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Pascua de la contemplativa

I

“Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado” (1 Co 5,7).

 

Pascua es un tiempo privilegiado para pensar en las contemplativas. Viven particularmente centradas en “Cristo, nuestra Pascua”, y nos invitan a participar en la inagotable alegría de la “novedad pascual”. Quizás hemos tenido alguna vez la gracia de celebrar la Pascua -y toda la Semana Santa- en algún monasterio contemplativo. Con toda la riqueza de la liturgia, con largo tiempo disponible para la oración, con un continuo y sereno llamado a la conversión. Como si el Señor nos ofreciera privilegiadamente los frutos de la redención.

Precisamente por eso quiero, en este Año Santo de la Redención, presentar unas reflexiones muy breves y simples que nos ayuden a celebrar eclesialmente con las contemplativas este tiempo de Pascua que se nos concede vivir.

Antes que nada quiero subrayar una cosa muy simple: la necesidad de orar por las contemplativas. Parece obvio, pero a veces las verdades más elementales resultan las menos evidentes.

Cuando uno piensa en una contemplativa, piensa enseguida en una persona serena y pacificadora, instalada casi en la eternidad, capaz de comunicar alegría y esperanza, capaz de entender fácilmente a los demás porque lo mira todo desde Dios. Y es verdad. Cada monasterio es un verdadero don de Dios a la Iglesia. Y cada contemplativa es una cercana invitación del Señor a ser felices en el silencio de la soledad, en la intimidad de la oración, en la serenidad

de la cruz.

Pero nos olvidamos con frecuencia que también la contemplativa es una persona en camino, en búsqueda, en destierro. Es alguien que vive en el desierto deseando ardientemente la tierra prometida. Es una mujer pobre que siente más que nadie los límites de su pobreza y el dolor de su impotencia. Cree en la infalible eficacia de la oración; pero con frecuencia no percibe el fruto directo de la suya. Por eso es preciso “orar por las orantes”. ¡Sostener los brazos de Moisés!

Está bien que “pidamos oraciones” a las contemplativas. En cierto modo es “su oficio”, su tarea, en la Iglesia. Pero el compromiso de rezar por las contemplativas -por la renovada y gozosa fidelidad a su misión en la Iglesia- es urgencia solidaria de toda la Iglesia: sobre todo, de la Iglesia local. Pienso concretamente en un obispo diocesano: no basta que “confíe en las oraciones” de sus monjas o que haga del monasterio “el corazón de su diócesis”. Creo que empieza bien, si lo hace así, y asegura la fecundidad pascual de su ministerio. Pero no puede quedarse allí. Él debe sentir que su oficio de profeta, de sacerdote y de pastor, tiene que pasar necesariamente por el monasterio.

Yo diría que tiene que comenzar por allí, como por un lugar privilegiado. Y comprometer a toda la diócesis en la perfecta fidelidad de su monasterio al plan de Dios.

Tener un monasterio en la diócesis es verdaderamente una gracia de Dios. Pero tener un monasterio vivo, permanentemente joven y fiel, es responsabilidad también de toda la comunidad diocesana. Cuando en determinados tiempos un grupo de jóvenes, acompañados por religiosas y sacerdotes, se acercan a un monasterio para rezar, ocurre providencialmente un intercambio eclesial: los jóvenes -¡a los sacerdotes y religiosas!- les hace mucho bien estar allí y haber rezado con las monjas (o haberlas “visto” y “escuchado” rezar), pero también les hace bien a las monjas la presencia, la oración, la disponibilidad de los jóvenes. Porque les ayuda a ser fuertes y a centrarse en los

valores esenciales.

Me parece que Pascua es un tiempo privilegiado para que pensemos en la contemplativas y recemos por ellas: para que no dejen de ser contemplativas, para que nos enseñen a gustar la sabiduría de la cruz, para que nos comuniquen siempre el fruto pascual de la reconciliación, de la alegría y la esperanza.

II

“Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3).

Pienso que la Pascua de una contemplativa está particularmente marcada por esta triple presencia: la sabiduría de la cruz, la pasión de la Iglesia y la dolorosa crucifixión del mundo. Son tres realidades profundas y fuertes en la existencia de una contemplativa: Cristo y su Evangelio, la Iglesia y su misterio, el hombre y su historia. Son realidades distintas, pero esencialmente ligadas en la contemplación del mismo y único misterio de la redención:

“La sabiduría de la cruz” (1 Co 1,17-25).

La única sabiduría válida para un cristiano -y especialmente para una contemplativa que hace el itinerario penitencial hacia la Pascua en la oración, la conversión de vida y la caridad- es “Jesucristo y éste crucificado” (1 Co 2,2).

