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La Plenitud de la Caridad

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El Domingo de Ramos se abrieron para nosotros de par en par las puertas del amor redentor de Dios. Como el costado de Cristo abierto así esta semana santa nos abre las puertas del corazón de Dios y la Iglesia nos invita a entrar en ese misterio de amor. No para hacer nosotros muchas cosas sino sobre todo para recibir, para contemplar, para alabar, para adorar.

Esta semana es santa y santificadora, los misterios santísimos que vamos a celebrar estos días son la fuente de nuestra vida, el manantial de donde brota nuestro ser de cristianos, nuestro ser de hijos de Dios, nuestro ser de hermanos de Jesucristo, nuestro ser hijos de la Virgen: Mujer aquí tienes a tu hijo, le dijo Jesús en la cruz a la Virgen de cada uno de nosotros; el manantial de donde brota la esperanza de la vida eterna, la vida de la gracia, los sacramentos, la Iglesia, la resurrección de la  carne, el don del Espíritu Santo, todo brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

Por eso estos días estamos llamados a vivirlos en el silencio y la oración, en la contemplación, en la escucha, en la recepción. Son días para mirar a Cristo, no a nosotros mismos.

Detenerse ante Cristo que sufre, he aquí el deber y la necesidad de cada corazón humano en estos días santos. San Juan Pablo II

No demos la espalda a la Cruz. Dejemos que estos días la imagen doliente de Jesús paciente se grabe en nuestras almas; dejemos que su historia trágica nos conmueva. Es bueno que no se desvirtúe la Cruz para nosotros, y que la costumbre de tenerla ante nuestra mirada no nos haga perder su sentido. Tratemos de reavivar la figura de Jesús, dolorosa, pero tan saludable para nuestras existencias. Pablo VI

Por eso como cristianos, no podemos limitarnos a “conmemorar” la Pascua, o simplemente “celebrarla”, como una “fiesta más”. Tenemos que vivirla, actualizarla, hacerla nuestra. Los exhorto, a vivir intensamente estos días, a fin de que orienten decididamente la vida de cada uno a la adhesión generosa y convencida a Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Cardenal Pironio

Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor». Este es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante! Francisco – Evangelii Gaudium

Y el papa Benedicto decía: No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva, por el encuentro con Jesucristo. Deus Caritas

Por eso durante estos días estamos llamados especialmente al silencio y a la oración para contemplar esencialmente al Señor, fijar la mirada en Él, en el misterio de su pasión, muerte y resurrección, a fin de no vivirlo como meros espectadores, si no como testigos, discípulos, partícipes y responsables, comprometidos en la cruz y resurrección de Jesús, hasta poder exclamar con san Pablo: CRISTO ME AMÓ Y SE ENTREGÓ POR MÍ.

 

 

Si en el Triduo celebraremos la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús, hoy a la tarde lo celebraremos todo sacramentalmente. En la Misa de hoy vamos a vivir todo el misterio pascual de modo anticipado y sacramentalmente, tal como Jesús quiso vivirlo en la última cena con sus discípulos.

Estamos en el corazón de un drama, que es por un lado visible y por otro invisible, por un lado humano y por otro divino. El hecho visible se desarrolla en el espacio y en el tiempo; tiene lugar durante una cena, entre personajes bien precisos (Jesús y sus discípulos, en particular Pedro y Judas). Pero la escena y los personajes son la manifestación de otro drama, invisible, que se juega, en segundo plano, entre Jesús y su Padre por un lado y el diablo por otro (Vida y muerte se enfrentan en singular batalla, cantaremos en la Secuencia el día de Pascua). Sólo Jesús es consciente de esto y de la gravedad de esta hora, “su hora”. Juan recalca que Jesús lo sabe todo (“sabiendo que había llegado su hora” Jn 13,1) y se enfrenta a “su hora” con decisión (“se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” Lc 9,51) e infinito amor (“los amó hasta el extremo” Jn 13,1).

