es una alegría esencial que tiene sus raíces en la profundidad de la oración y en la fecundidad de la cruz. Hombre pascual, el laico es un hombre de oración, un hombre de cruz, un hombre que vive e irradia cotidianamente las bienaventuranzas evangélicas. Por consiguiente, es un hombre -como fiel discípulo de Jesús y como creyente- de corazón pobre que tiene hambre y sed de justicia, que es fuerte y manso, que tiene un corazón misericordioso y limpio, que se compromete a construir activamente la paz y que sabe sufrir persecución por la justicia. Sería bueno profundizar este tema: el laico, como discípulo, realizador en el mundo de las bienaventuranzas evangélicas.

II.- El laico como testigo y profeta.

Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes y serán mis testigos” (Hech. 1,8)
“La sabiduría “entra en las almas santas, para hacer de ellas amigos de Dios y profetas” (Sab. 7,27).

Es la dimensión del laico desde el interior de la Iglesia-comunión. El laico tiene una tarea que realizar en el interior de la comunidad eclesial. Le corresponde hacer crecer a la comunidad eclesial con el aporte de su fe vivida y traducida en obras, de su esperanza firme e inquebrantable, de su amor con fatiga, como dice el apóstol Pablo a los Tesalonicenses (cfr. 1Tes. 1,3). Es un hombre que hace crecer a la comunidad eclesial desde la realización de su propia santidad en el mundo específico de lo laico, llamado a la santidad en la familia, en el trabajo, en el compromiso político. Un hombre que trata de crecer constantemente en Dios y así hacer crecer a la comunidad eclesial. Es un hombre que irradia su fe en el interior de su comunidad eclesial que es una comunidad litúrgica, una comunidad fraterna, una comunidad que sirve en la diaconía de la caridad.

Pero cuando hablamos del laico profeta y testigo en el interior de la comunidad eclesial, queremos indicar otra cosa y es que tiene que ser profeta desde la comunión eclesial. Hoy es fácil multiplicar la palabra profeta. Para los hombres es fácil autotitularse profeta. Pero un profeta no se improvisa, un profeta nace siempre desde el seno de una comunión eclesial; y el profeta dice cosas que aunque provoquen momentáneamente tensiones y rupturas, tienden a crear la unidad. El profeta es una persona que grita desde el interior de una comunidad y llama necesariamente a la reconciliación, a la verdad, al amor…

Profeta, hombre de amor y de esperanza. Testigos de la Resurrección del Señor desde la comunión eclesial. Todo esto supone vivir esta comunión eclesial en unión estrechísima con los Pastores, cada uno viviendo su identidad específica, en comunión con los religiosos y religiosas, con los restantes miembros del pueblo de Dios. Repito, desde la fidelidad a la propia e irrenunciable vocación y misión secular.

El laico profeta y testigo. Se podrían decir muchas cosas sobre el laico profeta y testigo en la Iglesia. Quiero simplemente indicar cómo hay determinados canales u órganos de esta comunión: los consejos nacionales o diocesanos de laicos, pero sobre todo los consejos pastorales parroquiales y diocesanos que tienen una clara exigencia de participación y comunión para los laicos. El laico tiene que estar presente allí no sólo para ejecutar los planes pastorales sino también para pensarlos y evaluarlos. El laico participa activamente en la edificación de la Iglesia. “También ustedes, a manera de piedras vivas, déjense edificar como una casa espiritual, para ejercer un sacerdocio santo y ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo” (1Ped. 2,5).

III.- El laico como constructor de la ciudad temporal.

Lo que el alma es en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo” (Carta a Diogneto, 6).

Repito que, aunque sean distintas, estas tres líneas se dan simultáneamente. Lo primero que quiero subrayar es que el único modo de evangelizar para los laicos es comprometerse cotidianamente a construir la sociedad. Y que la construcción de la sociedad, no es únicamente tarea de algunos pocos sino de todos los cristianos que viven en el mundo de la familia, del trabajo, de la profesión, y que tratan de vivir con hondura cristiana y en comunión plena de Iglesia, su vocación de santidad y de evangelización. Evangelización íntimamente conectada con todo lo que es promoción humana, liberación plena y auténtica, de todo el hombre, en toda su dimensión, personal y social, temporal y eterna. Vivir como Cristo, anunciando la alegre noticia del Reino y llevando la libertad a los oprimidos. Es el mensaje del Evangelio que hemos leído al comienzo de nuestra charla.