El misterio pascual -que celebra todo el año en la liturgia y en su vida escondida con Cristo en Dios- se hace ahora el objeto preferencial de su lectio divina, de su oración, de su contemplación. La lectura de la pasión y muerte del Señor es una honda experiencia del amor misericordioso del Padre y una profunda invitación a participar en la cruz redentora de Jesús. El austero camino de la Cuaresma está precedido e iluminado por estas palabras de Jesús: “El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día”. Decía a todos: “Si alguno quiere venir el pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lc 9,22-23). El verdadero seguimiento de Jesús exige una continua celebración de su misterio pascual y una configuración cada vez más personal con su muerte y su resurrección: acoger todos los días la propia cruz -como participación de la cruz verdadera del Señor- con la alegría y la gratitud de un don inesperado. Es particularmente en Pascua donde la contemplativa, fiel al Espíritu que obra incesantemente en ella, gusta profundamente estas dos cosas: que Jesús, por amor al Padre y a los hombres, “se humilló a Sí mismo, obedeciendo hasta muerte y muerte de cruz” (Flp 2,8), y que vale la pena perderlo todo con tal de “ganar a Cristo”, de “conocerle a Él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerse semejante a Él en su muerte” (Flp 3,10).

Pero la verdadera vida contemplativa se realiza en el corazón de la Iglesia. Se nutre de ella y, a su vez, la vivifica. No se puede pensar en una real y profunda vida contemplativa al margen de la historia concreta de la Iglesia. Por eso interesan tanto a la contemplativa “los tiempos fuertes” en la vida de la Iglesia. La celebración de la Pascua -sea en la capilla de su monasterio o en la basílica de San Pedro o en la última iglesita de montaña- tiene para ella una profunda dimensión eclesial. No sólo celebra a “Jesucristo crucificado”, en la intimidad de su corazón o en la belleza de su liturgia o en la soledad de su monasterio, sino además a Jesucristo que prolonga sus sufrimientos en “la pasión de la Iglesia”. Es el grito de Pablo que lo experimenta todo en su propia carne: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Hay, sobre todo, momentos históricos o situaciones concretas en que el misterio pascual de Jesús se hace más vivo y actual: lugares donde la Iglesia -toda la Iglesia: sacerdotes y obispos, religiosos y religiosas- están viviendo particulares situaciones de crucifixión. La Pascua allí es más real, aunque sea menos evidente o solemne.

La contemplativa tiene una especial capacidad para incorporar a su Pascua personal (“sabiduría de la cruz”), la Pascua de una Iglesia que sufre (“la pasión de la Iglesia”). Y todo transcurre en el misterio de su unidad interior, de su sufrimiento sereno, de su silencio y su plegaria, de su corazón alegre, de su mirada cargada de esperanza.

Finalmente, la Pascua de una verdadera contemplativa supone asumir el dolor del mundo, vivirlo en Cristo con intensidad serena y escondida, iluminarlo desde la seguridad inconmovible de su fe en la resurrección. “Resucitó Cristo, mi esperanza”. La verdadera contemplación no nos arranca de la realidad histórica; al contrario, nos da una capacidad más honda para interpretarla, para leer en ella el designio salvador del Padre, la misteriosa presencia de Jesucristo el Señor y la acción renovadora del Espíritu Santo. Cuando la realidad es percibida desde la fe, ofrece a la contemplación motivos incesantemente nuevos para una más profunda comunicación con Dios. El contemplativa tiene una sorprendente capacidad para descubrir a Dios, escuchar su Palabra y acoger su presencia.

Por eso en “la Pascua de la contemplativa”, además de la sabiduría de la cruz y la pasión de la Iglesia, entra el sufrimiento de la humanidad y la esperanza colectiva de la historia. La contemplativa se siente, en el silencio de su soledad y en la riqueza de su cruz, miembro de una humanidad sufriente, pero “redimida en esperanza” (Rom 8,24). Sabe descubrir en la historia de los hombres la permanente “Pasión de Jesucristo”, el servidor de Yavé, y la incorpora a su propia experiencia personal de la redención y se convierte en conciencia viva de una Iglesia “sacramento universal de salvación”. Hay hombres que necesitan con particular urgencia la Pascua y que esperan que alguien la viva con ellos y para ellos. Hay pueblos enteros que sufren hambre y miseria, injusticia, opresión y violencia. Pienso en “la pasión de Cristo” que vivirá en estos días el Santo Padre, anticipando para ellos la Pascua, en su visita a los crucificados países de Centroamérica.

III

 

“A nosotros que comimos y bebimos con Él

después que resucitó de entre los muertos” (Hch 10,41).