En esta hora suprema, en este contexto de entrega y traición, “Jesús nos amó hasta el fin”. Por eso el Jueves Santo es llamado “el día de la caridad”:

  • día del sacramento del amor (celebramos el don de la Eucaristía),
  • día del misterio del amor (celebramos el don del sacerdocio)
  • día del mandamiento del amor (“amaos unos a otros”, al otro como don).

Paradójicamente el día en que nos deja el mandamiento del amor sufre la traición de los amigos. Mañana será la traición de su pueblo, hoy de sus amigos.

Muy entristecidos, se pusieron a decirle uno por uno: «¿Acaso soy yo, Señor?». Y ciertamente once apóstoles sabían que nada semejante tramaban contra el Señor, pero dan mayor crédito al maestro que a sí mismos y, temerosos de su debilidad, con tristeza preguntan acerca de un pecado del que no tenían conciencia.

Él respondió: «El que ha metido conmigo la mano en el plato, ese me entregará». ¡Oh admirable paciencia del Señor! Primero había dicho: Uno de vosotros me entregará. El traidor persevera en el mal, él lo acusa más claramente y, sin embargo, no indica propiamente su nombre. Judas, mientras los demás, entristecidos, apartan sus manos y no llevan los manjares a su boca, con la temeridad y desvergüenza de quien iba a entregarlo, mete también con el Maestro la mano en el plato para, con audacia, simular buena conciencia.

El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del hombre es entregado! Ni amonestado por primera y segunda vez se vuelve atrás en su traición, sino que la paciencia del Señor acrecienta su desvergüenza y él atesora para sí mismo ira para el día de la ira. Se predice la pena para que, al que la vergüenza no había convencido, lo corrigieran los castigos anunciados.

Entonces preguntó Judas, el que iba a entregarle: «¿Soy yo acaso, Maestro?». Le dice: «Tú lo has dicho». Puesto que los demás, tristes, sumamente tristes, habían preguntado: ¿Acaso soy yo, Señor?, para que al callar no pareciera que él lo entregaba, también él, a quien remordía la conciencia y que con osadía había metido la mano en el plato, le pregunta de manera semejante: ¿Soy yo acaso, Maestro?, y añade un afecto halagador, o por decir mejor, un signo de incredulidad. En efecto, los demás, que no iban a entregarlo, dicen: ¿Acaso soy yo, Señor?, y él, que va a entregarlo, no lo llama «Señor» sino «Maestro», como si tuviera la excusa, habiendo negado al Señor, de entregar al menos al maestro. Le dice: «Tú lo has dicho».  San Jerónimo

 

MISA DE LA CENA DEL SEÑOR

Estos días santos hay que dejarse impregnar totalmente por la liturgia. Todo habla, hablan los gestos, el canto, los colores de los ornamentos, las luces, el agua, el fuego, las flores, el órgano. Todo habla y todo calla, para sugerirnos los contrastes que se viven en estos días. Por un lado la alegría y por otro la tristeza, el amor y la traición, la vida y la muerte, la luz y las tinieblas. Por eso la participación de estos días en la liturgia es tan importante, porque TODO es palabra.

INTROITO: Debemos gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en Él está nuestra salvación, nuestra vida y nuestra resurrección; por Él hemos sido salvados y redimidos.

Hoy tiene que haber mucha paz, la paz de saborear en silencio la cruz que adorablemente Cristo nos alarga, su propia cruz.

¿Acaso nuestra vida desde el gozo inicial -un poco diríamos así como oculto- filial del bautismo, no es como el comienzo de una cruz que va a ir agrandándose cada vez más y produciendo por consiguiente un gozo más luminoso y comunicable hasta desembocar en el gozo que nunca acaba?

Hoy tiene que haber en nosotros mucha paz, tiene que haber en nosotros mucha alegría, tiene que haber en nosotros una irradiación silenciosa, muy simple pero muy palpable de la luz a través de la cruz aparentemente dura y cerrada y oscura. A través de la cruz brota la luz para el mundo: por la cruz a la luz. Mucha paz, mucha alegría, mucha luz.

