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Salmo de la mañana: Señor, por la mañana hazme escuchar tu gracia (sal 142)

Primera charla

LOS SALMOS QUE ACOMPAÑAN LAS HORAS DEL DÍA

Salmo de la mañana:

Señor, por la mañana hazme escuchar tu gracia (sal 142)

Retomamos hoy nuestras charlas o reflexiones sobre los salmos. Hemos recorrido el año de la mano de los salmos. Y ahora, en este último tramo, nos detendremos en algunos de los salmos que van jalonando el ritmo de nuestras jornadas. Iremos comentando, a lo largo de este mes, salmos de la mañana, del mediodía, del atardecer y de la noche. 

Hoy comenzamos con uno de los salmos de la mañana: el 142. El título que hemos elegido para esta primera charla está tomado precisamente de allí: “Señor, por la mañana hazme escuchar tu gracia”. Fíjense, lo primero que le pedimos a Dios al comenzar un nuevo día es “escuchar su gracia”. Podríamos pensar que hay un error en el verbo. ¿Cómo escuchar? ¿No debería decir más bien “experimentar”, “sentir” la gracia? No, se trata de escuchar la gracia, porque la gracia nos viene por la Palabra, por la escucha de la Palabra. Cada Palabra de Dios es una gracia para nuestra vida. Dios tiene cada día algo que decirme, una gracia para mi. Dios nos visita con su gracia, y ella llega a través de su Palabra. Por eso es tan importante ir a la Palabra de Dios, tratar de ver qué me dice el Señor en las lecturas de la misa de hoy, en las oraciones, en los salmos de cada día. Dios viene en su Palabra, y en ella viene la gracia, la fuerza que necesitamos para comprenderla y ponerla en práctica. El evangelista Lucas nos dice que cuando Jesús hablaba “todos se admiraban de las palabras llenas de gracia que salían de su boca” (Lc 4,22).

El salmo 142 comienza diciendo: “Señor, escucha mi oración”. El salmista comienza llamando a Dios: “Señor, escucha”. Comienza el día llamando a Dios, invocando su nombre. Muchos son los salmos que comienzan así, llamando al Señor, suplicando que venga. El 140 dice: “Señor, te estoy llamando, ven de prisa, escucha mi voz cuando te llamo”; el 85 comienza pidiendo a Dios que descienda, que baje, que incline su oído y escuche, y llega a decir: “ten piedad de mi, que a ti te estoy llamando todo el día”; el 5 reza: “Señor, escucha, haz caso de mis gritos, por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando”, Y el salmo 24 dice: “todo el día te estoy esperando”. ¡Cómo cambiaría nuestro día si lo comenzáramos así: llamando al Señor y quedándonos aguardando, con la certeza de que él vendrá con su gracia, con la gracia que necesitamos para vivir ese día! A veces, el salmista, con la familiaridad propia del hijo que llama a su padre, llega a decir: “Señor, no seas sordo a mi voz”, que Dios no sea sordo a lo que le decimos, a lo que le pedimos, a lo que necesitamos. En los evangelios también encontramos muchos ejemplos de esta súplica, de este llamado. Por ejemplo el de la mujer cananea que persigue con sus gritos al Señor para que salve a su hija. En ese momento son los mismos discípulos quienes le dicen a Jesús: “¡Concédeselo, Señor, que viene gritando detrás de nosotros!” (Mt 15,21-28).

Entonces, lo primero, lo primero del día: llamar al Señor, pedirle que nos escuche.

¿En qué se apoya el salmista para pedirle a Dios que lo escuche? ¿qué argumento utiliza para que tocar el corazón de Dios? Antes de exponerle su problema, su necesidad, apela a su fidelidad. Le dice: “Tú que eres fiel, atiende a mi súplica”. Como si le dijera: “Tú que eres fiel no puedes no escucharme”. Este hombre tiene experiencia de la fidelidad de Dios. Y apoyado en esa fidelidad le reza. “Tú que eres fiel”. Sabe de la fidelidad de Dios por experiencia propia. Pero esta fidelidad no se agota en su experiencia personal, en su historia. Sabe de su fidelidad porque la ha visto en la vida de su pueblo, en su gente. En el salmo 98 dice: “Señor, nuestros padres invocaban tu nombre y tú le respondías”, como diciéndole: “Señor, si les respondías a ellos cuando te invocaban, sé que me responderás a mi ahora que te invoco”. 

Toda la Biblia nos habla de esta fidelidad de Dios. La fidelidad es el atributo más grande de Dios. En Deut 32,4 leemos que Moisés cantó esta fidelidad diciendo: “Él es la Roca, es un Dios de lealtad, no de mentira”. Muchas veces los salmos utilizan esta metáfora de la roca para hablar de la fidelidad de Dios. La roca es inamovible, siempre está en su lugar. Expresa la solidez, la seguridad, la permanencia. El salmista del salmo 17 dirá: “Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, mi roca, mi fuerza salvadora” (sal 17); y el profeta Isaías: “Confiad siempre en el Señor porque en él tenéis una roca eterna” (26,4). Dios es fiel como la roca. Dios es siempre el mismo, a pesar de nuestros pecados. Él mismo nos lo dice en Is 46,4: “Hasta vuestra vejez, yo seré el mismo, hasta que se os vuelva el pelo blanco, yo os llevaré. Yo me encargaré, yo os salvaré”.