Pareciera que todo esto es válido para todo cristiano. Y en cierto sentido esencial lo es: No hay una Pascua de la contemplativa substancialmente distinta de la de un religioso de vida activa, de un obispo o de un laico comprometido. En todos los casos se trata de celebrar la muerte y la resurrección del Señor. Es la experiencia fundamental del cristiano: “Estoy crucificado con Cristo, y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a Sí mismo por mí” (Gál 2,19-20). Pascua es la celebración del amor misericordioso del Padre que nos ha reconciliado “por la muerte de su Hijo” (Rom 5,10). Por eso la invitación pascual de Pablo es válida para todo el mundo: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3,1-3).

Pero es evidente que la situación concreta que vive una contemplativa –en la soledad fecunda del desierto y en permanente escucha de la Palabra de Dios- la hace particularmente sensible para acoger en silencio los frutos del misterio pascual, gustar en profundidad “la sabiduría de la cruz” y vivir en la unidad interior “la pasión de la Iglesia” y “la crucifixión esperanzada” de los hombres. La experiencia de la muerte y de la vida le dan una particular sensibilidad para asumir en Cristo, nuestra Pascua, el sufrimiento y la esperanza de la historia.

Pero hay algo más que quiero subrayar, muy brevemente, para terminar. Siempre me ha impresionado el texto pascual de Pedro que leemos en los Hechos de los Apóstoles (cf. Act 10,36-42). Es evidentemente un texto “apostólico”: Cristo resucitado se ha aparecido “no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con Él después que resucitó de entre los muertos”. La misión evangelizadora es universal: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15). Es universal, también, la exigencia de ser testigos de la resurrección: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos” (Act 1,8). Pero hay “enviados especiales” y “testigos privilegiados”. Los Apóstoles fueron los primeros, marcados por un llamado personal y una misión específica (cf. Mc ,13-15). Convivieron con el Señor, escucharon sus palabras, lo vieron rezar y sufrir, comieron y bebieron con Él. Hay algo de similitud, en la llamada del Señor a vivir en especial intimidad, entre “los apóstoles” y “los contemplativos”: Dios los llama para que “estén con Él” y para “enviarlos a predicar”. Es el misterio de la unidad interior que a todos nos lleva a vivir simultáneamente en actitud reverente de adoración y en generosa prontitud de servicio. Fuimos llamados en la Iglesia para ser testigos del misterio pascual: “vosotros sois testigos de estas cosas” (Lc 24,48). En el testimonio silencioso y fuerte de una contemplativa hay tres realidades profundas que nos llegan como el fruto privilegiado de una permanente experiencia de la Pascua: la novedad, la comunión y la esperanza. La “novedad” de una vida constantemente recreada en Cristo (Rom 6,4; Ef 2,10; Col 3,1-4; 2 Co 5,17), como fruto de una profunda y cotidiana conversión.

La serenidad contagiosa de una contemplativa es signo evidente de la acción transformadora del Espíritu Santo que obra incesantemente en ella. El mismo Espíritu la hace vivir, en el misterio del Cristo de la Pascua, la alegría profunda de una comunión evangélica, eclesial y fraterna. La contemplativa goza y comunica una inquebrantable paz interior que no puede sino ser fruto del amor, de la cruz y del Espíritu de adopción. Es el Espíritu que grita en nuestro interior: “Abba, Padre” (Rom 8,15; Gál 4,6) y nos incorpora a Cristo que es “nuestra paz” (Ef 2,14).

Otro elemento característico del testimonio silencioso y fuerte de una contemplativa es la esperanza, como fruto de su honda experiencia pascual de “Jesucristo crucificado”. Todo adquiere sentido para ella -su silencio y su soledad, su cruz y su muerte- desde esta invencible seguridad de fe: “¡Es verdad!: ¡El Señor ha resucitado!” (Lc 24,34). Desde aquí, desde esta profunda interioridad contemplativa, ilumina silenciosamente las tinieblas de los hombres y sacude la inercia paralizante de su desánimo: “¡Tened coraje! Yo he vencido al mundo” ( Jn 6,33).

La Pascua de la contemplativa nos habla de lo nuevo como fruto de una permanente conversión, nos invita a la comunión como fruto de una alianza en la muerte y la resurrección del Señor, nos comunica una esperanza inquebrantable como fruto de una experiencia anticipada de lo eterno y definitiva que nos trajo Cristo el Señor. María Santísima, la contemplativa, nos ayude, sobre todo en este mes de mayo, a vivir este año una Pascua nueva: ¡La Pascua de la redención! Que vivamos con un corazón contemplativo como el de Ella y que, con las contemplativas del mundo entero, nos haga gustar la sabiduría de la cruz -el misterio pascual de la muerte y la resurrección de Jesús- desde el corazón de una Iglesia que continúa en el mundo “el ministerio de reconciliación” del Señor.

Eduardo, Cardenal F. PIRONIO

Prefecto de la Sagrada Congregación para los

Religiosos e Institutos Seculares.

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