XXXIII Domingo del Tiempo Durante el Año. Ciclo B

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Dejemos que este fresco de Miguel Ángel nos hable hoy, atrayéndonos hacia la meta última de la historia humana. El Juicio universal, que podéis ver majestuoso, recuerda que la historia de la humanidad es movimiento y ascensión, es tensión inexhausta hacia la plenitud, hacia la felicidad última, hacia un horizonte que siempre supera el presente mientras lo cruza. Pero con su dramatismo, este fresco también nos pone a la vista el peligro de la caída definitiva del hombre, una amenaza que se cierne sobre la humanidad cuando se deja seducir por las fuerzas del mal. El fresco lanza un fuerte grito profético contra el mal, contra toda forma de injusticia. Sin embargo, para los creyentes Cristo resucitado es el camino, la verdad y la vida; para quien lo sigue fielmente es la puerta que introduce en el “cara a cara”, en la visión de Dios de la que brota ya sin limitaciones la felicidad plena y definitiva. Miguel Ángel ofrece así a nuestra vista el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin de la historia, y nos invita a recorrer con alegría, valentía y esperanza el itinerario de la vida. Así pues, la dramática belleza de la pintura de Miguel
Ángel, con sus colores y sus formas, se hace anuncio de esperanza, invitación apremiante a elevar la mirada hacia el horizonte último. El vínculo profundo entre belleza y esperanza constituía también el núcleo fundamental del sugestivo Mensaje que Pablo VI dirigió a los artistas al clausurar el concilio ecuménico Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965: “Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, c
omo la verdad, es lo que pone la alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une las generaciones y las hace comunicarse en la admiración. Y todo ello por vuestras manos… Recordad que sois los guardianes de la belleza en el mundo”.

BENEDICTO XVI

Oración Colecta: Señor y Dios nuestro, concédenos vivir siempre con alegría bajo tu mirada, ya que la felicidad plena y duradera consiste en servirte a ti, fuente y origen de todo bien. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

 De la profecía de Daniel 12,1-3

En aquel tiempo, se alzará Miguel, el gran Príncipe, que está de pie junto a los hijos de tu pueblo. Será un tiempo de tribulación, como no lo hubo jamás, desde que existe una nación hasta el tiempo presente. En aquel tiempo, será liberado tu pueblo: todo el que se encuentre inscrito en el Libro. Y muchos de los que duermen en el suelo polvoriento se despertarán, unos para la vida eterna, y otros para la ignominia, para el horror eterno. Los hombres prudentes resplandecerán como el resplandor del firmamento, y los que hayan enseñado a muchos la justicia brillarán como las estrellas, por los siglos de los siglos.

Salmo responsorial: Sal 15,5.8-11

R/ Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. R/

Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena: porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. R/

Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha. R/

De la carta a los Hebreos 10,11-14.18

Hermanos: Los sacerdotes del culto antiguo se presentaban diariamente para cumplir su ministerio y ofrecer muchas veces los mismos sacrificios, que son totalmente ineficaces para quitar el pecado. Cristo, en cambio, después de haber ofrecido por los pecados un único Sacrificio, se sentó para siempre a la derecha de Dios, donde espera que sus enemigos sean puestos debajo de sus pies. Y así, mediante una sola oblación, Él ha perfeccionado para siempre a los que santifica. Y si los pecados están perdonados, ya no hay necesidad de ofrecer por ellos ninguna oblación.

Evangelio según san Marcos 13,24-32

Jesús dijo a sus discípulos: En aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán. Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria. Y Él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte. Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta. Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre.»

Hemos llegado a las últimas dos semanas del año litúrgico. Demos gracias al Señor porque nos ha concedido recorrer , una vez más, este camino de fe —antiguo y siempre nuevo— en la gran familia espiritual de la Iglesia. Es un don inestimable, que nos permite vivir en la historia el misterio de Cristo, acogiendo en los surcos de nuestra existencia personal y comunitaria la semilla de la Palabra de Dios, semilla de eternidad que transforma desde dentro este mundo y lo abre al reino de los cielos. En el itinerario de las lecturas bíblicas dominicales, este año nos ha acompañado el evangelio de san Marcos, que hoy presenta una parte del discurso de Jesús sobre el final de los tiempos. En este discurso hay una frase que impresiona por su claridad sintética: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mc 13, 31). Detengámonos un momento a reflexionar sobre esta profecía de Cristo. La expresión “el cielo y la tierra” aparece con frecuencia en la Biblia para indicar todo el universo, todo el cosmos. Jesús declara que todo esto está destinado a “pasar”. No sólo la tierra, sino también el cielo, que aquí se entiende en sentido cósmico, no como sinónimo de Dios. La Sagrada Escritura no conoce ambigüedad: toda la creación está marcada por la finitud, incluidos los elementos divinizados por las antiguas mitologías: en ningún caso se confunde la creación y el Creador, sino que existe una diferencia precisa. Con esta clara distinción, Jesús afirma que sus palabras “no pasarán”, es decir, están de la parte de Dios y, por consiguiente, son eternas. Aunque fueron pronunciadas en su existencia terrena concreta, son palabras proféticas por antonomasia, como afirma en otro lugar Jesús dirigiéndose al Padre celestial: “Las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn 17, 8).

En una célebre parábola, Cristo se compara con el sembrador y explica que la semilla es la Palabra (cf. Mc 4, 14): quienes oyen la Palabra, la acogen y dan fruto (cf. Mc 4, 20), forman parte del reino de Dios, es decir, viven bajo su señorío; están en el mundo, pero ya no son del mundo; llevan dentro una semilla de eternidad, un principio de transformación que se manifiesta ya ahora en una vida buena, animada por la caridad, y al final producirá la resurrección de la carne. Este es el poder de la Palabra de Cristo. Queridos amigos, la Virgen María es el signo vivo de esta verdad. Su corazón fue “tierra buena” que acogió con plena disponibilidad la Palabra de Dios, de modo que toda su existencia, transformada según la imagen del Hijo, fue introducida en la eternidad, cuerpo y alma, anticipando la vocación eterna de todo ser humano.

Benedicto XVI – 15 de noviembre de 2009

 

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