Esta construcción de la sociedad exige la presencia cotidianamente nueva del laico en las realidades temporales como su campo específico. Con esto digo dos cosas: que la presencia del laico -nacido en Cristo por el bautismo- tiene que ser cotidianamente “recreada” por el Espíritu; y que el ámbito de su existencia y acción lo constituye el mundo de las realidades temporales. Ese es su espacio de santidad y de apostolado. El laico está insertado en el mundo no por resignación o negligencia de una vocación más alta (porque no tiene fuerzas o talento para ser sacerdote o religioso, por ejemplo). Está ahí porque Dios lo ha predestinado desde toda la eternidad a ser laico, a vivir su vocación divina dentro de las estructuras temporales (la familia, el trabajo, la cultura, los medios de comunicación social, la realidad social, la política, el orden internacional).

Creo que después del Concilio se ha ahondado bastante la conciencia del laico como constructor de la comunidad eclesial, pero tal vez no se haya ahondado tanto la dimensión secular, es decir el laico comprometido a construir la sociedad desde una presencia evangélica y evangelizadora en el orden de las realidades temporales.

La gran esperanza para el próximo Sínodo es ésta: que se ahonde la dimensión secular del laico. Tal vez haya sido más fácil para el laico quedarse exclusivamente en el orden de las realidades intraeclesiales. Tal vez se haya animado a los laicos a participar en la liturgia y en la catequesis y todo esto está bien: hay que seguir haciéndolo y hay que ahondar en el misterio de Dios en la liturgia y en la proclamación de la Buena Nueva, en la catequesis; pero hace falta comprometer más a los laicos en el orden de las realidades temporales, en el ordenamiento social, en el mundo de la política.

Finalmente, hablando de esta dimensión o de esta línea del laico como constructor de la sociedad, me parece que no se puede dejar de tocar lo que el Sínodo Extraordinario llamó “la teología de la cruz”. Quizás a algunos les asuste y a otros los desoriente; pareciera que esta teología de la cruz tendría que haber sido proclamada al comienzo, cuando se habló del cristiano, del laico como discípulo del Señor. Ciertamente allí tiene también su lugar esencial: somos discípulos del crucificado. “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y que me siga” (Lc. 9,23).

No se puede ser discípulo del Señor -por consiguiente, cristiano laico verdadero- si no es desde la cruz, desde la hondura del Misterio Pascual de Jesús. Pero la teología de la cruz se inserta también esencialmente en la relación Iglesia-mundo. Cristo reconcilia al mundo con el Padre por medio de la cruz. La teología de la cruz supone que el cristiano laico se abra a la cruz del hombre en la historia; que tenga capacidad contemplativa para descubrir cómo el Señor va completando su Pasión mientras dura la historia; cómo el dolor, el sufrimiento de los hombres, la cruz tiene un sentido de esperanza pascual en la Resurrección del Señor. Hablar de la teología de la cruz es hablar de una teología de la esperanza; hablar de la teología de la cruz es hablar de la misión de la Iglesia, insertada plenamente en el mundo como “sacramento universal de salvación”. Pero entonces, esto nos lleva, necesariamente, a volver al punto primero: a ser otra vez aquí “el discípulo” que escucha y que acoge al Señor, que sigue peregrinando con el hombre que sufre y que espera. Se necesita una gran sabiduría y santidad para saber descubrir y acoger al maestro crucificado en la historia de los hombres.

Esta visión de la teología de la cruz nos lleva necesariamente a profundizar algunos nuevos signos de los tiempos. El último Sínodo habló de ello. Ustedes recuerdan que el Concilio había hablado de “signos de los tiempos”; por ejemplo, los cambios rápidos, universales, acelerados (cfr. G.S.4). Hoy hay signos nuevos de los tiempos: la pobreza, la violencia, las torturas, el terrorismo, la injusticia, la opresión, son signos de los tiempos. Hacen faltan laicos fieles al Señor, orantes y contemplativos, que desde la profundidad de la fe y de la contemplación puedan descubrir estos signos nuevos de los tiempos y sepan ver por dónde pasa el Señor: para escucharlo, acogerlo y construir con Él la nueva civilización del amor.

Pido al Señor que aquí, en Chile, envíe su Espíritu abundantemente sobre la Iglesia para que suscite laicos generosos y ardientes que sean simultáneamente fieles discípulos de Cristo (por consiguiente le escuchen y le acojan); que sean, al mismo tiempo, ardientes testigos y profetas desde la comunión eclesial y que estén generosamente comprometidos, sin miedo, a construir una sociedad nueva, una civilización de la verdad y el amor.

Eduardo F. Card. Pironio
Santiago de Chile, 13 de agosto de 1986

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