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19. Tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos

Salmo 137: himno de acción de gracias

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Te doy gracias, Señor, de todo corazón;

    delante de los ángeles tañeré para ti.

Me postraré hacia tu santuario,

    daré gracias a tu nombre:

por tu misericordia y tu lealtad,

    porque tu promesa supera a tu fama.

Cuando te invoqué, me escuchaste,

    acreciste el valor en mi alma.

Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra,

    al escuchar el oráculo de tu boca;

canten los caminos del Señor,

    porque la gloria del Señor es grande.

El Señor es sublime, se fija en el humilde,

    y de lejos conoce al soberbio.

Cuando camino entre peligros,

    me conservas la vida;

extiendes tu brazo contra la ira de mi enemigo,

    y tu derecha me salva.

El Señor completará sus favores conmigo:

    Señor, tu misericordia es eterna,

    no abandones la obra de tus manos.

 

“Son grandes las obras del Señor”. Pero esta grandeza que vemos en la grandeza de la creación, este poder es superado por la grandeza de la misericordia. En efecto, el profeta dijo: “Son grandes las obras de Dios”; y en otro pasaje añade: “Su misericordia es superior a todas sus obras”. La misericordia, hermanos, llena el cielo y llena la tierra. Precisamente por eso, la grande, generosa y única misericordia de Cristo, que reservó cualquier juicio para el último día, asignó todo el tiempo del hombre a la tregua de la penitencia. Precisamente por eso, confía plenamente en la misericordia el profeta que no confiaba en su propia justicia: “Misericordia, Dios mío —dice— por tu bondad”.

San Pedro Crisólogo

Justicia y misericordia, justicia y caridad, son dos realidades diferentes sólo para nosotros los hombres, que distinguimos atentamente un acto justo de un acto de amor. Justo, para nosotros, es «lo que se debe al otro», mientras que misericordioso es lo que se dona por bondad. Y una cosa parece excluir a la otra. Pero para Dios no es así: en él justicia y caridad coinciden; no hay acción justa que no sea también acto de misericordia y de perdón y, al mismo tiempo, no hay una acción misericordiosa que no sea perfectamente justa.

Benedicto XVI

Para la plegaria y para el canto de los monjes, en la regla de San Benito es determinante lo que dice el Salmo: Coram angelis psallam Tibi, Domine –delante de los ángeles tañeré para ti, Señor. Aquí se expresa la conciencia de cantar en la oración comunitaria en presencia de toda la corte celestial y por tanto de estar expuestos al criterio supremo: orar y cantar de modo que se pueda estar unidos con la música de los Espíritus sublimes que eran tenidos como autores de la armonía del cosmos, de la música de las esferas. De ahí se puede entender la seriedad de una meditación de san Bernardo de Claraval, que usa un dicho de tradición platónica transmitido por Agustín para juzgar el canto mal ejecutado de los monjes, que obviamente para él no era de hecho un pequeño matiz, sin importancia. Califica la confusión de un canto mal hecho como un precipitarse en la «zona de la desemejanza –en la regio dissimilitudinis. Agustín había echado tomado esa expresión de la filosofía platónica para calificar su estado interior antes de la conversión: el hombre, creado a semejanza de Dios, al abandonarlo se hunde en la «zona de la desemejanza» – en un alejamiento de Dios en el que ya no lo refleja y así se hace desemejante no sólo de Dios, sino también de sí mismo, del verdadero ser hombre. Es ciertamente drástico que Bernardo, para calificar los cantos mal hechos de los monjes, emplee esta expresión, que indica la caída del hombre alejado de sí mismo. Pero demuestra también cómo se toma en serio este asunto. Demuestra que la cultura del canto es también cultura del ser y que los monjes con su plegaria y su canto han de estar a la altura de la Palabra que se les ha confiado, a su exigencia de verdadera belleza. De esa exigencia intrínseca de hablar y cantar a Dios con las palabras dadas por Él mismo nació la gran música occidental. No se trataba de una «creatividad» privada, en la que el individuo se erige un monumento a sí mismo, tomando como criterio esencialmente la representación del propio yo. Se trataba más bien de reconocer atentamente con los «oídos del corazón» las leyes intrínsecas de la música de la creación misma, las formas esenciales de la música puestas por el Creador en su mundo y en el hombre, y encontrar así la música digna de Dios, que al mismo tiempo es verdaderamente digna del hombre e indica de manera pura su dignidad.

Benedicto XVI

Por más grande que sea nuestra admiración por ti, Señor, tu gloria supera lo que nuestra lengua puede expresar. Alabanza a ti, para quien todas las cosas son fáciles, porque eres todopoderoso. Este es el motivo ulterior de nuestra confianza: que tienes el poder de la misericordia y usas tu poder para la misericordia. Que te alaben, pues todos los que comprenden tu verdad.

San Efrén

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