El misterio de la cruz nos habla a nosotros de un misterio de gloria, de la glorificación.

El misterio de la cruz nos habla a nosotros de mucha fecundidad.

El misterio de la cruz nos habla a nosotros de mucha configuración con Cristo el Señor. ¡Qué formidable es la cruz! Es la gloria de la cual habla el mismo Jesús cuando dice: llega la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Pero de nuestra cruz saboreada en silencio. No de nuestra cruz proclamada, sino de nuestra cruz asumida, vivida, saboreada. Cardenal Pironio

En el canto de entrada ya lo decimos todo: vamos a celebrar la muerte y la resurrección de Jesús pero también la nuestra. En Su cruz está nuestra salvación, nuestra vida y resurrección, por eso la Cruz de Jesús es nuestra gloria. El Viernes Santo vamos a cantarle a la cruz, “oh cruz fiel nuestra esperanza”, pero ya ahora le cantamos y la reconocemos como nuestra gloria, desde el primer instante.

Después viene el canto del Gloria, mientras se tocan las campanas. (Al terminar el canto, se callan las campanas y el órgano hasta la Vigilia Pascua. La Iglesia entra en un gran silencio de recogimiento y contemplación).

ORACIÓN COLECTA: Dios nuestro, reunidos para celebrar la santísima Cena en la que tu Hijo unigénito, antes de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el nuevo y eterno sacrificio, banquete pascual de su amor, concédenos que de tan sublime misterio, brote para nosotros la plenitud del amor y de la vida.

Jesús, antes de padecer, entregó a la Iglesia este sacrificio de una manera sacramental. Jesús se adelanta a entregarse a sí mismo y transforma la violencia en un acto de amor y en una entrega libre de amor. “Se ofreció porque quiso”, “nadie me quita la vida sino que la doy por mí mismo, tengo el poder de darla y de recobrarla”. En esta oración inicial de la Misa le pedimos al Padre que de esa ofrenda de amor del Hijo que entrega su vida, brote para nosotros la plenitud del amor y de la vida.

Lecturas: Ex 12,1-8.11-14, 1 Co 11,23-26, Juan 13,1-15

Las tres lecturas de hoy forman un verdadero tríptico: presentan la institución de la Eucaristía (2 lectura) , su prefiguración en el Cordero pascual (1era lectura), y su traducción existencial en el amor y el servicio fraterno (evangelio). San Juan Pablo II

Ex 12,1-8.11-14: Después de las plagas de Egipto Dios manda que cada familia judía tome un cordero sin defecto, que lo inmole y con la sangre del cordero pinte la puerta de su casa. Esa misma noche mientras comen el cordero en sus casas el ángel exterminador pasará por las calles, pero no entrará en las casas protegidas por la sangre del cordero. Esta es la pascua del Señor, que los judíos celebraban y recordaban cada año hasta la época de Jesús.

Cinco días antes de Pascua (Jesús) quiso venir, como lo hemos aprendido por el Evangelio de Juan, a fin de mostrar justamente de ese modo que él era el cordero inmaculado, que quitaría el pecado del mundo. En efecto, el cordero pascual, cuya inmolación liberó al pueblo de Israel de la servidumbre de Egipto, debía, según lo prescrito, ser elegido cinco días antes de Pascua, es decir el décimo día del mes, y ser inmolado el día catorce por la tarde. Se significaba así que Él habría de rescatarnos por su sangre y que cinco días antes de Pascua, es decir hoy, escoltado por la inmensa alegría y la alabanza de una multitud que lo precedía y lo seguía, vendría al templo de Dios; y cada día estaba allí, enseñando.