Unos versículos más adelante, en este mismo salmo 142, el salmista vuelve a evocar esta fidelidad de Dios diciendo: “Recuerdo los tiempos antiguos, medito todas tus acciones”. Mira hacia atrás, recorre su historia y reconoce en ella la acción de Dios, el obrar de Dios en su vida, en su vida personal y en la de su pueblo. ¡Qué bien nos hace detenernos a pensar, a recordar lo que Dios hizo en nuestras vidas! ¡Cuánta gracia podemos sacar de ello! A lo largo de la historia de la salvación vemos cómo constantemente el Señor quiere despertar la memoria de su pueblo para invitarlo a una nueva experiencia de fidelidad. En Deut 8 leemos: “Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no a guardar sus mandamientos. No se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años. Date cuenta, pues de que el Señor tu Dios te corregía como un hombre corrige a su hijo”.

Después de evocar la fidelidad de Dios: “Tú que eres fiel, escucha”, el salmista describe la situación dramática en la que se encuentra: “el enemigo me persigue a muerte y empuja mi vida al sepulcro”. ¿Quién es este enemigo? El enemigo que aparece en los salmos es siempre el diablo, el espíritu del mal, que busca la muerte del hombre. Este enemigo sabe que la vida del hombre es Dios, por eso busca separarlo de él, sabe que apartándolo le saca la vida y lo introduce en la muerte. Este es el objetivo del enemigo y lo intentará hasta el último minuto de nuestra vida. Pero el salmista nos enseña cómo deshacernos de sus plan, escaparnos de sus manos: invocando a Dios, llamándolo. El enemigo aparece en casi todos los salmos, es uno de los protagonistas del salterio, pero el salmista jamás dialoga con él. Lo nombra sí, pero nunca habla con él. Habla sólo con Dios y a él le habla del enemigo que lo empuja, que lo persigue y le pide auxilio. Sabe que él solo no puede vencerlo, que sólo Dios tiene poder para derribarlo. El enemigo lo ha empujado a la muerte y describe esa situación con metáforas muy gráficas: me va faltando el aliento, mi corazón parece un pedazo de hielo, incapaz de seguir latiendo: “Mi aliento desfallece, mi corazón dentro de mi está yerto”. En ese momento de angustia, en el que se le va escapando la vida empieza a recordar tiempos pasados en los que Dios obraba, y comienza a sentir sed de Dios y estalla en un grito de oración: “Tengo sed de ti como tierra reseca, me falta el aliento”. Es la misma descripción de la escena del hijo menor de la parábola que se alejó del Padre, empujado por el enemigo, y desfallecido por la vida que había perdido deseó con ansias regresar a la casa del Padre. 

A lo largo de la oración, mientras eleva sus brazos y su alma hacia Dios, el salmista va recuperando el aliento y comienza a encenderse una chispa de esperanza. Multiplica sus invocaciones llenas de confianza y de total abandono: “confío en Ti, me refugio en Ti”. Y abandonado totalmente en sus manos, le pide: “enséñame a cumplir tu voluntad”, “que tu espíritu bueno me guíe”. En esta estrofa final aparece la fórmula de la alianza: “Tu eres mío – yo soy tuyo”. “Tu eres mi Dios – yo soy tu siervo”. Aquí reside todo. Pues la oración no es otra cosa que la expresión más profunda de la alianza que Dios hizo con el hombre; alianza sellada con la sangre de su Hijo; alianza eterna que nada ni nadie podrá romper, ni el enemigo más grande y poderoso. La oración nace precisamente de esta alianza: porque Dios es mi Dios, yo puedo recurrir a él, invocarlo, llamarlo, suplicarle que me libre del enemigo, que lo destruya totalmente: “por tu gracia: destruye a mis enemigo”. Y porque yo soy suyo, él puede pedírmelo todo, que me abandone enteramente en sus manos, que todo lo espere de él, que me deje conducir por su Espíritu y siga su voluntad. 

Este final con la fórmula de la alianza: “tu eres mi Dios  y yo tu siervo”, nos hace pensar en María, que cuando el Señor la llamó y la eligió, respondió: “He aquí la sierva del Señor, hágase en mi según tu palabra”. Ella, que acostumbrada a escuchar la gracia se convirtió en la llena de gracia. Ella que aceptó la voluntad de Dios y se dejó guiar por el Espíritu bueno, nos enseñe a escuchar cada mañana la gracia que el Señor nos tiene reservada, para cumplir con alegría su voluntad y dejar que el Señor sea verdaderamente “mi Dios”.

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