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2. La Palabra de Dios: volved a mí de todo corazón

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LA BELLEZA DE CONTEMPLAR, AMAR Y SEGUIR A CRISTO
APRENDIENDO A REZAR CON LAS PALABRAS DE LA LITURGIA

LA AVENTURA DE LA CUARESMA

LA PALABRA DE DIOS: VOLVED A MI DE TODO CORAZÓN

Estas palabras tomadas del libro de Joel que se leyeron como primera lectura el miércoles de ceniza, inspiran y sostienen nuestro camino cuaresmal. No hubiéramos podido emprender el camino sin este llamado del Señor. Jamás nos hubiésemos animado a ir a Dios si él no nos hubiese llamado. Diría Juan: “Él nos llamó primero”.
La semana pasada reflexionábamos sobre la palabra Señor que nos decía: “Ojalá escuchéis hoy mi voz”, y hoy esa voz nos dice “Volved a mi de todo corazón”. Estas palabras el Señor las seguirá pronunciando a lo largo de todo el camino, no se callará hasta que nos vea llegar hasta él. Vamos directamente al texto de Joel. Leemos a partir de 2,12:

“Volved a mi de todo corazón; desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, y volved al Señor vuestro Dios, porque él es clemente y compasivo, lento para enojarse, rico en amor y se ablanda ante la desgracia. ¡Quién sabe si volverá y se ablandará y dejará tras de sí una bendición! No temas, suelo, jubila y regocíjate, porque el Señor hace grandezas… ¡Jubilad, alegraos en el Señor, vuestro Dios! Porque él os da la lluvia de otoño, con justa medida, y hace caer para vosotros aguacero de otoño y primavera como antaño… Comeréis en abundancia hasta hartaros, y alabaréis el nombre del Señor vuestro Dios, que hizo con vosotros maravillas.”

Dios nos llama para que volvamos. Lo hace con palabras de gozo y de alegría: “No temas. ¡Jubila y regocíjate porque el Señor hace grandezas. Jubilad y alegraos en el Señor vuestro Dios, porque el Señor hace caer para vosotros aguacero de otoño y primavera como antaño”. El Señor nunca deja de derramar sobre nosotros la lluvia que necesitamos, el agua que la tierra necesita para vivir. Nunca nos faltará su agua. Ya lo había prometido desde el primer día de la creación. En el Génesis se dice:

“El día en que hizo Dios la tierra y los cielos, no había aún en la tierra arbusto alguno del campo y ninguna hierba del campo había germinado todavía, pues Dios no había hecho llover sobre la tierra. Pero un manantial brotaba de la tierra y regaba la superficie del suelo” (Gn 2,5).

Y en Deut 11,10-17 Dios dice al pueblo:

“Porque la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión no es como el país de Egipto del que habéis salido, donde después de sembrar había que regar con el pie, como se riega un huerto de hortalizas. Sino que la tierra a la que vais a pasar para tomarla en posesión es una tierra de montes y valles, que bebe el agua de la lluvia del cielo. De esta tierra se cuida el Señor tu Dios; los ojos del Señor tu Dios están constantemente puestos en ella, desde que comienza el año hasta que termina. Y si vosotros obedecéis puntualmente a los mandamientos que yo os prescribo hoy, amando al Señor vuestro Dios y sirviéndole con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma, yo daré a vuestro país la lluvia a su tiempo, lluvia de otoño y lluvia de primavera, y tú podrás cosechar tu trigo, tu mosto, tu aceite… y comerás hasta hartarte. Cuidad que no se pervierta vuestro corazón y os descarriéis… , pues se cerrarían los cielos, no habría más lluvia, el suelo no daría su fruto y vosotros pereceríais bien pronto en esta tierra buena que os da el Señor”.

Dios siempre da la lluvia de su gracia para que volvamos. Dios nos promete todo y nos da todo. Nos da el don y aquello que necesitamos para conservar el don. Nos da la vida y lo que necesitamos para vivirla. Nos da la tierra y todo lo que necesita para que sea fértil y de fruto. Los textos no se cansan de afirmarlo:

“El Señor tu Dios te conduce a una tierra buena, tierra de torrentes y de fuentes y hontanares que manan en los valles y en las montañas… tierra donde el pan que comas no te será racionado y donde no carecerás de nada. Comerás hasta hartarte, y bendecirás al Señor tu Dios en esa tierra buena que te ha dado” (Deut 8,7-10).