El Señor, por consiguiente, como el cordero pascual, cinco días antes de comenzar a sufrir llegó al lugar de su pasión, a fin de mostrar que a él se refería lo que había predicho Isaías: Como oveja es conducido al matadero, y como cordero que ante el que lo esquila enmudece y no abre su boca. Y un poco más arriba: Él fue herido a causa de nuestras iniquidades, y por sus llagas hemos sido curados. San Beda

El cordero debía ser “sin defecto, macho, de un año” (Ex 12, 5), y su sacrificio, su muerte, su sangre, protegía la vida de aquellos que rociaban con ella sus puertas. La muerte del cordero era vida.

1 Co 11,23-26: En la segunda lectura, tenemos el relato más antiguo de la institución de la Eucaristía. Jesús se ofrece en una cena de Pascua, en una acción litúrgica, en la Pascua judía, con lo cual señala una continuidad  con el AT (como lo dice la primera lectura) y a la vez algo completamente nuevo.

Jesús es el nuevo Cordero, que con su sangre libremente derramada en la cruz estableció una Alianza nueva y definitiva y nos libra de la muerte y nos da la verdadera vida.

Jesús dijo “hagan esto en memoria mía”.

“Hacer memoria” no significa recordar con nostalgia algo que ya no existe y que ciertamente ya no puede repetirse. “Hacer memoria”, en sentido bíblico, se expresa con la palabra “memorial”, es decir, memoria eficaz que renueva, realiza y pone en acto lo que recuerda, haciéndose contemporánea del acontecimiento.

El Jueves santo es una eucaristía ejemplar en el sentido que se agrega el HOY. Cada eucaristía es la actualización del misterio de la pasión y resurrección del Señor, pero hoy se hace de modo ejemplar.

Se recomienda utilizar la Plegaria Eucarística I o Canon romano que dice así:

Él mismo (Jesús) HOY la víspera de padecer por nuestra salvación y la de todos los hombres, tomó pan en sus santas y venerables manos, y elevando los ojos al cielo, hacia ti Dios, Padre suyo todopoderoso, dando gracias te bendijo, lo partió, y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomen y coman todos de él; porque este es mi Cuerpo que será entregado por vosotros’. De la misma manera, después de cenar, tomó en sus manos el glorioso cáliz…

Fue HOY cuando Jesús lo hizo, HOY se entregó sacramentalmente por nosotros, HOY nos entrega su Cuerpo y su Sangre. Nuestro HOY se encuentra con el HOY de Jesús. Al decir así la Iglesia quiere que prestemos una especial atención al misterio de este día, quiere que escuchemos de una manera nueva el relato de la Institución.

Tomó pan en sus santas y venerables manos y elevando los ojos al cielo

La Iglesia orante fija hoy su mirada en las manos y los ojos del Señor. Quiere casi observarlo, desea percibir el gesto de su orar y actuar en aquella hora singular, encontrar la figura de Jesús, por decirlo así, también a través de los sentidos.  Benedicto XVI.

Hoy importan las palabras y los gestos de Jesús. TODO Él es Palabra, TODO Él es DON.

Detengámonos hoy en el detalle, tan esencial y decisivo, de “estas santas manos”, para sostener todo lo que el Padre ha puesto en sus manos (Jn 13,3). Manos que han trabajado, manos que han bendecido, manos que han curado; manos que pronto serían traspasadas, manos finalmente que se ocultaron.

Tomó en sus manos este cáliz glorioso… Jesús toma todo entero la forma de sus manos. Permanezcamos mirando este gesto, a Jesús que permanece suspendido en este gesto, a Jesús que, en este gesto mismo, permanece para nosotros todo entero, a la vez reconocible y comestible.

Jesús esa tarde, toma el pan, y él solo, en ese instante, sabe lo que esto cuesta. Jesús, sabiendo que había llegado su hora… (Jn 13,1), Jesús, consciente, el más consciente de los hombres, Jesús, tomando el pan, esa tarde, plenamente en sus manos, sabe, lo siente íntimamente – él solo todavía– el peso incalculable de este pan que eleva, de esta libra que él pesa, de esta entrega. Jamás, jamás un pan había sido tan pesado, jamás fue necesario reflexionar tanto antes de elevarlo.