Este es el Dios que nos llama, que nos hace volver a él; el Padre que nos espera en su casa para que vivamos en la abundancia de los hijos, para que nunca nos falte nada. Es el Padre que nos promete todo y nos lo da todo.
El texto de Joel decía: “hace caer para vosotros la lluvia de otoño y de primavera”. Una es la lluvia de otoño y otra la de primavera. Cada estación necesita su lluvia; no es la misma la cantidad de otoño que la de primavera. Dios nos da en cada momento la gracia que necesitamos para volver a él. Dios nos da la gracia a su tiempo. Pero la medida de Dios es siempre todo. Da todo lo que necesita el otoño y todo lo que necesita la primavera. Es propio del Padre dar a su tiempo. En Jer 31,9 ss Dios dice: “Los llevo a arroyos de agua por camino llano, para que no tropiecen. Porque yo soy para Israel un padre… Cambiaré su tristeza en gozo, los consolaré y alegraré de su tristeza y mi pueblo se saciará de mis bienes”.

Es muy impresionante ver la cantidad de veces que la Biblia recalca la exuberancia de Dios, la generosidad de su don, la promesa de vida. Y todo para que el hombre vuelva a él. En Ezequiel 47 se dice:

“Por donde quiera que pase el torrente, todo ser viviente que en él se mueva vivirá. Los peces serán muy abundantes, porque allí donde penetra esta agua lo sanea todo, y la vida prospera en todas partes a donde llega el torrente… A orillas del torrente crecerá toda clase de árboles frutales cuyo follaje no se marchitará y cuyos frutos no se agotarán. Producirá todos los meses frutos nuevos. Sus frutos servirán de alimento y sus hojas de medicina.”

Este es el Dios que nos llama a emprender el camino de vuelta y que nos proporciona el alimento y la medicina necesarias para el camino. El Dios que se ocupa para que siempre demos frutos nuevos.

El viernes de la 3º semana, promediando casi la mitad de la cuaresma, el Señor volverá a lanzar su grito diciendo:

“Vuelve, Israel, al Señor tu Dios, porque tu falta te ha hecho caer. Preparen lo que van a decir y vuelvan al Señor. Díganle: ‘Borra todas las faltas, acepta lo que hay de bueno. Asiria no nos salvará, ya no montaremos a caballo, ni diremos más ‘Dios nuestro’ a la obra de nuestras manos.” (Os 14,2 ss)

Esta mención de Asiria y los caballos se refiere a la confianza en las propias fuerzas o en los medios humanos. El pueblo se da cuenta que sólo en Dios está su fuerza; sólo en él encontramos la fuerza para volver. Y vean la delicadeza del Señor que además de llamarnos nos da las palabras para el regreso: “acepta lo que hay de bueno”. Con esto nos muestra que su mirada descubre siempre lo mejor de nosotros, que a pesar de nuestro pecado hay algo bueno en el hombre, que aún el pecador más grande tiene algo que ofrecerle al Señor. Lo más grande que tenemos es nuestro arrepentimiento, nuestro llanto, nuestro deseo sincero de cambiar, de volver. El salmista nos dirá “Dios no desprecia el corazón contrito y humillado”. Señor, acepta lo bueno que hay en nosotros. ¡Qué bonita oración para estos días que nos preparan a la Pascua!
¿Cómo no volver a un Dios que nos promete tanto? Nos da hasta las palabras de la oración para emprender el camino de regreso: Acepta lo que hay de bueno.
En un cántico que las monjas rezamos en este tiempo de cuaresma, pedimos: “Haznos volver a ti, Señor, y volveremos. Renueva nuestros días como en tiempos pasados”. Es un texto tomado del libro de las Lamentaciones. El viernes santo lo volvemos a cantar agregando un versículo: “Haznos volver a ti, Señor, y volveremos. Renueva nuestros días como en tiempos pasados, si es que no nos has desechado totalmente, irritado contra nosotros sin medida” (Lam 5,21-22).

Y en este texto de Oseas, Dios sigue diciendo:

“Yo los sanaré de su infidelidad, los amaré generosamente. Seré como rocío para Israel; él florecerá como el lirio… Su esplendor será como el del olivo”.

Otra vez la imagen del rocío. Dios toma lo bueno que hay en nosotros y lo hace fructificar con la gracia de su misericordia. Como en el evangelio cuando Andrés le dice a Jesús, antes de la multiplicación de los panes, ‘aquí hay un muchacho que tiene cinco panes y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?’ y Jesús hace el milagro, convierte los cinco panes y los dos peces en más de cinco mil. Pues el texto dice que los que estaban allí eran unos cinco mil y que comieron todo lo que quisieron y además sobraron doce canastos. Si Dios convirtió cinco panes y dos peces ¡cuánto más nuestros corazones! Dios es el que lo hace.

Oseas sigue diciendo: “Yo los sanaré de su infidelidad. Los amaré generosamente”. Sana nuestra infidelidad con un amor más grande. La falta siempre se cura con un plus de amor. A nuestro no amor, Dios responde cada vez con más amor. En la ley del amor siempre es así. A poco amor, más amor. Así se vence y rompe la cadena del odio, del mal. La falta de amor se cura con más amor. Donde no hay amor debo poner más amor. Siempre la ley del evangelio es la ley del “más”: si te hieren en una mejilla, pon la otra; si te piden el manto, dale también la túnica; si te piden que camines una milla, camina dos; amar no sólo a los amigos sino a los enemigos; etc.

“Yo los sanaré de su infidelidad. Los amaré generosamente” En estas palabras está contenida además la promesa de la redención. Dios nos promete que nos curará. Nos curará amándonos hasta el fin, hasta el extremo. Para ello envió a su Hijo. En el envío del Hijo está el amor de Dios que nos sana, que nos cura de nuestras heridas. A lo largo de toda la Biblia hay como un in crescendo del amor de Dios por el hombre. Comienza llamándolo a la vida, formándolo con sus manos: “Hagamos al hombre”. Después del pecado lo vuelve a llamar: “Adán, ¿dónde estás?”. Después del pecado de Caín contra su hermano, vuelve a llamarlo: “Caín, ¿dónde está tu hermano?”, dándole así una oportunidad para la confesión y el arrepentimiento. Llama después a Abraham: “Sal de tu tierra”, a Moisés: “Moisés, Moisés”. Llama al pueblo en el desierto; y lo vuelve a llamar en el destierro por medio de los profetas. La causa del llamado es siempre la misma: la salvación del hombre. Cuando llamó a Moisés le dijo: “He visto la aflicción de mi pueblo y he escuchado su clamor, pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlos”. Y a los profetas les dice: “Cuando Israel era niño yo lo amé y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba más se alejaban de mi… Mi pueblo tiene querencia a su infidelidad, ni uno hay que se levante. ¿Cómo voy a dejarte? ¿Cómo voy a entregarte? Mi corazón está en mi trastornado y a la vez se estremecen mis entrañas” (Os 11).
Es un Dios que no se resigna a que el hombre se pierda, a que el hombre no vuelva, a que no se levante para volver a él. Este amor de Padre lo llevó a enviar finalmente al Hijo para que viniera él mismo en persona a buscar y cargar sobre sus hombros al hombre que no podía regresar por sí mismo. El Hijo se hizo hombre para mostrarnos el camino de regreso a la casa del Padre, para que pudiéramos volver a vivir como hijos. Cuando Jesús dice “el Hijo del hombre vino a buscar lo que estaba perdido” se refiere precisamente a esto. Vino a buscar al hombre que no terminaba de volver; emprendía el camino de regreso, pero se volvía a desviar en el intento; por eso finalmente lo cargó sobre sus hombros y devolvió al Padre. Para eso vino Jesús. Para eso viene en esta cuaresma, para cargarnos y llevarnos otra vez al Padre. Porque sabe que esta es la alegría más grande del Padre; sabe que es la alegría más grande del cielo. Cuando cuenta la parábola de la oveja perdida, dice que “el pastor va a buscar la se perdió hasta que la encuentra”. Dios nos busca hasta que nos encuentra, no deja de buscarnos, no terminará nunca de llamarnos y buscarnos hasta que volvamos a él. Es como si su alegría estuviera incompleta hasta que no llegue el último hombre. Por eso dice que hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepienta. El Padre seguirá esperando hasta el último día al último pecador que se convierta. Ese último pecador somos cada uno de nosotros. Ya lo decía en el capítulo 34 del profeta Ezequiel:

“Mi rebaño anda errante por todos los montes y altos collados; mi rebaño anda disperso por toda la superficie de la tierra, sin que nadie se ocupe de él ni salga en su busca. .. Por eso aquí estoy Yo. Yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él… Buscaré la oveja perdida, haré volver a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma… Las asentaré en los alrededores de mi colina y mandaré a su tiempo una lluvia de bendición… Vosotras, ovejas mías, son el rebaño humano que yo apaciento”.