Frère François Cassingena-Trévedy

 

En el Cenáculo, Cristo entrega a los discípulos su Cuerpo y su Sangre, es decir, Él mismo en la totalidad de su persona. Pero, ¿puede hacerlo? Nadie puede quitarle la vida: la da por libre decisión. En aquella hora anticipa la crucifixión y la resurrección. Lo que, se cumplirá físicamente en Él, Él ya lo lleva a cabo anticipadamente en la libertad de su amor. Él entrega su vida y la recupera en la resurrección para poderla compartir para siempre.

Benedicto XVI

 

Dio gracias lo bendijolo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: ‘Tomen y coman todos de él; porque este es mi Cuerpo que será entregado por vosotros’

Al repartirse sin embargo se da todo entero en cada pedazo:

Lauda Sion (himno de santo Tomás de Aquino)

El que lo recibe,

Aunque reciba una parte

Lo recibe a Él todo entero

No lo parte el que lo toma

Ni lo rompe aunque lo coma

Íntegro a todos se da.

Lo come uno,

Mil lo comen

Infinitos que lo tomen

Nunca se consumirá.

 

El gesto del partir alude misteriosamente también a su muerte, al amor hasta la muerte. Él se da a sí mismo, que es el verdadero «pan para la vida del mundo» (cf. Jn 6, 51). El alimento que el hombre necesita en lo más hondo es la comunión con Dios mismo. Al agradecer y bendecir, Jesús transforma el pan, y ya no es pan terrenal lo que da, sino la comunión consigo mismo. En la Eucaristía nos hacemos con-corporeos y con-sanguíneos de Jesús.

 

En el pan distribuido reconocemos el misterio del grano de trigo que muere y así da fruto. Reconocemos la nueva multiplicación de los panes, que deriva del morir del grano de trigo y continuará hasta el fin del mundo

Juan 13,1-15

 

Jesús SABE que ha llegado su HORA. Muchas veces en los Evangelios Jesús SABE lo que piensan los hombres, lo que hay en el corazón de los hombres, Jesús es la Sabiduría, la Palabra, el Logos. Jesús SABE que ha llegado su hora, y que el Padre ha puesto todo en sus manos, que Él había venido de Dios y a Dios volvía y sabiendo todo esto, se arrodilla a lavar los pies a los discípulos. Juan nos quiere llamar la atención con el contraste, como san Pablo en Filipenses 2: “Él que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente, por el contrario se anonadó a sí mismo tomando la condición de esclavo, y haciéndose semejante a los hombres se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de Cruz”.

Jesús se levanta de la mesa y les lava los pies.

Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Dios ama a su criatura, el hombre; lo ama también en su caída y no lo abandona a sí mismo. Él ama hasta el fin. Lleva su amor hasta el final, hasta el extremo: desciende de su gloria divina. Se desprende de las vestiduras de su gloria divina y se viste con ropa de esclavo. Se arrodilla ante nosotros y desempeña el servicio del esclavo; para hacernos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos hacer jamás.

Dios no es un Dios lejano, demasiado distante y demasiado grande como para ocuparse de nuestras bagatelas. Dado que es grande, puede interesarse también de las cosas pequeñas. Dado que es grande, el alma del hombre, el hombre mismo, creado por el amor eterno, no es algo pequeño, sino que es grande y digno de su amor. La santidad de Dios no es solo un poder incandescente, ante el cual debemos alejarnos aterrorizados; es poder de amor y, por esto, es poder purificador y sanador.

Dios desciende y se hace esclavo; nos lava los pies para que podamos sentarnos a su mesa. Así se revela todo el misterio de Jesucristo. Así resulta manifiesto lo que significa redención. El baño con que nos lava es su amor dispuesto a afrontar la muerte. Solo el amor tiene la fuerza purificadora que nos limpia de nuestra impureza y nos eleva a la altura de Dios. El baño que nos purifica es él mismo, que se entrega totalmente a nosotros, desde lo más profundo de su sufrimiento y de su muerte.