Tanto Ezequiel como Oseas hablan de un Dios que vendrá como médico. Si viene a sanar y a curar la herida es alguien que viene con la medicina apropiada para ello. San Máximo de Turín dice:
“Estos días de cuaresma, estos días de la redención, es el tiempo de la medicina celestial, tiempo en el cual podemos encontrar remedio para la mancha de nuestros vicios y para todas las heridas de nuestros pecados, si suplicamos fielmente al médico de nuestras almas y, como pacientes dóciles, no despreciamos ninguna de sus prescripciones. Pues el enfermo halla remedio para su dolencia, si observa con toda solicitud las órdenes del médico. Pero si obra de otro modo y la enfermedad se agrava, no es por culpa del médico sino del paciente inobservante. El médico es nuestro Señor Jesucristo. Porque en cierto sentido él hace morir antes de dar vida… En cierto modo morimos cuando dejamos de ser lo que éramos (o sea cuando nos convertimos)… Teniendo tal médico, confiémonos a él con toda paciencia para ser curados, de modo que todo lo indigno que él haya percibido en nosotros, todo lo manchado por el pecado, lo pode, lo corte, lo quite, y una vez eliminadas todas las heridas producidas por el demonio, haga permanecer en nosotros solamente aquello que pertenece a Dios.”

Volved a mi de todo corazón. Este es el tiempo para volver a él. San León Magno nos dice:
“Este es el tiempo de la mansedumbre y la paciencia, de la paz y la calma, en el que evitando el contagio de todos los vicios, hemos de adquirir la integridad de las virtudes. Que ahora la fortaleza de las almas piadosas se habitúe a perdonar las faltas, a no tener en cuenta las afrentas y a olvidar las injurias. Que ahora el alma fiel se ejercite en las armas ofensivas y defensivas de la justicia, de modo que tanto en el honor como en la humillación, en la infamia como en la honra, ni las alabanzas la exalten ni los oprobios turben su conciencia tranquila y su constante rectitud. Que la modestia de las almas religiosas no sea triste, sino santa; que no se encuentre entre ellas el murmullo de los lamentos, ellas a quienes jamás falta el solaz de las alegrías santas. Que no exista el temor de que disminuyan las riquezas de la tierra por las obras de misericordia. La pobreza cristiana es siempre rica, pues es mucho más lo que tiene que lo que no tiene. Que no tema sufrir la indigencia de este mundo, aquella a quien se le ha concedido poseer todas las cosas en el Señor de todas ellas”.

Y para terminar, estas palabras de Benedicto XVI que nos iluminan este camino de vuelta al Padre:

“Convertíos a mí de todo corazón”. Con estas palabras, Dios nos invita a un arrepentimiento sincero, no ficticio. No se trata de una conversión superficial, transitoria, sino de un itinerario espiritual que concierne en profundidad a las actitudes de la conciencia, y supone un sincero propósito de enmienda. Volver a Dios reconociendo su santidad, su poder, su grandeza. Esta conversión es posible porque Dios es rico en misericordia y grande en el amor. Su misericordia es regeneradora, crea en nosotros un corazón nuevo. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33,11)…. Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación. Todos pueden abrirse a la acción de Dios, a su amor; con nuestro testimonio evangélico, los cristiano debemos ser un mensaje viviente, más aún, en muchas ocasiones somos el único evangelio que los hombres de hoy todavía leen. He aquí un motivo más para vivir bien la Cuaresma: dar testimonio de fe vivida en un mundo en dificultad, que necesita volver a Dios, que necesita convertirse…

Este tiempo fuerte es un tiempo favorable que se nos ofrece para esperar, con mayor empeño, en nuestra conversión, para intensificar la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la penitencia, abriendo el corazón a la acogida dócil de la voluntad divina, para practicar con más generosidad el sacrifico, gracias al cual podemos salir con mayor liberalidad en ayuda del prójimo necesitado…Que María, nuestra guía en el camino cuaresmal, nos sostenga al invocar con fuerza: Conviértenos a ti, oh Dios, nuestra salvación”. (miércoles de ceniza, 2011).

 

 

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