Él es continuamente este amor que nos lava. En los sacramentos de la purificación –el Bautismo y la Penitencia– él está continuamente arrodillado ante nuestros pies y nos presta el servicio de esclavo, el servicio de la purificación; nos hace capaces de Dios. Su amor es inagotable; llega realmente hasta el extremo.

Vosotros estáis limpios, pero no todos, dice el Señor. En esta frase se revela el gran don de la purificación que él nos hace, porque desea estar a la mesa juntamente con nosotros, de convertirse en nuestro alimento. Pero no todos: existe el misterio oscuro del rechazo, que con la historia de Judas se hace presente y debe hacernos reflexionar precisamente en el Jueves santo, el día en que Jesús nos hace el don de sí mismo. El amor del Señor no tiene límites, pero el hombre puede ponerle un límite.

Vosotros estáis limpios, pero no todos: ¿Qué es lo que hace impuro al hombre? Es el rechazo del amor, el no querer ser amado, el no amar. Es la soberbia que cree que no necesita purificación, que se cierra a la bondad salvadora de Dios. Es la soberbia que no quiere confesar y reconocer que necesitamos purificación.

El Señor hoy nos pone en guardia frente a la autosuficiencia, que pone un límite a su amor ilimitado. Nos invita a imitar su humildad, a tratar de vivirla, a dejarnos «contagiar» por ella. Nos invita –por más perdidos que podamos sentirnos– a volver a casa y a permitir a su bondad purificadora que nos levante y nos haga entrar en la comunión de la mesa con él, con Dios mismo.

Reflexionemos sobre otra frase de este inagotable pasaje evangélico: Os he dado ejemplo…; También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. ¿En qué consiste el lavarnos los pies unos a otros? ¿Qué significa en concreto? Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren y los que son poco apreciados, es un servicio como lavar los pies. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella.

Pero hay una dimensión aún más profunda. El Señor limpia nuestra impureza con la fuerza purificadora de su bondad. Lavarnos los pies unos a otros significa sobre todo perdonarnos continuamente unos a otros, volver a comenzar juntos siempre de nuevo, aunque pueda parecer inútil. Significa purificarnos unos a otros soportándonos mutuamente y aceptando ser soportados por los demás; purificarnos unos a otros dándonos recíprocamente la fuerza santificante de la palabra de Dios e introduciéndonos en el sacramento del amor divino.

El Señor nos purifica; por esto nos atrevemos a acercarnos a su mesa. Pidámosle que nos conceda a todos la gracia de poder ser un día, para siempre, huéspedes del banquete nupcial eterno. Benedicto XVI

Luego el Evangelio se hace gesto, ya que después de la homilía, se desarrolla el lavatorio de los pies, mientras se cantan algunas antífonas apropiadas: Donde reina el amor sincero, allí está Dios.

A continuación, la Misa se desenvuelve como de costumbre con partes propias para este día en la Plegaria Eucarística y se consagran las hostias para hoy y mañana, que se llevarán en procesión al acabar la Misa, a un lugar aparte. Antiguamente siempre se llevaban en procesión después de cada Misa. No se conservaban en la Iglesia. Hoy es un acompañar a Cristo que se retira para orar y padecer.

Después de la Misa se despoja el presbiterio, se retira el mantel del altar, las flores, etc.

Aún cuando vivamos el Jueves Santo como el día de la caridad, del sacerdocio y de la Eucaristía, hay que situarlo decididamente de cara a la Pascua, que tiene su culminación en la Vigilia. No es un día aparte. Hoy Jesús es entregado y comienza la Pasión.

Vivámoslo como Juan el discípulo amado que se reclinó sobre Jesús en la última cena para poder percibir los latidos y sentimientos más profundos del Señor que nos amó hasta el fin, para ser capaces de recibir todo el amor que el Señor nos quiere entregar. Abrámonos a la gracia y al don que se nos quiere entregar.

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